22 de octubre de 2024

Análisis

“Lavado verde” en el ajuste estructural

¿Debería el FMI liderar la transición energética mundial?

En un sistema financiero mundial sustentado por el dólar estadounidense, las alzas en las tasas de interés de la Reserva Federal pueden empujar a gran parte del sur global al borde de una crisis de deuda severa. La exposición de los países del Sur a estos riesgos externos, así como su necesidad de contraer deudas denominadas en dólares, son el resultado de una arquitectura financiera internacional que es desigual y desestructurada. La forma en que se desarrolle esta crisis podría traer consecuencias duraderas para la transición energética mundial. La deuda no solo limita la capacidad de un país para financiar una agenda climática ambiciosa, sino que ahora también hace que el Fondo Monetario Internacional (FMI) —la institución que suele estar en el centro de las negociaciones de la deuda— sea cada vez más relevante para la política climática mundial. 

Los países del sur global tienen pocas opciones para lidiar con el sobreendeudamiento. Por lo general, la búsqueda de alivio significa que un país deudor debe llegar a un acuerdo con el FMI, y la mayoría de negociaciones sobre la reestructuración dependen en gran medida de los análisis de la sostenibilidad de la deuda realizados por esta institución. El apoyo del FMI trae condiciones: sus programas conllevan una estricta condicionalidad política e imponen medidas de austeridad severas, exigiendo a sus prestatarios que se sometan a “ajustes estructurales”.

En este momento, 44 países tienen en marcha programas del FMI, y muchos más podrían sumarse pronto, dado que aproximadamente dos tercios de los países de ingresos bajos y medios están en riesgo de sobreendeudamiento. Esto podría ampliar la influencia del FMI en las agendas políticas y los marcos económicos de todo el sur global a niveles que no se han visto en décadas. La inclusión de condicionalidades y asesoramiento político relacionados con el clima, por parte del FMI, podría consolidar su nuevo papel a la delantera de la política climática mundial y determinar el curso de la transición verde para sus prestatarios y para otros países. 

La crisis de deuda mundial de la década de 1980, que siguió al choque de Volcker, generó las condiciones para que el FMI iniciara una era de programas de ajuste estructural e impusiera el paquete de políticas del Consenso de Washington en gran parte del mundo, obstaculizando gravemente las perspectivas de desarrollo a largo plazo. Aunque en los últimos años ha habido cambios en la retórica del FMI, poco ha cambiado en términos de las políticas impuestas a través de sus programas de préstamo y los marcos que los sustentan. En lugar de actuar como un árbitro imparcial en un mecanismo de resolución de la deuda, el FMI actúa como ejecutor en nombre de los acreedores, priorizando en sus programas de ajuste el reembolso de la deuda sobre el bienestar de la población. 

En cuanto a su agenda climática, quienes llevan la batuta representan al mismo grupo de países que son responsables de causar la crisis climática. La agenda política propuesta corre el riesgo de permitir que los grandes contaminadores históricos eludan su responsabilidad, lo que podría frustrar las esperanzas de una transición energética justa. Sin otras reformas a sus estructuras y marcos de gobernanza, ¿cómo puede la agenda climática del FMI ir más allá del “lavado verde” de su marco de austeridad?

Subordinación financiera y trampas de la deuda

La acumulación de deudas insostenibles en el sur global es una característica central de la desigual arquitectura financiera internacional. En un sistema que funciona principalmente en dólares estadounidenses, y en el que la mayor parte del comercio y las transacciones transfronterizas se realizan en esta moneda, muchos países del sur global se ven obligados a contraer préstamos denominados en dólares de acreedores del Norte. Los cambios en los flujos financieros, generalmente desencadenados por eventos fuera del control de los prestatarios, pueden provocar problemas de solvencia y crisis de deuda. En 2022, los costos del servicio de la deuda externa para los países en desarrollo superaron los 443.000 millones de dólares, el doble respecto al año anterior, debido al aumento de los costos de los intereses provocado por la restricción monetaria de la Reserva Federal. 

