22 de febrero de 2025

Análisis

¿Cómo desmantelar la ayuda al desarrollo?

DOGE y el Consenso de Wall Street bajo Trump

Con frecuencia se dice que la administración Trump marca el auge de una era de tecnofeudalismo, con el protagonismo de Elon Musk en la Casa Blanca como evidencia contundente de esta nueva etapa histórica. Al mando del Departamento de Eficiencia Gubernamental (DOGE), Musk pretende promover la democracia, mientras ejerce un control antidemocrático sobre el sistema de pagos del Tesoro de los Estados Unidos.

Esto suscita interrogantes sobre si la administración recurre a la intimidación—como sugiere Adam Tooze—orientada a debilitar las instituciones sin la implementación de medidas concretas ni un plan de gobernanza claramente definido.

El desmantelamiento de la Agencia Estadounidense para el Desarrollo Internacional (USAID) constituye un ejemplo paradigmático de esta estrategia. Para los sectores liberales en Estados Unidos, la USAID representa un baluarte de valores progresistas y un instrumento clave para canalizar inversiones públicas esenciales en áreas como los derechos sexuales y reproductivos, la resiliencia climática y los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) en el Sur Global. Diversas voces han defendido a la agencia frente a los embates del Departamento de Eficiencia Gubernamental (DOGE), describiéndola como una fuerza promotora del bienestar global, a pesar de su papel en la promoción ‘discreta’ de los objetivos de poder blando de Estados Unidos. Esta perspectiva ha sido ampliamente respaldada, como lo expresó Bernie Sanders al afirmar: “Elon Musk, el hombre más rico del mundo, está atacando a la USAID, una institución que alimenta a los más pobres.”

Según un informe publicado por Bloomberg a principios de febrero, la Administración Trump contemplaba redirigir parte de los fondos de la USAID hacia la Corporación Financiera de Desarrollo Internacional de los Estados Unidos (DFC), una entidad creada durante su primera administración. Esta corporación tiene como objetivo emplear recursos públicos para apalancar y movilizar inversiones privadas en el extranjero, estableciendo asociaciones estratégicas con inversores institucionales. Como lo sintetizó dicho informe: “El nuevo enfoque vería una reducción de la ayuda humanitaria y un mayor papel de los grupos de capital privado, fondos de cobertura y otros inversores en la proyección del poderío económico, ya que Estados Unidos compite por la influencia y los proyectos estratégicos en el extranjero con China.”

A primera vista, este fenómeno podría interpretarse como un proceso de privatización de la ayuda exterior, caracterizado por la transición de la provisión pública hacia soluciones basadas en el mercado. Sin embargo, una historia subyacente más compleja está en juego. La Administración Trump ha impulsado una agenda menos conocida, aunque cada vez más influyente, dentro de la USAID: la ‘movilización del capital privado’. Este enfoque, que he denominado el ‘Consenso de Wall Street’, constituye un paradigma de desarrollo internacional que, durante la última década, ha sido promovido por instituciones como el Banco Mundial, la Organización de Naciones Unidas y las agencias de desarrollo de los países más industrializados, incluida la USAID durante la Administración Biden.

El Consenso reconfigura el rol del Estado como un facilitador de la inversión privada, mediante diversas subvenciones a los inversores, frecuentemente descritas como “reducción de riesgo”. El desarrollo ya no se concibe como un bien público que deba ser financiado directamente por los Estados, sino como una oportunidad de mercado que debe ser desbloqueada a través de la alquimia de las asociaciones público-privadas (APP), transformándose en proyectos “invertibles” de propiedad privada.

USAID y el Consenso de Wall Street

En su formulación anterior a Trump, el Consenso de Wall Street defendía una visión de lo que denominaba “desarrollo invertible”. Según este modelo, el Estado y las organizaciones de ayuda al desarrollo, incluidos los bancos multilaterales de desarrollo, escoltarían los fondos gestionados por la financiación privada hacia clases de activos de los ODS. Ya sean en educación, energía, sanidad u otras infraestructuras. El Estado reduce el riesgo utilizando recursos públicos—ayuda oficial o ingresos fiscales locales—para mejorar el perfil de riesgo-rentabilidad de esos activos, a menudo descritos como proyectos financiables. En el sector energético, el Estado se compromete a comprar energía privada a precios y/o cantidades predeterminadas que garanticen un flujo de caja fiable para los inversores. Un proceso similar tiene lugar en la sanidad invertible.

