Recientemente, un visitante en la selva amazónica se sorprendió al encontrar al animal más conspicuo de todos: en lugar de los exóticos jaguares, halló la región poblada por la “vaca nelore con su joroba, orejas caídas y pelaje blanco brillante; la conquistadora final de la frontera”. A medida que la economía brasileña se fue transformando en el principal proveedor mundial de carne de res en las últimas dos décadas, la selva tropical que alberga el 10 por ciento de las especies animales del mundo ha sido quemada para abrir paso a millones de vacas de pastoreo. Según cuentas recientes, hay más del doble de vacas que personas en la parte brasileña del Amazonas: alrededor de 63 y 28 millones respectivamente.
Cuando el presidente Luís Inácio Lula da Silva comenzó su primer mandato, en 2003, las exportaciones brasileñas de carne de res congelada ocupaban el tercer lugar en el mundo por volumen, representando alrededor del 11 por ciento. Para finales de su segundo mandato en 2010, Brasil ocupaba el primer lugar, representando el 23 por ciento de toda la carne de res congelada exportada a nivel mundial; en términos cuantitativos, esto representó un aumento de 317 a 781 mil toneladas. Durante la década siguiente, la supremacía de la carne brasileña creció: en 2022 Brasil fue el proveedor del 32 por ciento de toda la carne de res congelada comerciada internacionalmente, exportando casi el doble que India, el segundo mayor exportador. El posicionamiento de Brasil como corral proveedor a nivel mundial estuvo estrechamente vinculado al ascenso de China como superpotencia económica: las importaciones chinas de carne de res congelada aumentaron entre 2002 y 2022, pasando de once mil a más de dos millones de toneladas1.
El caso de la soya es aún más dramático. La participación brasileña en las exportaciones globales de esta leguminosa subió considerablemente, pasando de aproximadamente una cuarta parte en 2003 a alrededor de la mitad desde 2018. Una porción significativa de estos bienes se utiliza para producir alimentos para el ganado de otros países; algunos investigadores hablan de la aparición de un “complejo soya-carne entre Brasil y China” para describir estos cambios en las relaciones agroalimentarias globales. Las dos mercancías —la carne de res y el grano de soya— se han expandido por el interior de Brasil casi como un incendio forestal y gran parte de su producción no cumple con las regulaciones ambientales locales (ver la expansión geográfica de las dos actividades en las Figuras 1 y 2, a continuación). Una investigación realizada en 2020 por Raoni Rajão y otros compiló datos exhaustivos sobre 815 mil propiedades rurales en la Amazonía y el Cerrado (la sabana brasileña); el estudio concluyó que “aproximadamente el 20 por ciento de las exportaciones de soya y al menos el 17 por ciento de las exportaciones de carne de res de ambos biomas hacia la Unión Europea pueden estar afectadas con deforestación ilegal” (las proporciones pueden ser aún mayores para las exportaciones a destinos con regulaciones más laxas).
El camino que lleva a las cumbres luminosas del desarrollo no suele estar señalado por un crecimiento explosivo en las exportaciones de materias primas. Los precios de estos productos son altamente volátiles y tienden a someter a las economías que dependen de sus exportaciones a trayectorias inestables, en detrimento de un crecimiento a largo plazo. Crucialmente, la producción primaria rara vez ofrece los encadenamientos productivos hacia atrás y hacia adelante que se requieren para fomentar aumentos de productividad económica, promoviendo un cambio técnico acumulativo. Con frecuencia, la producción primaria es un enclave: por un lado, tiene repercusiones limitadas en otras industrias y el mercado laboral; por otro lado, llega con un potencial de arrastrar negativamente a toda la economía si es que la caída de los precios internacionales lleva a una devaluación de la moneda y a una crisis económica. De hecho, el colapso de la economía brasileña entre 2014 y 2016 tuvo múltiples determinantes, pero estuvo indudablemente relacionado con la caída en los precios de las materias primas.