Más de 3.000 millones de personas viven en países que gastan más en pagos de intereses a sus acreedores extranjeros que en salud y educación; sin embargo, hasta ahora solo un puñado de países han buscado formalmente reestructurar sus deudas, mientras que el resto continúa pagando los servicios de la deuda, muchas veces después de tener claro que hacerlo es insostenible. Para los países que ya no pueden continuar pagando su deuda, la única opción suele ser recurrir al FMI. A menudo los países retrasan este paso, incluso cuando eso significa que podrían ser incapaces de pagar los salarios, como ocurrió en Kenia y en Nigeria, donde en 2022 la mayoría de los ingresos públicos se destinaron al servicio de la deuda.

El desequilibrio de poder en las estructuras de gobernanza mundial ha consagrado un sistema que limita gravemente el espacio fiscal y político de los países del sur global, y la crisis climática agrava aún más estos problemas. Las crecientes cargas de la deuda de los países del sur global les dificulta propiciar inversiones que apoyen sus objetivos climáticos y de desarrollo, así como financiar los servicios públicos necesarios.

La financiación climática que proporcionan los países del Norte consiste principalmente en préstamos adicionales. De los 100.000 millones de dólares anuales que los países ricos se comprometieron a “movilizar” para la financiación climática, en 2020 el 73% se entregó en forma de deuda adicional. Al mismo tiempo, siguen aumentando los déficits de financiación para cumplir con los objetivos climáticos y alcanzar los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS).

Los países quedan atrapados en un ciclo vicioso que los mantiene endeudados, perpetúa el subdesarrollo y aumenta su vulnerabilidad ante las crisis. Las crecientes cargas de la deuda, que obligan a destinar una proporción aún mayor de los ingresos al servicio de la deuda, erosionan la capacidad de los gobiernos para invertir en resiliencia. El ciclo se hace difícil de romper, como les ha ocurrido a Chad, Surinam y Ecuador, que se han vuelto dependientes de la extracción y las exportaciones de combustibles fósiles para obtener la divisa fuerte que necesitan para pagar sus deudas denominadas en dólares. Por otro lado, en Argentina, el FMI está fomentando una expansión de la fracturación hidráulica con el fin de generar más ingresos para el reembolso de la deuda.

Aunque en los foros internacionales se ha reconocido que los países menos responsables de la crisis climática no deberían asumir el costo de sus efectos, aún no se ha materializado el apoyo financiero para que los países del Sur enfrenten las pérdidas y los daños derivados de los desastres climáticos, que son cada vez más frecuentes y severos. En cambio, los países afectados por estos desastres a menudo tienen que pedir prestados fondos para afrontar sus secuelas. En 2022, cuando unas inundaciones sin precedentes azotaron a Pakistán, que ya sufría una crisis económica y sobreendeudamiento, los titulares destacaron las promesas de ayuda de la comunidad internacional, pero, una vez más, la mayor parte de ese apoyo llegó en forma de préstamos adicionales.

Del mismo modo, la pandemia por el COVID-19 arrojó luces sobre las desigualdades que subyacen en la arquitectura financiera. Los países ricos, que emiten divisas fuertes, respondieron a la crisis incrementando su gasto discrecional hasta cerca del 10% de su PIB; en cambio, los países en desarrollo, aunque partían de niveles de endeudamiento general inferiores a los de sus homólogos más ricos, aumentaron su gasto discrecional solo alrededor del 3 al 4% del PIB. En la mayoría de los casos, los países ricos también disfrutaron de acceso a apoyo de liquidez a través de una red de acuerdos swap entre bancos centrales, que conllevan bajos costos y no tienen condicionalidades.

“Lavado verde” en el ajuste estructural

En los últimos años, el FMI ha reconocido públicamente que el cambio climático es una amenaza para los medios de subsistencia y la estabilidad económica, pero fue solo hasta 2021 que la institución adoptó una estrategia climática, un paso positivo en el sentido de que fomenta una mayor conciencia sobre la necesidad de que los oficiales gubernamentales aborden los riesgos climáticos. Sin embargo, dado su papel como acreedor mundial de último recurso para los países en desarrollo, sumado a su enfoque basado en la condicionalidad, el FMI ha ganado una influencia desproporcionada en el diseño y la implementación de políticas climáticas a nivel mundial. La pregunta sigue siendo: ¿debería el FMI ser la institución que lidere la política climática, particularmente en los países en desarrollo?

