24 de septiembre de 2025

Análisis

El sentido común anti-climático

Cómo se construyó un nuevo sentido común climático y cómo los ataques de Trump amenazan con deshacerlo

Mientras que las condiciones que llevaron a los demócratas a priorizar una acción climática audaz en 2021 ya se estaban erosionando antes de la elección de Trump, el actual ataque amenaza con llevarnos a un desmoronamiento total. A lo largo de la década de 2010 y entrando en los años 2020, los activistas climáticos lograron conectar creencias sobre el futuro con la construcción de coaliciones que hicieron de la acción climática una prioridad ineludible para el gobierno de Estados Unidos. Se había construido un nuevo sentido común en torno a una sola premisa: el futuro está condicionado por las restricciones del carbono. Esta premisa cohesionó un vasto pero frágil ecosistema de intereses a veces en competencia, alrededor del imperativo de responder con una descarbonización a escala de toda la economía.

Sin embargo, desde 2023 ha venido creciendo el escepticismo sobre los tiempos en que esas limitaciones al carbono serán vinculantes, y se han sembrado dudas sobre la capacidad de la acción climática para cumplir con sus beneficiarios. En todas sus formas, el ataque de Trump a las políticas climáticas busca convencer a los estadounidenses de que las iniciativas climáticas los perjudicarán y, al hacerlo, hacer estallar las coaliciones cuidadosamente construidas que en su momento hicieron posible las acciones climáticas en Estados Unidos. La erosión tanto de la confianza pública en la acción climática como de sus cimientos coalicionales ya está ralentizando el ritmo de la descarbonización. El riesgo es que se consoliden bucles de retroalimentación negativa que desordenen los incentivos y refuercen la demora y la inacción.

Para encontrar una manera de avanzar, hay que comprender cómo se forjó el consenso sobre la acción climática, y cómo tanto las coaliciones de interés como la creencia en un futuro limitado por el carbono están siendo desmanteladas por un sentido común anti-climático.

La creación del nuevo sentido común sobre el cambio climático

Desde el Acuerdo de París de 2015 y el informe del Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático de 2018 —que predijo consecuencias desastrosas si el calentamiento global superaba los 1,5 grados Celsius—, los activistas climáticos moldearon una comprensión del futuro que reconfiguraría el interés propio de los actores en el presente. Entre los parámetros de ese futuro imaginado estaban los siguientes: el calentamiento global es real y antropogénico; a medida que las emisiones se acumulan y las temperaturas aumentan, los sistemas ecológicos y económicos se desestabilizan, anticipando un futuro mucho peor para la civilización humana; la perspectiva de ese futuro, junto con las crecientes señales de él en el presente finalmente obligará a los gobiernos a actuar para restringir las emisiones de carbono de una u otra forma. En otras palabras, el futuro implicaba una forma de limitación del carbono. Al conjunto de estas creencias podemos llamarlo el Nuevo Sentido Común Climático —New Climate Common Sense (NCCS) en el inglés original.

La estrategia y la solución que se derivan del NCCS se enfoca en la descarbonización rápida. La transición hacia una economía baja en carbono está en el interés de casi todos, pues los costos de mitigación y adaptación crecen con la demora, la obsolescencia de activos amenaza tanto a los balances públicos como privados, los primeros actores en un sistema poscarbono tendrán ventaja en un mundo limitado por el carbono, y las perspectivas de vida de la gente común mejorarían drásticamente con un sistema climático más estable. Mientras que consensos previos en la comunidad climática entendían el problema principalmente como uno de acción colectiva, el nuevo sentido común avanzó hacia una teoría de la competencia entre formuladores de políticas públicas, empresas y países por ser los primeros en resolver el futuro poscarbono.

