El 1o de septiembre del 2013, en un editorial que se haría famoso, el periódico brasileño O Globo reconoció que su apoyo al golpe militar de 1964 había sido un error. El texto fue escrito en el marco de grandes y confusas protestas por las calles en dicho país —conocidas como “Jornadas de Junio del 2013”—en las cuales uno de los lemas más repetidos era “la verdad es dura, la Globo apoyó a la dictadura”. Además, era el periodo de acción de la Comisión Nacional de la Verdad, establecida en 2011 por la presidenta Dilma Rousseff para investigar las graves violaciones de derechos humanos durante la dictadura.
Reconociendo la legitimidad del grito en las calles, el periódico justificó de forma reveladora que su entusiasmo con la caída del gobierno de João Goulart era por el temor a la instalación de una supuesta “república sindical” en el país. La retórica anticomunista y la histeria conservadora que contagiaba amplios sectores de las clases medias y altas tenían un blanco claro: el crecimiento de la organización de obreros y de extensos sectores populares urbanos, así como la impresionante movilización de campesinos en las zonas rurales. El inédito espacio político conquistado por liderazgos sindicales incomodaba y aterrorizaba. El golpe de 1964 fue, sobre todo, un golpe contra los trabajadores y sus organizaciones.
La presencia pública y las luchas por derechos de los trabajadores brasileños, intensas desde el final de la Segunda Guerra Mundial, alcanzaron su cumbre en el inicio de la década de 1960. Los sindicatos fueron los principales vectores de la popular en dichos años. Pero la movilización ocurría también a través de asociaciones vecinales y espacios informales, como clubes de barrio e instituciones culturales. En el campo, la emergencia de las Ligas Campesinas y sus demandas por una reforma agraria transformadora sorprendió al país y puso a los trabajadores rurales en el centro del escenario político.
Obreros, católicos, comunistas, entre distintas otras fuerzas políticas, peleaban y formaban alianzas al interior de este movimiento. Huelgas, protestas y un lenguaje marcadamente nacionalista y reformista hacían reivindicaciones por transformaciones estructurales y por la conquista de derechos desde siempre negados, como la ley del décimo tercer salario y la sindicalización en el campo.
Operación limpieza
En un contexto marcado por la Guerra Fría, la descolonización de los países africanos y asiáticos y los impactos de la Revolución Cubana en Latinoamérica, la presencia pública de los trabajadores en la década de 1960 significaba para muchos la antecámara del comunismo. No por casualidad, el golpe y sus preparativos tuvieron el apoyo vital del gobierno de Estados Unidos. La maestría con que liderazgos campesinos y dirigentes sindicales del Comando General de los Trabajadores (CGT) se acercaban al gobierno y al presidente João Goulart—nunca perdonado por cultivar dichas “relaciones peligrosas”—era particularmente abominada. La visibilidad de la coalición en el famoso mitin de la Central de Brasil en Río de Janeiro el 13 de marzo fue la gota que colmó el vaso para los segmentos conservadores y golpistas. Sin embargo, la intensa campaña en contra del gobierno, encuestas de opinión realizadas en la época y ocultadas durante mucho tiempo, mostraban que la mayoría de la población apoyaba a “Jango” y sus reformas.
El golpe destruyó todo. Y sorprendió a muchos dirigentes sindicales, radicalizados y demasiado crédulos en su influencia política y poder de movilización. Para los victoriosos, era primordial destruir la “hidra comunista y laboral”. La nombrada “Operación Limpieza”, desencadenada por el nuevo régimen, invadió y desmanteló el patrimonio de los sindicatos. En los primeros años después del golpe, el gobierno removió los comandos de más de mil entidades sindicales. El movimiento obrero fue un blanco prioritario de la primera ola represiva en el inmediato periodo postgolpe y dirigentes sindicales y trabajadores activistas de todo el país fueron particularmente afectados. Diversos dirigentes fueron encarcelados, destituidos y, algunos, asesinados. La dictadura fue dura desde el primer día.
La esfera laboral era una preocupación central de la joven dictadura. Aunque debilitó considerablemente al Ministerio del Trabajo, los militares y sus partidarios no deseaban acabar con los sindicatos, pero sí alejarlos de cualquier influencia considerada política y hacerlos aliados en la construcción de un modelo económico autoritario. La idea era habilitar a las entidades sindicales en las ciudades y en el campo para que actuaran en la capacitación de la mano de obra y como instituciones asistenciales en las áreas de salud, ocio y previsión social.