El FMI ha hecho esfuerzos por mejorar su imagen, ampliando los temas que cubre su departamento de investigación y publicando críticas sobre sus propias reformas estructurales y medidas de austeridad. También ha adoptado una estrategia de género y ha abordado cuestiones sobre protección social y desigualdad; sin embargo, su retórica no refleja sus políticas.

La renuencia de los países a buscar el apoyo del FMI refleja la impopularidad que tiene la institución entre los prestatarios. Las prolongadas recesiones económicas, el descontento social y los aumentos drásticos de la pobreza son la norma entre los países prestatarios del FMI, y la política climática de esta institución no puede separarse de estos antecedentes. Los programas de ajuste estructural siguen siendo la norma para los préstamos del FMI, y no hay planes para reformar este esquema o para alejarse de la combinación de medidas de austeridad y reformas de mercado.

La estrategia climática del FMI y sus orientaciones sobre el clima son motivo de preocupación. Los documentos ofrecen sugerencias para renovar la imagen de su agenda política con un lenguaje relacionado con el clima. El enfoque de la política climática se centra en mecanismos de precios y de mercado, en particular, en la tarificación mundial del carbono. La lógica consiste en que, “fijando el precio adecuado” y “creando un entorno propicio para los inversores”, los mercados responderán en consecuencia y tomarán las medidas necesarias para hacer frente al cambio climático.

Sin embargo, los propios ejercicios de modelización del FMI sugieren que los beneficios de la tarificación del carbono están limitados a determinados escenarios, específicamente cuando los ingresos generados se vuelven a invertir en programas climáticos y sociales para mitigar los efectos regresivos de la introducción de impuestos a las emisiones de carbono. La realidad, no obstante, es que el FMI ejerce su influencia principalmente sobre los países en desarrollo que ya están implementando programas de austeridad, lo cual implica menos inversión, no más; en cambio, su influencia sobre los países grandes y ricos es mínima. Sin reducciones significativas de las emisiones en estas economías, las contribuciones de los países en desarrollo a la reducción global de emisiones seguirán siendo insuficientes para una transición energética mundial.

La agenda general de la reforma energética es inquietantemente similar al antiguo paquete de reformas del Consenso de Washington, en el cual las medidas de austeridad estaban acompañadas de un impulso a la desregulación de los mercados laborales y de productos, junto con la liberalización del comercio y las finanzas. Este enfoque refleja la visión del FMI sobre lo que constituye la estrategia de crecimiento más eficiente, y reconoce recientemente que se deben considerar algunas compensaciones para mitigar los efectos sociales negativos. La creencia en este entorno favorable a los inversores fue respaldada por economistas neoclásicos y validada a través de ejercicios de modelización basados en objetivos de crecimiento, pero tales modelos se fundamentan en supuestos erróneos sobre el funcionamiento de una economía, muchos de los cuales no están respaldados por evidencia empírica.

El FMI proporciona asesorías a nivel de país de forma periódica a todos los miembros, a través de sus informes de supervisión, conocidos como consultas del Artículo IV. A menudo, estos informes sientas las bases para los programas de préstamos, en los que la asesoría del FMI se convierte en condicionalidades para el prestatario. Un informe reciente sobre Sudáfrica ilustra cómo el lenguaje climático puede reformular las medidas tradicionales de ajuste estructural de una manera más favorable.

El informe propone un camino hacia una “transición justa” alejada de los combustibles fósiles y sugiere reformas laborales para promover la flexibilidad del mercado laboral, debilitar las protecciones para los trabajadores y reducir los salarios. Tales medidas socavan directamente los derechos de los trabajadores y se basan en análisis cuestionables de los mercados laborales. El documento también recomienda privatizar las empresas de servicios públicos y desregular los mercados de productos y laborales sobre la base de que estas medidas aumentarían el crecimiento, un prerrequisito para un “futuro verde y resiliente al clima”.

Como parte de su compromiso climático, el FMI también ha lanzado un nuevo mecanismo de préstamo, el Servicio de Resiliencia y Sostenibilidad (SRS), cuyo objetivo es ofrecer préstamos con plazos de vencimiento más largos para que los países implementen reformas que fortalezcan su resiliencia a riesgos a largo plazo, como el cambio climático. Pero hay una gran salvedad: solo los países que tengan un préstamo regular concurrente del FMI pueden acceder a este mecanismo. La combinación del SRS con los programas estándar del FMI, orientados a la austeridad, lo hacen ineficaz, puesto que los gobiernos continúan siendo incapaces de afrontar los desafíos financieros de la transición energética.  