En la era de la emergencia climática, ser un exportador de bienes primarios puede incrementar las desventajas para el desarrollo. Como argumentó un equipo de investigadores de la London School of Economics y la Universidad de Oxford, “estamos ante una carrera verde global; una carrera en la que los pioneros serán recompensados y los rezagados se arriesgarán a perder competitividad global”. Además de las barreras para subir en la cadena de valor del mercado mundial, el costo económico de convertirse en el corral proveedor del mundo se ve agravado por sus impactos ambientales, tanto en términos de emisiones como de pérdida de biodiversidad. Brasil es el séptimo mayor emisor de gases de efecto invernadero. Sin embargo, la composición de sus emisiones difiere marcadamente de la tendencia mundial: mientras que la agricultura, la silvicultura y el cambio en el uso del suelo son aproximadamente el 18 por ciento de las emisiones globales, representaron en conjunto más de tres cuartas partes de las emisiones de Brasil entre 2000 y 2020. En cuanto a las emisiones del país, los combustibles fósiles pasan a un segundo plano, eclipsados por la carne y la soya. Aunque los mercados globales de materias primas apoyaron previamente una agenda redistributiva nacional, la dependencia que hoy tiene la economía brasileña de la producción primaria basada en deforestación impide que ofrezca un nivel de vida digno a la mayoría de su población y contribuye a la degradación de sus ecosistemas y al calentamiento del planeta.
Esperanzas verdes
Recientemente, esta imagen desoladora ha dado paso a miradas más positivas sobre las perspectivas de Brasil en la transición verde global. Después de cuatro años de un gobierno de extrema derecha y negacionista del cambio climático que promovió activamente la deforestación, el ascenso electoral de Lula a un tercer mandato ha producido cierto optimismo. Lula ha estado tratando de posicionarse en el escenario mundial como un firme defensor de la transición verde. Marina Silva —la líder ambiental que estuvo en su gabinete entre 2003 y 2008 y que luego renunció en medio de desacuerdos sobre la política ambiental— ha regresado como ministra del medio ambiente y cambio climático, logrando reducir la deforestación en la Amazonía en casi un 40 por ciento en 2023. En esa línea, y para reforzar aún más sus credenciales en acción climática, Brasil será en 2025 el anfitrión de la COP30 en la ciudad amazónica de Belén. En un artículo del Financial Times el pasado septiembre, el ministro de finanzas Fernando Haddad contextualizó la agenda económica de la administración en términos de una transformación verde: “una transformación integral de nuestra economía y sociedad a través de infraestructuras más verdes, una agricultura sostenible, reforestación, economía circular, un mayor uso de tecnología en el proceso productivo y adaptación al cambio climático”.
La visión esperanzada no se limita a círculos gubernamentales. En la más reciente edición del Country Climate and Development Report, dedicado a Brasil, el Banco Mundial argumentó que la “matriz energética relativamente limpia y renovable” del país, basada predominantemente en la energía hidroeléctrica, le da “una ventaja importante para construir un sector industrial de bajas emisiones.” Desde este punto de vista, la composición excepcional de las emisiones brasileñas no nos revela tanto el sector agroindustrial destructivo y altamente emisor del país, como la baja intensidad de carbono de su sector energético. Esta podría ser movilizada para impulsar las exportaciones industriales, dándole una ventaja sobre los competidores que proveen energía para la producción manufacturera quemando carbón o gas natural, y haciendo que la descarbonización completa de la economía sea más alcanzable en Brasil que en otros lugares. Como afirmó Ricardo Abramovay, el país puede reducir sus emisiones a la mitad “sin transformar estructuralmente su economía,” pues puede eliminar la deforestación “sin ninguna modificación en el sistema de transporte, la matriz energética, los patrones de consumo, la calefacción o refrigeración de los hogares”; como han dicho otros, cumplir con el objetivo de emisiones del país para 2030 es algo que se “podría lograr de manera bastante económica.”
La estrategia actual del gobierno para aprovechar esta oportunidad gira en torno al Plan de Transformación Ecológica lanzado en la COP28. Según el ministro de finanzas, el plan representa “un nuevo modelo de desarrollo, inclusivo y sostenible”; sus objetivos son “aumentar la productividad mediante la creación y difusión de innovaciones tecnológicas y la construcción de infraestructuras sostenibles, aprovechando dos características geográficas y ambientales únicas del país: su amplia disponibilidad de fuentes de energía renovable y su abundante biodiversidad.” En mayo de 2024, la administración emitió una nueva declaración anunciando que “el Plan de Transformación Ecológica ya está en marcha.” La declaración enumera una serie de acciones en curso que sientan las bases para el nuevo modelo de desarrollo: bonos verdes, créditos y obligaciones subvencionadas, y tarifas para fomentar la inversión en descarbonización, reforestación y reindustrialización. La formulación continua de una taxonomía verde nacional y avances en las negociaciones para que el Congreso apruebe un mercado de carbono al que se refirió Haddad en 2023 como el “primer marco” para la transformación verde.