En un primer momento, contaron con un amplio respaldo de segmentos conservadores católicos. El sindicalismo norteamericano también vio en el golpe una oportunidad única para influir en los sindicatos brasileños. A través de entidades como el Instituto Cultural del Trabajo (ICT) y el Instituto Americano del Desarrollo del Sindicalismo Libre (IADESIL), promovió cursos y diversas actividades de intercambio en Brasil. Sin embargo, pronto surgieron tensiones con el gobierno militar y con muchos sindicalistas brasileños, lo que frustró las expectativas de los estadounidenses. Aun así, varios interventores impuestos por el golpe militar lograron alguna legitimidad y formaron grupos políticos que controlaban los sindicatos durante años. En la jerga sindical, eran comúnmente nombrados “pelegos”.
Entidades empresariales, como la poderosa Federación de las Industrias del Estado de São Paulo (FIESP), celebraron la nueva era. Aterrorizados por la presencia de los trabajadores en la esfera pública y sus crecientes demandas por derechos en el periodo inmediatamente anterior a 1964, así como molestos por el aumento de la organización obrera en los lugares de trabajo, empresarios, gerentes y supervisores vieron en el golpe la oportunidad de “desquite patronal”.
Además de la represión directa a dirigentes sindicales y líderes conocidos, miles de trabajadores activistas, delegados de base o incluso simples simpatizantes de los sindicatos y de organizaciones de izquierda fueron echados y tuvieron inmensa dificultad para conseguir nuevos empleos gracias a las infames “listas negras”. La alianza entre empresarios y la policía política —el temido Departamento de Orden Político y Social, conocido por la sigla DOPS— venía de larga data, pero se hizo aún más sólida y difundida. Un clima de miedo y persecución pasaría a dominar el interior de las compañías. En el campo, un número todavía no calculado de trabajadores rurales fue expulsado de sus comunidades y muchos fueron asesinados por milicias privadas y matones al servicio de terratenientes.
Fabricando el milagro
La nueva política laboral del gobierno del primer dictador instalado tras el golpe, el general Castelo Branco (1964-1967), se consolidó mediante un plan orquestado por la coalición de civiles tecnócratas y militares, diseñado específicamente por los ministros Roberto Campos, de Planificación, y Octavio Bulhões, de Hacienda: el Programa de Acción Económica del Gobierno (PAEG). El programa tenía como objetivo principal contener el proceso inflacionario y acelerar el ritmo del desarrollo económico a través de la libre iniciativa del mercado. El control de los salarios era un aspecto esencial del plan. No por casualidad, se estima que entre 1964 y 1968 hubo una caída de cerca del 30 por ciento en el valor real del salario mínimo. Se pedían “sacrificios” a los trabajadores en nombre de la tan ansiada estabilidad económica.
Nuevas leyes orientadas al control salarial, la contención de huelgas y protestas y el fin de la estabilidad por tiempo de servicio ofrecieron un marco institucional para las medidas antilaborales del régimen. Crearon también un ambiente económico que facilitaba extraordinariamente los despidos y la rotación de la mano de obra. Esa política económica era impopular. La expresión “contención salarial” se volvió sentido común entre los trabajadores y hasta los sindicalistas que apoyaban al nuevo régimen tenían dificultades para defender muchas de esas medidas.
La creciente insatisfacción, la radicalización de sectores de izquierda y los movimientos de masas impulsados por estudiantes en 1968 crearon un ambiente adecuado para el crecimiento de la causa obrera. Estallaban huelgas en el campo y en la ciudad. Los paros de los metalúrgicos en Contagem, en el estado de Minas Gerais, y de los cañeros en la ciudad de Cabo, en el estado de Pernambuco, sorprendieron y alarmaron al gobierno, que terminó aceptando parte de las reivindicaciones. Por su parte, la famosa huelga de los metalúrgicos en Osasco — en el estado de São Paulo —, fue reprimida ejemplarmente. Con la promulgación del Acto Institucional n.º 5 y el cierre del régimen, el miedo y el control social pasaron a dominar definitivamente la sociedad brasileña.
El año de 1968 no sólo marcó el estrechamiento de la dictadura y el inicio de su fase más represiva. Fue también el momento en el que la economía brasileña superó la crisis de los años anteriores y se adentró en un periodo de fuerte crecimiento, lo que le dio popularidad al régimen. Aprovechándose de una coyuntura global bastante favorable al flujo de inversiones y préstamos internacionales, la política económica – promocionada como el “milagro económico brasileño” – llevó al país a tasas de crecimiento anual superiores al 10 por ciento durante varios años consecutivos.