El establecimiento de esta visión en los centros de poder de las élites se difundió rápidamente a mediados de la década pasada. En los niveles más altos de coordinación —juntas corporativas, organizaciones multilaterales, gobiernos nacionales y subnacionales—, el nuevo sentido común se tradujo en nuevas formas de compromiso y, en algunos casos, de acción. Los compromisos de cero emisiones netas proliferaron en el sector corporativo y financiero, siguiendo las Contribuciones Determinadas a Nivel Nacional —Nationally Determined Contributions en el inglés original— del Acuerdo de París. Surgieron ideas para trasladar el poder financiero hacia actividades bajas en carbono, como los criterios ESG —environmental, social, and corporate governance en el inglés original— o la Alianza Financiera de Glasgow para Cero Neto —Glasglow Financial Alliance for Net Zero en el inglés original—. Los gobiernos emprendieron políticas para impulsar la transición energética, incluyendo subsidios a renovables, mercados de carbono, etc. Estas políticas funcionaron como prueba de que el futuro estaba limitado por el carbono, como acelerador de una acción adicional tanto corporativa como gubernamental, y como una apuesta de que el liderazgo produciría seguidores. 

Traducir el NCCS en acción climática concreta exigió imponerse en una lucha política contra todos los intereses opuestos a la descarbonización, cuyo núcleo son poderosos modelos de negocio organizados en torno a la energía y la producción intensivas en carbono. Surgió un nuevo florecimiento de estrategias para trazar un camino, basado en el objetivo de construir una coalición lo suficientemente poderosa como para superar el poder político de este bloque del carbono. Entre una amplia gama de actores, la estrategia emergente fue la de los “cobeneficios”: la producción de alineamientos entre muchas bases sociales que podían perseguir múltiples objetivos a través de la descarbonización. Movimientos sociales, líderes corporativos y formuladores de políticas públicas actuando en el interés nacional podían todos encontrar un punto de convergencia.

Los movimientos sociales juveniles, principalmente Viernes por el Futuro —Fridays For Future en el inglés original— y el Sunrise Movement, acapararon enorme atención mediática al centrarse de lleno en la cuestión de su propio futuro. Nuevos grupos laborales y climáticos promovieron políticas y procesos de organización para proteger a los trabajadores afectados por la descarbonización industrial —la transición justa— y para organizar a los trabajadores en industrias bajas en carbono. El activismo por un Nuevo Pacto Verde —Green New Deal en el inglés original— orientó las demandas discursivas y de movimiento hacia una visión de renovación social, en la que las luchas generacionales contra la desigualdad de ingresos y la estratificación racial podían articularse con la batalla existencial contra el colapso climático.

El interés corporativo se forjó a través de la acción combinada de formuladores de política pública y del activismo empresarial. Aquellos con ciertos activos de carbono que podían volverse plausiblemente verdes —como las compañías eléctricas y los fabricantes de automóviles— podían recibir “acuerdos de descarbonización” en forma de subsidios, mercados garantizados, etc. Estos podían aceptar el trato siempre y cuando actuaran en línea con el nuevo sentido común —que describía un futuro inevitable de desarrollo tecnológico, creciente demanda de consumidores y regulación gubernamental—. Adicionalmente, los gigantes multinacionales de la industria del petróleo y el gas comenzaron —aunque de manera cuestionable— a apostar por dejar los combustibles fósiles y orientarse a tecnologías de transición como la captura de carbono, el hidrógeno, etc. Mientras tanto, la caída de los costos de las energías renovables —el costo nivelado de la energía solar cayó a la mitad entre 2010–2015, y de nuevo a la mitad entre 2015–2020— alentó el despliegue y reforzó el argumento del sentido común de que la transición no se trataba tanto de sacrificios como de quién cosecharía los beneficios de una era inevitable de energía abundante y asequible. La acción climática pasó a ser vista, cada vez más, como el preludio de un inminente auge de inversiones.