Otra acción en este ámbito fue el lanzamiento del plan Nuevo Brasil Industrial —Nova Indústria Brasil en el original portugués—, un conjunto de políticas industriales que buscan construir sobre la base económica actual del país para reactivar el desarrollo. Tres de las seis misiones elegidas están relacionadas con la sostenibilidad ambiental. Una de ellas tiene impactos en la agroindustria, con el objetivo de promover una “cadena agroindustrial digital y sostenible para la seguridad alimentaria, nutricional y energética.” Los objetivos incluyen fortalecer el eslabón manufacturero de la cadena agroindustrial, mecanizar la agricultura familiar con equipos producidos localmente y mejorar la sostenibilidad ambiental de la producción agroindustrial. Según Mariana Mazzucato, quien ayudó al gobierno a diseñar la nueva política, “dependiendo de cómo se implementen, estas nuevas misiones podrían ayudar a fomentar la coordinación y colaboración público-privada, intersectorial e interministerial alineadas con el Plan de Transformación Ecológica y la agenda general para un crecimiento sostenible e inclusivo.” Mazzucato también afirmó que al “poner la transición ecológica en el centro de la política económica, el Gobierno de Brasil está estableciendo un curso diferente; uno que podría convertir los desafíos sociales y ambientales en oportunidades.”
Sin embargo, más allá de servir como una de las bases para un esfuerzo de reindustrialización, el lugar de la agroindustria en la estrategia para la transición verde del país no ha sido abordado en detalle. Un estudio reciente sobre el tema examina los cambios sectoriales mínimos que se necesitan para que la economía brasileña cumpla sus compromisos de descarbonización, pero pasa por alto las emisiones relacionadas con el cambio de uso de suelo (especialmente la deforestación), argumentando que “se sabe que [dichas emisiones] son el resultado de actividades ilegales.” Esta suposición es problemática y tiene consecuencias comprometedoras: los cambios sectoriales propuestos requerirían un cambio en la producción, alejándose de las actividades manufactureras intensivas en carbono y hacia la agricultura, la ganadería y la producción de carne, así como diferentes industrias de servicios. De manera perversa, la descarbonización brasileña resultaría de la expansión de la agroindustria.
En contraste, el Banco Mundial ofrece una imagen más precisa de la relación entre la agroindustria y la transición climática. Su argumento se enfoca en la reciente adopción gubernamental del Plan ABC+: un plan agrícola de bajas emisiones, centrado en “créditos rurales a bajo interés para financiar la implementación de prácticas agrícolas o tecnologías que probablemente contribuyan a la mitigación y/o adaptación al cambio climático”. Según el Banco, la adopción del Plan ABC+ podría contribuir a reducir la deforestación sin comprometer la producción agrícola, siempre y cuando el plan se refuerce —y no sea saboteado— por otras políticas de crédito rural. Sin embargo, el mismo Banco considera que este esfuerzo no eliminaría las emisiones de la agricultura y el cambio de uso de suelo, sino que podría reducirlas a la mitad para 2030. Adicionalmente, el análisis destaca importantes obstáculos a nivel político: “los grupos de interés agrícola (incluidos algunos ganaderos y aquellos afiliados a la industria ganadera) tienen una influencia considerable tanto a nivel subnacional como federal.” Su influjo político explica por qué los subsidios gubernamentales y las políticas de crédito rural brindan “incentivos adicionales para deforestar.”