En Turquía, por ejemplo, el Ministerio de Sanidad destinó alrededor del 20% de su presupuesto a pagos garantizados para hospitales de asociaciones público-privadas (APP) copropiedad del gestor de activos francés Meridiam, con un coste medio por cama que duplica al de un hospital público. En el sector del agua, el uso de fondos públicos para financiar servicios privados suele reducir el acceso universal al imponer tarifas a las poblaciones más pobres.

“Apalancar” o “movilizar” la inversión privada equivale a otorgar subvenciones públicas a infraestructuras sociales de propiedad privada. Esto implica una nueva política distributiva que transfiere recursos públicos a inversores privados. La lógica lucrativa que sustenta este paradigma de desarrollo restringe el acceso universal a las infraestructuras sociales y propicia violaciones de los derechos humanos. Por ejemplo, Bloomberg informa que hospitales privados financiados con ayuda al desarrollo en África y Asia han retenido a pacientes y negado atención de manera sistemática.

La USAID también ha promovido la “reducción de riesgos de la inversión privada”, un hecho celebrado por su antigua líder, Samantha Power, quien afirmó a finales del año pasado: “En los últimos cuatro años, USAID ha incrementado en un 40% las contribuciones del sector privado a nuestra labor de desarrollo. Por cada dólar de recursos de los contribuyentes que hemos gastado, hemos generado 6 dólares en inversiones del sector privado”.

Cuando la Administración Obama priorizó la seguridad nacional en los programas de USAID, lanzó la iniciativa Power Africa, destinada a mejorar el acceso a la energía en todo el continente africano. En el ahora desaparecido sitio web de USAID, se destacaban varios de sus logros. Entre ellos: la central eléctrica de Azura-Edo de 450 MW en Nigeria, el proyecto eólico del lago Turkana y el proyecto eólico de Kipeto en Kenia, dos de los mayores proyectos de energía renovable del continente. Aunque estos proyectos representan pasos importantes para abordar las deficiencias energéticas críticas del continente, también ilustran una agenda conocida de Wall Street: USAID creó oportunidades para los financieros privados, mientras imponía cargas fiscales significativas a los gobiernos africanos y limitaba las oportunidades de mejora industrial autónoma. Han funcionado eficazmente como un “cinturón extractivo”, canalizando los escasos recursos fiscales de los países del Sur global hacia los inversores del Norte global.

La central eléctrica de gas natural de Azura-Edo, en Nigeria, es quizás el ejemplo más destacado de extractivismo apoyado por USAID a través de la reducción de riesgos. Este proyecto, el primero de financiación privada en el sector energético de Nigeria, fue descrito por el Banco Mundial como “un ejemplo de cómo hemos atraído la inversión del sector privado en el sector energético”. Para ello, el Banco, junto con instituciones oficiales de desarrollo de EE.UU. (DFC), Alemania, Francia, Suecia y los Países Bajos, organizó y desvinculó financieramente los préstamos bancarios al proyecto. Sin embargo, las condiciones fiscales que Azura, actualmente propiedad mayoritaria del fondo de capital riesgo estadounidense General Atlantic, impuso a Nigeria han sido objeto de controversia