El país atrajo la inversión directa de compañías multinacionales, en particular del sector industrial de bienes de consumo duradero. De hecho, además de los incentivos fiscales y de la ampliación de crédito para las corporaciones, el mismo clima represivo de contención salarial y de retención de demandas sociales fue factor decisivo para los industriales nacionales y extranjeros, beneficiados por la intensa explotación de una mano de obra barata y abundante cuya protesta era fuertemente cercenada. El “milagro” también fue inducido por la política nacionalista de la dictadura que imaginaba “integrar” y transformar el país en una potencia internacional: el “Brasil Grande”. Así, amplias inversiones en infraestructura, particularmente en las áreas de transportes, telecomunicaciones y energía, sellaron aquellos años.
El milagro no completó una década: el año de 1973 marcaría un punto de inflexión en la política económica del régimen. El aumento de los precios internacionales del petróleo pactado por los países productores provocó una crisis de dimensiones globales. Ante la inestabilidad internacional, el gobierno de Ernesto Geisel, dictador que asumió el poder en marzo de 1974, decidió “pisar el acelerador” de la economía a fin de garantizar crecimiento, popularidad y fuerza política. El II Plan Nacional de Desarrollo buscó ajustar la economía nacional al nuevo momento de crisis del petróleo, redoblando la apuesta en la industrialización, particularmente en los sectores de bienes de capital y en la infraestructura energética. El gobierno dictatorial de los militares pretendió completar el proceso de industrialización del país. Para ello, echaba mano de variados mecanismos empleados por el Estado de forma autoritaria desde la década de 1930, como la planificación, el proteccionismo y el amplio uso de empresas estatales.
No obstante, esa industrialización acelerada vino acompañada de dos flagelos que marcarían a la economía brasileña durante casi dos décadas: la inflación y el endeudamiento externo. Esos problemas quedaron evidentes cuando dos gigantescas crisis internacionales golpearon de lleno a Brasil: una nueva crisis del precio del petróleo en 1979 y la crisis de la deuda externa latinoamericana de inicios de los años ochenta. Ocurridas durante el gobierno del último dictador, João Batista Figueiredo, en conjunto con las recetas impuestas por el Fondo Monetario Internacional (FMI) provocaron una brutal recesión económica, agravaron el desempleo, diseminaron el hambre y terminaron por amargar definitivamente el humor popular con respecto al régimen militar.
«Modernización conservadora»
La dictadura también buscó redimensionar la cuestión agraria, sin alterar la estructura de propiedad de la tierra, un tema fundamental en los debates políticos de las décadas anteriores. El régimen impulsó una enorme transformación del mundo rural brasileño, promoviendo la conversión de latifundios en empresas, la expropiación de pequeños campesinos, la migración de agricultores, en particular del sur del país — vistos como emprendedores y étnicamente superiores en relación con las poblaciones racializadas —, y la ocupación de nuevas fronteras agrícolas en el Centro-Oeste y la región amazónica –, institucionalizando la relación entre las élites agrarias y las fuerzas conservadoras, una alianza que perdura hasta hoy. La expresión “modernización conservadora” se consolidó como una síntesis de la política económica de la dictadura.
Sin embargo, el ambiente represivo, la censura y la retórica nacionalista del gobierno, la alta concentración de la riqueza, la intensificación de los problemas sociales y la inflación eran denunciados por sindicalistas, intelectuales y sectores de la sociedad civil como el “otro lado” del “milagro”. Aun así, la propaganda oficial difundía una imagen de Brasil del “milagro” como un país prometedor, en el que migrantes rurales, ahora en las ciudades, trabajaban en la construcción civil, en las fábricas, mientras que sus mujeres, como empleadas domésticas en hogares de clase media, serían capaces de adoptar hábitos “civilizados” y “modernos”. Coches Vochos, heladeras y televisores fueron símbolos de aquella época.
A pesar del crecimiento económico y de ciertas fisuras que permitían algo de movilidad social, las profundas desigualdades sociales eran percibidas por millones de trabajadores como la marca dominante del régimen militar y como un denominador común de identidades y demandas hacia finales de los años setenta e inicios de los ochenta. El crecimiento económico aumentó la concentración patrimonial, beneficiando a empresarios, a una clase alta y media dirigente, a profesionales liberales y a los estratos superiores de la burocracia estatal. Las políticas de contención salarial y de represión social redujeron el peso de la masa salarial en el PIB nacional. La dictadura dejaba un país en el que los ricos se volvían aún más ricos y los pobres, aún más pobres. El crecimiento de la inflación a partir de mediados de los años setenta amplió la sensación de pérdida y empobrecimiento.