En 2021, por ejemplo, el presupuesto para el Plan ABC+ representó solo el 2 por ciento del Plan Safra —Plano Safra en portugués—, la principal política rural que, entre otras cosas, “apoya la ganadería en los estados menos desarrollados de la Amazonia Legal.” En 2023, el primer Plan Safra anunciado por el gobierno actual dedicó una parte similar del monto total a la agricultura de bajas emisiones: RenovAgro, el nuevo nombre del Plan ABC+, recibió el 1.9 por ciento del total2. Sin embargo, el gobierno argumenta que otros aspectos de la política también estimulan la sostenibilidad en la agricultura, variando la tasa de interés cobrada a los agricultores, por ejemplo, en función de su cumplimiento con las prácticas sostenibles.
El poder del agronegocio
Planificar la transición verde en Brasil sin enfrentar directamente los desafíos que plantea el dominio del agronegocio minimiza las tensiones entre la estrategia propuesta y el patrón de acumulación que se consolidó durante las dos últimas décadas. En este período, el agronegocio se convirtió en uno de los segmentos más poderosos de la vida política y económica brasileña. Cuando las exportaciones brasileñas de agronegocios se convirtieron en una pieza crucial del rompecabezas del capitalismo global, asumieron una posición dominante en la economía doméstica brasileña, especialmente al garantizar el acceso a divisas extranjeras.
La sola porción de la soya en las exportaciones brasileñas totales aumentó de menos del 5 por ciento a más del 12 por ciento en las últimas dos décadas. Todos los bienes agrícolas combinados (soya, diferentes tipos de carne, caña de azúcar y maíz, entre otros) representan actualmente más de un tercio del total de exportaciones. Junto con los minerales, especialmente, el hierro y el petróleo, representan más del 70 por ciento. Desde 2000, Brasil ha consolidado su integración subordinada en la división internacional del trabajo como exportador de materias primas. Siendo más industrializado que sus vecinos, Brasil solía ser un caso atípico en la región en términos de la porción de los bienes manufacturados en las exportaciones totales, que se mantenía alrededor del 55 por ciento durante la década de 1990 y principios de 2000, frente a un tercio —máximo— en países como Argentina, Colombia y Uruguay. Sin embargo, en las últimas dos décadas, la composición de las exportaciones brasileñas se ha vuelto cada vez más similar a la de otros países de la región, con la cantidad de exportaciones manufacturadas descendiendo a alrededor de una cuarta parte del total desde 2020.3
El papel desempeñado por el agronegocio también se ve con claridad en las estadísticas sobre la composición de la economía doméstica. Durante el auge de las materias primas, el agronegocio se expandió menos que el resto de la economía. La participación de toda la cadena del agronegocio (que abarca la producción de insumos, agricultura, ganadería, agroindustria y servicios agroindustriales) en el PIB descendió del 30 por ciento al 21 por ciento entre 2003 y 20104. A medida que el espacio político creado por el auge de las exportaciones se utilizó para adoptar políticas redistributivas y ampliar la inversión pública, el consumo masivo aumentó y los servicios urbanos superaron al agronegocio. No obstante, el período se caracterizó por la consolidación de las principales corporaciones y su creciente poder político. JBS, por ejemplo, se convirtió en una de las mayores empresas de procesamiento de carne del mundo, comprando varios de sus competidores brasileños, así como importantes empresas en Estados Unidos, con el crucial apoyo del Banco Nacional de Desarrollo Económico y Social de Brasil (BNDES)—en portugués Banco Nacional de Desenvolvimento Econômico e Social—.
Durante sus dos mandatos anteriores, Lula aprovechó la bonanza de las materias primas para implementar políticas de reducción de la pobreza sin desafiar el ascenso del agronegocio. En las políticas agrícolas, el gobierno preservó una cierta dualidad heredada, con un ministerio dominado por la élite del agronegocio y otro enfocado en las demandas de los movimientos sociales agrarios. En cuanto al medio ambiente, también prevaleció la ambigüedad. Por un lado, el gobierno supervisó mejoras significativas en la legislación y la atención ambiental que llevaron a una reducción de la deforestación en un factor de cuatro; por otro lado, a menudo priorizó inversiones que podrían impulsar el crecimiento a corto plazo, ignorando implicaciones ambientales problemáticas. La construcción de la represa hidroeléctrica de Belo Monte en la cuenca del Amazonas es un caso claro; sigue siendo uno de los principales ejemplos de un megaproyecto que resultó en el desplazamiento masivo de comunidades y causó una significativa pérdida de biodiversidad, al mismo tiempo que contribuyó a la matriz de energía renovable del país.