Incluso si el FMI modificara sus asesorías relacionadas con el clima y se alejara del modelo de tarificación del carbono, sus condicionalidades tradicionales continuarían socavando una transición justa. La política climática del FMI le permite presentar sus programas como “verdes” y así desviar las críticas, pero sigue persiguiendo sus objetivos de siempre.

Cambio sistémico

Las estructuras del FMI y del Banco Mundial son remanentes del orden mundial establecido en la Conferencia de Bretton Woods hace ochenta años. Aunque estas instituciones fueron creadas para promover la estabilidad global, este sistema multilateral “basado en normas” ha excluido a los países en desarrollo de tener una voz significativa en la formulación de dichas normas. El historial del FMI y del Banco Mundial, y su renuencia al cambio, tienen sus raíces en la gobernanza fundamental del sistema financiero internacional.

Estas instituciones están protegidas de toda responsabilidad ante sus prestatarios. Por ejemplo, la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (CMNUCC) hace responsables a los contaminadores históricos de otorgar ayuda financiera a los países en desarrollo para la transición energética; se supone que la carga financiera se distribuye entre los países en proporción a sus contribuciones históricas al cambio climático. Sin embargo, los países que el FMI clasifica como “economías avanzadas” —un grupo que coincide significativamente con los países clasificados como grandes emisores históricos bajo la CMNUCC— controlan cerca del 60% del poder de voto en el FMI, lo que les permite tomar las decisiones sobre la política climática. 

La asignación de 650.000 millones de dólares en derechos especiales de giro (DEG) por parte del FMI en 2021 prueba que es posible otorgar apoyo financiero sin condiciones. Esta asignación puede servir como punto de partida para un mecanismo global que proporcione liquidez y amplíe la financiación disponible para los países en desarrollo. Pero, una vez más, la trayectoria de los DEG demuestra que las reformas de gobernanza son imprescindibles. Hasta ahora, solo Estados Unidos ha sido capaz de vetar las peticiones de una asignación adicional de DEG y de bloquear los esfuerzos para mejorar su mecanismo de distribución.

En última instancia, el escurridizo objetivo del FMI de “catalizar” la inversión privada suscita escepticismo. Las reformas centradas en la desregulación, la liberalización y la privatización, unidas a un marco de austeridad, limitan gravemente el espacio político de los países en desarrollo. La política industrial verde y las transiciones dirigidas por el sector público siguen estando fuera del alcance. Las historias recientes de desarrollo exitoso, como el de los “tigres asiáticos” en la década de 1980 y, más recientemente, el de China, tienen un aspecto en común: estos países ascendieron en la escala de ingresos mediante estrategias de política industrial y evadieron con éxito las fórmulas del ajuste estructural.

Los países del sur global entienden la necesidad de una reforma sistémica. El Grupo de los 77 (un grupo que actualmente incluye a 134 países en desarrollo) convocó en la ONU a la “Cuarta Conferencia Internacional sobre la Financiación para el Desarrollo”, prevista para 2025. En el centro de la agenda están las reformas sistémicas de la arquitectura financiera internacional, los frenos a la evasión fiscal mundial, las transferencias de tecnología necesarias para la transición energética y los cambios a los tratados comerciales.

La agenda busca un marco multilateral para el alivio de la deuda a través de la ONU, garantizando que los países con cargas de deuda insostenible puedan buscar alivio por fuera del FMI, con un proceso menos sesgado hacia los acreedores. También propone fuentes de financiación a largo plazo y asequibles en condiciones similares a las disponibles para los países ricos. Con estos cambios, junto con una estructura de gobernanza reequilibrada, el FMI puede retomar su función original de ofrecer apoyo de liquidez de emergencia y desprenderse del marco de condicionalidad que adoptó en la década de 1980. 

La agenda de Financiación para el Desarrollo es una alternativa viable a los ajustes estructurales “verdes” del FMI, pero pondrá a prueba el compromiso retórico del norte global con el multilateralismo y el orden basado en normas. Abordar estos problemas sistémicos dentro de la arquitectura financiera mundial es un prerrequisito para cualquier acción futura relacionada con el clima. 

Este artículo fue traducido del inglés al español por Natalia Silva.

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