La dictadura de los generales llegaba al interior de las fábricas, haciendas, sitios de construcción y demás lugares de trabajo como la dictadura de “patrones y capataces”. La experiencia cotidiana del trabajo se dio bajo el temor al despotismo gerencial. El trabajo era percibido como un espacio de sobreexplotación. Ritmos intensos con largas jornadas laborales repletas de horas extras, comúnmente con riesgos a la salud y a la integridad física. En los años setenta, el país llegó a ser el “campeón mundial de accidentes de trabajo”, naturalizados dentro de una lógica de descarte humano y violencias frecuentes.
El fin de aquella década fue marcado por una doble crisis. De un lado, el deterioro del modelo económico de los militares: el agotamiento del “milagro”. De otro, un creciente desgaste político y pérdida de legitimidad. A pesar de todavía controlar el proceso político con una propuesta de distensión lenta y gradual, los militares veían con recelo el crecimiento de la oposición y de la movilización de numerosos sectores sociales demandando el fin del régimen y el regreso de la democracia en la segunda mitad de la década de los años setenta.
La dictadura y una nueva clase trabajadora
La década de los años setenta también fue un momento de profundas metamorfosis en el mundo laboral. Una clase trabajadora más amplia, aún más multifacética y diversa, emergió en Brasil a lo largo de aquellos años. Las transformaciones económicas y sociales que venían desde décadas anteriores, junto con las diversas tradiciones políticas y culturales presentes en el movimiento obrero reconfiguraron los procesos de formación e identidad de clase. Las huelgas a finales de la década y su politización en un contexto de lucha contra la dictadura militar otorgaron visibilidad y reconocimiento a esa “nueva” clase trabajadora, un fenómeno que atravesó múltiples categorías profesionales y regiones del país.
Se trataba, sobre todo, de una clase trabajadora marcada por intensos procesos de urbanización y migración. Si en algún momento de la década de los años sesenta la mayor parte de la población brasileña pasó a residir en ciudades, en 1980 ya el 68 por ciento vivía en entornos urbanos. Las periferias de las capitales y las ciudades a su alrededor – las llamadas regiones metropolitanas – se convirtieron en los lugares “típicos” de residencia de millones de trabajadores. Mientras que las “favelas”, fenómeno aún más antiguo y también estigmatizado por la precariedad, la racialización y la autoconstrucción de viviendas, también se expandieron en aquellos años.
Si bien la “expoliación urbana” fue central en la vida de millones de trabajadores, las periferias y las favelas se convirtieron en espacios fundamentales para la construcción de sensibilidades y sociabilidades, intercambios culturales y la formación de identidades en las que las experiencias de vivienda y trabajo constituían un universo común de lucha por derechos y reconocimiento. No es casual que en estos espacios se desarrollara una intensa vida asociativa y experiencias organizativas que renovaron el repertorio de acción colectiva de la clase trabajadora y su impacto en el espacio público durante la redemocratización y las décadas siguientes.
La clase trabajadora formada en esos años también estaba marcada por las migraciones internas. Se estima que entre 1950 y 1980 casi 40 millones de brasileños vivieron algún tipo de experiencia migratoria, particularmente saliendo de regiones rurales hacia las ciudades. La región Nordeste y el estado de Minas Gerais son conocidos como las regiones de origen de la mayor parte de estos migrantes, especialmente hacia las áreas metropolitanas de las grandes ciudades de la región Sudeste.
Se trataba también de un país joven, con una clase trabajadora joven. Aunque las tasas de natalidad comenzaban a declinar rápidamente, la edad media de la población brasileña en 1980 aún rondaba los 20 años. En ese mismo año, alrededor del 70 por ciento de la población mayor de 15 años no había completado la educación primaria, y la incorporación al mercado laboral era precoz. Era además un mundo laboral con una mayor presencia femenina en el empleo formal. La participación de las mujeres en la Población Económicamente Activa (PEA) en Brasil pasó del 21 por ciento en 1970 a casi el 28 por ciento en 1980. Presionadas por las dificultades del presupuesto familiar y por los cambios en un mercado laboral en expansión, esas jóvenes trabajadoras ocupaban funciones mal remuneradas, con escasas perspectivas de ascenso, socialmente consideradas poco calificadas. Eran despedidas con mayor facilidad, y el matrimonio y la maternidad dificultaban tanto el acceso como la permanencia en el empleo. En 1973, el salario medio femenino era un 60 por ciento inferior al masculino.