Las clases dominantes agrarias utilizaron las oportunidades abiertas por el auge de las materias primas para consolidar su poder. Sin una lealtad particular al gobierno que supervisó su ascenso, algunas facciones del lobby del agronegocio pronto insistirían en un curso político diferente y peligroso. Como argumentó Rodrigo Nunes, cuando se opuso en 2015 al sucesor de Lula —la presidenta Dilma Rousseff—, el agronegocio “parecía haber alcanzado la madurez política: ya no contento con simplemente defender sus intereses económicos inmediatos, en cambio buscó imponer su agenda al país en su totalidad”. En ese sentido, el agronegocio se convirtió en un actor político líder en el golpe parlamentario que destituyó a Rousseff en 2016, fomentando un giro violento hacia la derecha en la política brasileña y sentando las bases para la victoria electoral del político de extrema derecha Jair Bolsonaro en 2018.
Los resultados fueron inmediatos: el Estado brasileño se transformó efectivamente en el “comité ejecutivo” de la burguesía agraria, desmantelando las regulaciones ambientales, los derechos indígenas y el aparato ministerial e institucional que se había construido con dificultad desde la democratización y la aprobación de la Constitución brasileña de 1988. Se estableció un bloque político reaccionario que unió a los capitalistas rurales, la facción militante del cristianismo y el aparato de seguridad (compuesto por diferentes ramas tanto de la policía como de las fuerzas armadas): el infame trípode de “carne, biblia y bala” que llevó a Bolsonaro al palacio presidencial.
Con este respaldo político, el agronegocio estaba listo para prosperar. Durante el gobierno de Bolsonaro, mientras que el resto de la economía se estancaba, la cadena del agronegocio floreció; creció en promedio un 7,8 por ciento anual entre 2019 y 2022, mientras que el PIB avanzaba a una tasa media anual del 1,4 por ciento. Como consecuencia, su participación en el PIB osciló alrededor del 25 por ciento desde 2020, habiendo recuperado parte del terreno perdido en la década de 20005. Hubo dos aumentos asociados en el aumento de las tasas de deforestación y de desigualdad: la creciente cuota de los ingresos apropiados por el 0,1 y el 0,01 por ciento más ricos entre 2017 y 2022 fue impulsada principalmente por los estados en los que dominaban la producción de carne y soya.
La relación entre la extrema derecha y el agronegocio no fue un asunto temporal. André Singer identifica la formación de “una coalición con una base territorial, económica y social” —que se extiende desde sus representantes en Brasilia hasta las élites rurales y secciones crecientes de los grupos más pobres del interior— y señala que, en las elecciones presidenciales de 2022, Bolsonaro recibió más votos que Lula “en los 265 municipios de los nueve estados amazónicos.” Nunes señala que esto tiene una importancia histórica más amplia: “la reversión de la dominación política del campo por las ciudades más grandes (y los sectores industrial y de servicios) que comenzó con Getúlio Vargas en la década de 1930.” El modelo de crecimiento lento basado en las exportaciones de agronegocios, ensamblado gradualmente durante las últimas dos décadas, finalmente mostró sus dientes: es un modelo que pone en riesgo no solo a la biodiversidad brasileña, sino también a su democracia.
Desafíos candentes
El principal desafío para el nuevo modelo de desarrollo de Lula es superar el dominio del agronegocio en la economía política del país. Los capitalistas rurales han mostrado claramente que no dejarán sus armas sin pelear y que resistirán cualquier intento por alejar la economía del “complejo soya-carne”. Habiendo elegido a muchos representantes al Congreso en las últimas elecciones, el bloque agrario constituye el 60 por ciento de los miembros electos del Congreso en ambas cámaras; ello le brinda suficiente poder para imponer una derrota al gobierno actual6.