El Estado nigeriano, a través de su empresa estatal Nigeria Bulk Electricity Trading, firmó un acuerdo de compra obligatoria por 30 millones de dólares mensuales. Dado que la capacidad instalada de Azura no podía ser absorbida fácilmente por la deficiente infraestructura energética de la red nigeriana, el Estado terminó pagando por una energía que no podía utilizar plenamente. En un juego del gato y el ratón, Azura ha estado amenazando al gobierno nigeriano con activar la garantía parcial de riesgo del Banco Mundial, un instrumento de reducción de riesgos destinado a asegurar que Nigeria cumpla con sus obligaciones de pago hacia los inversores internacionales. Una garantía de riesgo activada se convierte en un préstamo para Nigeria, ya que el Estado que se desliga del riesgo siempre paga, lo que afecta negativamente su calificación soberana. Como dijo un funcionario del gobierno nigeriano en 2024, “el acuerdo fue un gran error”. Sin recursos suficientes para seguir pagando las exorbitantes tarifas a Azura, resumió que «este acuerdo nos está matando». Como era de esperarse, USAID celebró el acuerdo con Azura simplemente como un “éxito”.

Otro éxito es el proyecto de energía eólica del lago Turkana (LTWP). Según USAID, la agencia “está creando un entorno propicio para la energía renovable en Kenia mediante el apoyo a un programa de gestión de la red para ayudar a Kenia con la administración de energías renovables intermitentes”. Entre los socios del sector privado destacan Aldwych, que colabora con el Standard Bank de Sudáfrica, el Banco Africano de Desarrollo y el Nedbank, que han aportado financiación y seguros, así como el Departamento del Tesoro de EE. UU. Entre los principales accionistas figuraban varias entidades públicas nórdicas y Vestas, el fabricante danés de aerogeneradores. Estas entidades vendieron sus participaciones a Anergy Turkana Investments, un gestor de activos estatal sudafricano, y al Fondo de Financiación Climática de BlackRock.

Desde el punto de vista fiscal, el Estado keniano firmó un acuerdo de compra de energía (PPA) de veinte años que compromete a la empresa estatal Kenya Power and Lighting a adquirir la energía eólica generada. Esta desvinculación fiscal de la demanda fue tan generosa con los propietarios del proyecto del lago Turkana que el Banco Mundial retiró su apoyo, subrayando que la cláusula de «take-or-pay» (como en el caso de Azura) obligaría al Estado keniano a pagar por una energía que no podría utilizar. Aunque la red keniana pudiera absorberla, el contrato de veinte años obliga a los contribuyentes kenianos a pagar un precio de 16 sh/kWh, casi tres veces superior al precio de mercado de 5,8 sh/kWh. El parque eólico de Kipeto, ahora propiedad del gestor de activos francés Meridiam, tiene un acuerdo similar de compra garantizada, por el cual Kenya Power se compromete a compensar a Meridiam en dólares estadounidenses, asumiendo así el riesgo cambiario de los inversores privados.

Figura 1: Proyecto eólico del lago Turkana: propiedad y reducción de riesgos fiscales.

El extractivismo codificado por el acuerdo fue tan obvio que, a finales de 2024, una comisión parlamentaria keniana solicitó a la Comisión de Ética y Anticorrupción y a la Dirección de Investigaciones Criminales que investigara el papel de los empleados estatales en la firma del acuerdo de compra de energía entre Kenya Power y LTWP. Finalmente, el gobierno keniano impuso una moratoria a los PPA en el sector energético. Sin embargo, las implicaciones del acuerdo no fueron solo fiscales. Los elevados costos de la energía socavan los esfuerzos públicos por fortalecer la capacidad manufacturera de la economía keniana y generan nuevas fuentes de conflicto político entre los productores de energía de propiedad extranjera, el Estado keniano y los fabricantes locales.

La USAID ha funcionado como un instrumento de ayuda humanitaria tanto como de reducción de riesgos extractivistas. Es así que la agencia ha enfatizado resultados visibles, como las infraestructuras y las inversiones, mientras ocultaba los costos económicos y sociales a largo plazo para los beneficiarios.