A pesar de esta posición subordinada, la presencia femenina en el mercado laboral impactaba las relaciones de género y desafiaba las visiones tradicionales sobre el lugar de las mujeres en la sociedad. La creciente emancipación económica de las mujeres tuvo un papel central en la transformación de los modelos familiares y en la vida pública. No se pueden comprender ni los movimientos de mujeres y la ola feminista de finales de los años setenta, ni la emergencia de los movimientos sociales en general durante la redemocratización, sin entender el papel y la actuación de esas mujeres trabajadoras.
La década de 1970 consolidó la estructuración de un mercado laboral complejo y diversificado. Las políticas desarrollistas del régimen impulsaron la industria de transformación, el sector energético y la construcción civil como pilares de la economía en aquellos años. Los oficios y profesiones en esas áreas crecieron y pasaron a ocupar un lugar particularmente destacado en el mercado de trabajo, con protagonismo de los metalúrgicos, trabajadores de la construcción, del sector energético y del transporte, además de la expansión del funcionariado público en general. La búsqueda por dignidad, respeto y autonomía estaba en el aire en miles de puestos laborales en todo Brasil a fines de los años setenta. Unía a millones de trabajadores que se sentían humillados, oprimidos y explotados. Cuando las primeras fábricas y usinas entraron en huelga, muchos comprendieron que era posible luchar, protestar y reclamar una vida diferente.
En la segunda mitad de los años setenta, incluso bajo la represión dictatorial, una ola asociativa recorría los barrios de la clase trabajadora en Brasil. Sociedades de Amigos del Barrio, asociaciones vecinales, clubes de madres, colectivos de ayuda mutua, grupos que reclamaban salud, educación y transporte público, entre muchas otras organizaciones, componían un mosaico de asociaciones populares que se multiplicaron por todo el país. Fragmentadas, dispersas geográficamente y con prácticas de resistencia cotidianas y pequeñas, estas asociaciones fueron construyendo poco a poco mecanismos de auto reconocimiento e identificación de experiencias comunes que forjaron una identidad colectiva. Durante la redemocratización, ese autodenominado “movimiento popular” comenzó a actuar de manera más amplia, ocupando el espacio público con protestas, manifestaciones y marchas. Y articulándose con líderes de la oposición política, al tiempo que llamaba la atención de las autoridades, particularmente a nivel local.
Los sectores progresistas de la Iglesia Católica tuvieron un papel fundamental en este proceso. Presente en la vida política brasileña desde antes del golpe de 1964, la izquierda católica se tornó hegemónica en diversos sectores de la Iglesia entre finales de los años sesenta y comienzos de los setenta. Fue un actor central tanto en la oposición al régimen militar como en la reconfiguración de la actuación de la clase trabajadora en la esfera pública durante la redemocratización. Como fenómeno internacional, con particular presencia en Latinoamérica, la llamada “Teología de la Liberación” articulaba un conjunto de prácticas y teorías que representaría un giro de la Iglesia hacia la izquierda y un compromiso con la emancipación social. Las comunidades eclesiales de base (CEBs), junto con las pastorales temáticas — obrera, de la tierra, de los pueblos indígenas etc. —, fueron los fenómenos que mejor simbolizaron la acción de la Iglesia Católica progresista en aquellos años.
Sin embargo, no se debe exagerar esa efervescencia asociativa. A pesar del carácter informal de la relación entre los sectores populares y los movimientos sociales, y de la ausencia de cifras sobre las variadas formas de organización, era solo una parte minoritaria de la población la que estaba efectivamente organizada. Las antiguas jerarquías de dominación social seguían siendo muy poderosas y cuestiones como la violencia urbana despertaban reacciones bastante conservadoras y autoritarias, incluso en las periferias y favelas – tema que sería cada vez más explotado por la derecha política en los años por venir. De todos modos, era evidente un salto cualitativo en la participación popular, en la politización de la clase trabajadora y en la construcción de un imaginario colectivo del “derecho a tener derechos”.
Sindicalismo y redemocratización
A finales de la década de 1970, el sindicalismo fue el movimiento social que mejor catalizó la insatisfacción y las demandas populares, al tiempo que articuló una identidad colectiva y un lenguaje común. Y el repertorio de acción colectiva que más visibilidad dio a la presencia de los trabajadores en la arena pública y en las luchas políticas por la redemocratización del país fueron las huelgas masivas extendidas durante el período.