En los primeros meses del nuevo gobierno, mientras Lula estructuraba su gabinete, el lobby del agronegocio en el Congreso logró desmantelar tanto al ministerio de pueblos indígenas como al de medio ambiente, transfiriendo parte de sus mandatos a otros departamentos gubernamentales. El lobby protegió con éxito sus múltiples beneficios fiscales, imponiendo una serie de cambios en la agenda de reforma integral de la tributación indirecta del gobierno, que precisamente pretendía hacer su incidencia más homogénea entre sectores. Los miembros del lobby modificaron el plan para el establecimiento de un mercado de carbono —que según afirmaba el gobierno, tendría un “alcance universal”— para excluir a los sectores de agricultura y ganadería de sus disposiciones. Más adelante, cuando el Supremo Tribunal Federal de Brasil falló en contra del lobby del agronegocio en un caso sobre la demarcación de territorios indígenas —respecto a una política destinada a la reparación histórica pero también a impactar significativamente en reducir la deforestación—, el Congreso se apresuró a aprobar legislación en la dirección opuesta, anulando efectivamente la decisión del tribunal.
El nuevo modelo de desarrollo prometido por el gobierno podría potencialmente cambiar el equilibrio de poder, reduciendo la dependencia de la economía en las fortunas del agronegocio y, por ende, debilitando a esta facción de las clases dominantes. La transición verde podría ser utilizada, precisamente, como una oportunidad para movilizar el aparato estatal y transformar la economía brasileña, reduciendo su dependencia de las exportaciones primarias y creando empleos dignos. Sin embargo, hasta ahora, y a pesar de la retórica en torno al Plan de Transformación Ecológica, el gobierno parece estar externalizando la mayor parte de la transición climática al sector privado debido a su limitado espacio fiscal, presionado entre un compromiso autoimpuesto con la austeridad y la erosión de la base tributaria promovida por el agronegocio7. La situación es tal que el ministro de finanzas se aseguró de contrastar sus planes verdes con las políticas implementadas en Estados Unidos, afirmando que un “mosaico de políticas regulatorias y fiscales” guiará la transición brasileña, en contraste con la “enorme cantidad de recursos presupuestarios” movilizados por el gobierno de Joe Biden. La nueva política industrial, por ejemplo, tendrá que conformarse en su mayoría con el crédito subsidiado del BNDES, al haber sido efectivamente desplazada del presupuesto gubernamental8.
¿Funcionará la estrategia? A pesar del avance de la Ley de Reducción de la Inflación en Estados Unidos, críticos rotundos han argumentado una y otra vez que los desafíos de la transición climática no pueden superarse sólo movilizando las fuerzas del mercado, es decir, confiando en los incentivos creados por los precios subsidiados que internalizan los costos ambientales. Se requiere una acción gubernamental decisiva que discipline al capital en una estrategia a largo plazo de transformación estructural sostenible; un enfoque que Daniela Gabor llama el “gran estado verde.” El argumento es aún más contundente para una economía como la brasileña, que ha soportado décadas de estancamiento y en la que, según un estudio reciente, el potencial de competitividad verde ha “presentado una tendencia a disminuir.” Más importante aún, la intervención gubernamental es indispensable dada la influencia abrumadora de una facción de las clases dominantes que trabaja para sabotear la transición verde y es responsable de la mayor parte de las emisiones de carbono del país.
La idea de establecer un “gran estado verde” en un país periférico en el que la facción depredadora del agronegocio está en ascenso puede parecer algo utópico. No obstante, hay algunas dinámicas que empujan hacia esa dirección. Primero, en todo el mundo, la adopción generalizada de políticas industriales ha debilitado el consenso neoliberal en contra de ellas, reduciendo los obstáculos ideológicos. Segundo, las probables consecuencias negativas del calentamiento global y las políticas climáticas del norte global sobre las perspectivas del agronegocio pueden llevar a algunos de sus líderes a respaldar un plan que reduzca el riesgo de que Brasil se convierta en un paria global y pierda acceso a ciertos mercados, dividiendo potencialmente al bloque agrario. Evitar este desafío parece ser la verdadera posición utópica, que cuenta con la improbable posibilidad de reducir la deforestación, cumplir con los objetivos de emisiones y frenar a la extrema derecha sin cambiar el modelo de desarrollo. Otra posición utópica sería esperar y confiar en que el modelo de desarrollo pueda alterarse de manera furtiva solamente si se cambian algunos precios relativos.