DOGE y la ayuda exterior

El título original de este artículo no es mío1. Proviene de un blog de dos financieros trumpistas: Jon Londsdale, alumno de Peter Thiel, y Ben Black. Este último, hijo del cofundador de Apollo Global Management, Leon Black, fue nominado por la administración Trump para dirigir el DFC en su nuevo papel como uno de los instrumentos más agresivos del poder económico estadounidense. Tal y como informa Bloomberg, el DFC se convertiría en el fondo soberano de Trump, con un límite de financiación global de 120.000 millones de dólares, frente a los 60.000 millones de inversión actuales, que ya superan el presupuesto de 40.000 millones de dólares de USAID. Black, abogado formado en Harvard, dirige la firma de capital privado Fortinbras, irónicamente nombrada así en honor al personaje de Shakespeare, a quien Hamlet describe como poseedor de una “ambición divina”. Hijo de un desmantelador de activos, ahora se le ha encomendado la tarea de despojar a USAID de sus compromisos con asistencia humanitaria: esa es la visión de DOGE. 

Irónicamente, el diagnóstico de USAID por parte de los dos financieros se asemeja al de Bernie Sanders, aunque denunciando la política que aparentemente lo impulsa. Según ellos, bajo la administración de Biden, USAID se convirtió en un “programa de dependencia para naciones extranjeras”, un “desvío absurdo de su de misión” que desperdicia el dinero de los contribuyentes en proyectos que han buscado simular una virtud moral en torno a temas como el clima o la igualdad de género, «complaciendo al tema del momento impulsado por grupos de interés”. En su lugar, proponen reorganizar la ayuda exterior con el propósito de “asegurar el acceso a recursos críticos, construir economías de mercado fuertes y promover vías para que el capital privado invierta… respaldados por la financiación del DFC, la minería estadounidense, el transporte marítimo y las empresas dependientes de recursos podrían intervenir, aportando capital y experiencia” a intereses geopolíticos estratégicos como Groenlandia.

Las operaciones de la DFC en 2023 ofrecen una visión instantánea de sus actividades de reducción de riesgos: comprometió alrededor de 10.000 millones de dólares, de los cuales 1.200 millones se destinaron a Ucrania, sin revelar detalles específicos sobre los programas. Sus veinte mayores inversiones superan los 100 millones de dólares cada una. La mayor, por un total de 747 millones de dólares, se destinó al canje de deuda por naturaleza de Gabón. A primera vista, estos proyectos parecen beneficiosos para todos: naciones endeudadas como Gabón reciben alivio de la deuda a cambio de compromisos con la conservación del medio ambiente. Sin embargo, estos canjes externalizan la política medioambiental a agentes externos, como US Nature Conservancy, y crean oportunidades de beneficio para los financieros, como US Bank of America New York, que organizó la emisión de bonos azules. Al mismo tiempo, hacen poco por abordar las causas profundas de la acumulación de deuda, como las relaciones comerciales explotadoras o la volatilidad de los mercados financieros mundiales.

Varios de los compromisos más importantes de la DFC ilustran su papel en la intersección de las prioridades geopolíticas de Estados Unidos y los intereses corporativos estadounidenses. La DFC proporcionó una garantía de 300 millones de dólares a Goldman Sachs para cubrir las posibles obligaciones derivadas del contrato con PKN ORLEN, el gigante petrolero polaco, en su intento de mitigar los riesgos asociados a las importaciones de gas natural licuado estadounidense. Además, comprometió 150 millones de dólares con el fondo de capital riesgo I Squared Climate Fund para inversiones en infraestructura en países como la India, Indonesia, Filipinas, Vietnam, Camboya, El Salvador, Malasia, México, República Dominicana, Perú y Brasil. En otra operación de reducción de riesgos, la DFC comprometió 100 millones de dólares al fondo de capital privado Global Access Fund, que privatiza infraestructuras hídricas a través de APP.

Aunque la segunda administración de Trump pueda parecer caótica en su presentación, algunas partes de su agenda son coherentes. El nuevo gobierno acelerará la desinversión extractivista de USAID a través de la DFC, “echando al triturador” a la ayuda extranjera de la agenda de desarrollo estadounidense, como lo expresó Elon Musk. Es el Consenso de Wall Street con esteroides, dirigido por titanes del capital privado para el capital privado.

  1. El título original del artículo en inglés: “How to DOGE USAID”

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