Los metalúrgicos del ABC paulista — nombre dado a un conjunto de municipios industriales en los alrededores de la ciudad de São Paulo — fueron protagonistas de ese movimiento. Desde finales de los años cincuenta, en esa región se instaló un parque industrial en torno a la producción automovilística que, para muchos, era el símbolo de la modernidad capitalista brasileña. Fue allí donde sucesivas huelgas en los años 1978, 1979 y 1980 impactaron fuertemente las luchas sociales y el proceso de redemocratización.
A pesar de la presión patronal y la represión policial, estos paros fueron masivos y cautivantes. En plena dictadura, resultaba impresionante ver a miles y miles de trabajadores, simples “peones”, luchando por sus derechos y desafiando a los militares y a poderosas empresas multinacionales. Las imágenes de las asambleas multitudinarias en el Estadio de Vila Euclides, lideradas por Luiz Inácio Lula da Silva, en ese entonces un carismático y emergente líder popular, eran transmitidas a todo el país por periódicos y canales de televisión recién liberados de muchas de las restricciones de la censura gubernamental.
Pero las protestas de los trabajadores estuvieron lejos de limitarse a los metalúrgicos del ABC. La huelga del ABC y las imágenes de Vila Euclides catalizaron e impulsaron al mismo tiempo una de las más impresionantes olas de huelgas de la historia de Brasil. Además de sectores con una larga tradición sindical, como los trabajadores industriales, del transporte y del petróleo, huelgas de trabajadores rurales, bancarios, empleados públicos, docentes, entre otros, se extendieron por el país, con la participación de millones de personas, a pesar de la presión y los intentos de control por parte del gobierno militar. Solo en 1979, más de 3 millones de trabajadores y trabajadoras interrumpieron sus actividades en algún momento durante las 246 huelgas que sacudieron el país de norte a sur, tanto en las ciudades como en el campo.
A pesar de la recesión económica y de la reducción del número de huelgas, el inicio de los años ochenta fue un momento intenso para el sindicalismo y para los movimientos sociales en general. Fue una época de reorganización e institucionalización. La emergencia pública de las luchas sociales a finales de los años setenta había movilizado a millones de personas y había hecho surgir a miles de nuevos militantes. La oposición al régimen politizó de manera inédita a muchos de esos movimientos sociales. La reorganización partidaria y el ocaso de la dictadura abrieron espacio para nuevos arreglos y alianzas políticas que variaban mucho según el contexto local y regional.
La dictadura, en su crepúsculo, era desafiada por un amplio y diverso abanico de movimientos sociales y políticos. La oposición al régimen era pluriclasista, pero sus sectores más aguerridos y combativos se identificaban como miembros de la clase trabajadora y reclamaban no sólo un Estado de Derecho formal, sino una “verdadera democracia” que reconociera la dignidad del trabajo y los derechos humanos, que combatiera las desigualdades sociales y que construyera un país justo y democrático.
Las diferentes estrategias y voces opositoras confluyeron en un amplio movimiento entre finales de 1983 y 1984. Veinte años después de su instauración por la fuerza, el régimen militar enfrentaba gigantescas manifestaciones políticas en las que millones de brasileños exigían en todo el país el regreso de la democracia. Los movimientos sociales populares y el sindicalismo desempeñaron un rol activo y fundamental en la movilización de las masas durante la campaña por las “Directas Ya”. Pero, al igual que la campaña, fueron derrotados. Se dividieron en diferentes caminos en relación con la articulación política que involucró a sectores mayoritarios de la oposición y a corrientes del régimen dictatorial, y que resultó vencedora en la transición de la dictadura hacia la democracia, llevando al poder la fórmula Tancredo Neves y José Sarney.
El impacto de los trabajadores organizados y de los movimientos sociales en la esfera pública, sin embargo, estaba lejos de agotarse. Aunque muchos analistas, politólogos e historiadores de la redemocratización tiendan a minimizar ese papel, reforzando una visión elitista según la cual la transición política habría sido conducida fundamentalmente en los cuarteles y los despachos, es imposible comprender la historia del país en los últimos 40 años sin entender el papel de la clase trabajadora, sus organizaciones, liderazgos y luchas durante aquellos años.
Este artículo fue traducido del portugués al español por Fernanda Lobo.
Archivado bajo