El apoyo y la lealtad que el gobierno actual tiene entre la mitad más pobre de la población proporciona un punto de partida para la tarea de construir una coalición política sólida que discipline al capital en una estrategia a largo plazo y que pueda establecer un nuevo modelo de desarrollo. Esto requeriría lo que Alice Amsden denominó “mecanismos de control recíproco”: el despliegue de apoyo gubernamental dirigido a sectores tecnológicamente sofisticados, condicionado a cumplir regularmente con estándares de rendimiento, para que la participación de las materias primas en las exportaciones pueda disminuir a medida que nuevos actores económicos empujen la economía en una dirección diferente y simultáneamente creen una base de apoyo político para el nuevo modelo de desarrollo. Aunque algunos de esos elementos ya están presentes en los planes del gobierno actual, se han mantenido en los márgenes, donde están debilitados en su capacidad para desencadenar cambios transformadores en la economía.
El tiempo se agota. Mientras que la economía liderada por el agronegocio sigue fortaleciéndose, el bloque de extrema derecha gana influencia, empoderando aún más a los capitalistas agrarios y alimentando la desilusión de las clases populares. Esa es una de las razones por las que la esperanza que floreció con la elección de Lula en 2022 ya ha devenido en una sensación generalizada de estancamiento político. A medida que eventos climáticos extremos destruyen ciudades enteras y avivan el caos —la trágica inundación de una parte significativa de Río Grande del Sur (Rio Grande do Sul en portugués) siendo el ejemplo más reciente—, las apuestas para desafiar el dominio del agronegocio no podrían ser más altas. Sin embargo, no solo es urgente frenar el calentamiento global y darle a la humanidad la oportunidad de evitar las peores consecuencias del cambio climático; un nuevo modelo de desarrollo también es una condición necesaria para debilitar los ataques de la extrema derecha a las instituciones democráticas y abrir el camino para una transformación económica que podría restaurar las esperanzas de mejorar los niveles de vida para la mayoría de los brasileños, que han soportado una década de empobrecimiento.
Datos tomados del World Integrated Trade Solution, Banco Mundial: www.wits.worldbank.org.
↩Esto se mantuvo igual para el Plano Safra anunciado en el segundo año del gobierno de Lula.
↩Datos tomados del Atlas of Economic Complexity de Harvard (www.atlas.cid.harvard.edu) y el World Integrated Trade Solution del Banco Mundial (www.wits.worldbank.org).
↩Datos de CEPEA, Universidad de São Paulo: https://www.cepea.esalq.usp.br/br/pib-do-agronegocio-brasileiro.aspx.
↩ibid.
↩Actualmente, alrededor del 60% de los miembros electos del Congreso en Brasil, en ambas cámaras, son miembros de la bancada de agricultura y ganadería. Como resumió Caio Pompeia, “después de las elecciones de 2022, este bloque multipartidista creció de 240 miembros a 324 en la Cámara de Diputados (un aumento del 35%) y de 40 a 50 en el Senado (un aumento del 25%). La membresía de la bancada en 2023 representa el 58,3% del total en la Cámara de Diputados y el 62% en el Senado. […] Actualmente, la bancada lidera una amplia coalición en el Congreso para socavar los derechos territoriales indígenas”.
↩El agronegocio ha erosionado la base tributaria de dos maneras: apropiándose de subsidios cada vez mayores y presionando por beneficios fiscales. Dos estudios recientes, sobre soya y carne de res, indican que el agronegocio es uno de los segmentos más subvencionados de la economía brasileña: los subsidios totales para estas dos mercancías equivalen a unas diez veces el presupuesto destinado a la agricultura de baja emisión de carbono. En cuanto a los beneficios fiscales, el bloque agrario logró incluir sus productos en el grupo de bienes sujetos a menores impuestos en la reforma tributaria aprobada el año pasado.
↩Hasta la cantidad de crédito subsidiado asignado a la política palidece en comparación con el crédito asignado al agronegocio: para el actual gobierno de Lula, entre 2023 y 2026, la política industrial tendrá a su disposición 300.000 millones de reales brasileños (unos 55.000 millones de dólares). En contraste, el mencionado Plano Safra, subsidió crédito para el agronegocio y le fueron asignados 400.000 millones de reales brasileños solo para el año en curso.
↩
Archivado bajo