Mientras tanto, las élites de política exterior del Partido Demócrata —absorbiendo el rechazo electoral al establishment liberal con la victoria de Trump en 2016— se fueron inclinando cada vez más hacia el clima como una pieza clave de una estrategia de renovación liberal. El líder tecnológico mundial, siendo el mayor emisor histórico y el país más poderoso, podía estimular a otros países a actuar y proveer la tecnología y el financiamiento necesarios para la transición. Los miembros de esta comunidad llegaron a la conclusión de que el cambio climático representaba el mayor desafío del mundo, pero también una oportunidad para que Estados Unidos demostrara un liderazgo constructivo en el escenario global y posicionara su economía a la vanguardia de una próxima revolución tecnológica. En esa línea, estos países comenzaron a vincular la inversión pública en la lucha climática con un ataque a la desigualdad económica interna, con el fin de revertir los daños económicos y políticos de la desindustrialización. Cabe destacar que, en su ensayo programático de febrero de 2020 sobre este tema, Jake Sullivan y Jennifer Harris argumentaron que una transformación en la política económica doméstica era fundamental para el éxito de la política exterior estadounidense, y que la acción climática era un factor clave que conectaba ambas dimensiones.

La teoría coalicional era la de bucles de retroalimentación positiva. Al reducir el costo de la transición de modelos económicos y empresariales basados en el carbono hacia otros no carbonizados, al generar beneficios sociales que hicieran de la acción climática algo electoralmente popular, y al persuadir a los actores de que el futuro estaría efectivamente limitado por el carbono, todos tendrían mayores incentivos para prepararse a esa realidad. Cada paso dado en respuesta solidificaba la creencia de que el futuro sería bajo en carbono y aumentaba los costos percibidos de la inacción. Esta teoría del cambio contribuyó a la centralidad sin precedentes del clima en las elecciones de 2020. Para el inicio de la temporada de primarias en 2019, este sentido común era hegemónico dentro del Partido Demócrata, al punto de que uno de los factores principales de debate entre los candidatos presidenciales era cuán agresivos serían en la lucha contra el cambio climático.

Sentido común y consenso

El nuevo sentido común afirmaba el imperativo de la descarbonización y avanzaba una teoría de transformación basada en cobeneficios. No obstante, en un nivel más fundamental, el consentimiento y la acción de actores influyentes se basaban en el reconocimiento de tres macrotendencias: el ascenso de China como potencia económica y tecnológica, las perturbaciones económicas y políticas en las economías avanzadas desde la Gran Crisis Financiera, y la inevitabilidad del cambio climático mismo. Todos estos desarrollos —China, las crisis del capitalismo democrático y el clima— interactuaban y se moldeaban entre sí. Por ejemplo, el “choque chino” fue culpado de la desindustrialización y del ascenso del populismo entre los trabajadores manuales. Adicionalmente, la acción climática fue enmarcada ya sea como un espacio de cooperación entre Estados Unidos y China, o, cada vez más, como una razón para priorizar la política climática en clave de competencia con China.

Estas tendencias sentaron las bases para romper con la ortodoxia política entre los demócratas líderes. La idea de que la rectitud fiscal había perjudicado sus perspectivas políticas —en particular, que la limitada respuesta fiscal de 2008 había contribuido a la elección de Trump— era ampliamente compartida. Impulsados (sorprendentemente) por el propio Larry Summers, quien en 2013 resucitó la idea keynesiana liberal de la “estancamiento secular”, y por la ausencia de inflación en respuesta a la laxa política fiscal del primer mandato de Trump, los demócratas empezaron a preguntarse si no habían sobredimensionado las lecciones de la década de 1970.

La radicalización del Partido Republicano —y el ascenso de Bernie Sanders y un ala “populista” entre los demócratas— sugirió que el bipartidismo tibio y la teoría del votante mediano ya no eran políticamente ganadores. Adicionalmente, el extraordinario desarrollo económico de China desató un pánico competitivo, y un renovado interés en la política industrial que, a la luz del fracaso anterior del comercio de emisiones de carbono —carbon emission trading o cap-and-trade en el inglés original—, pasó a ser vista como un vector central para la acción climática.

La crisis del Covid-19 generó un nuevo sentido de urgencia y de posibilidad. Los atascos en las cadenas de suministro y la súbita visibilidad de las redes de producción globales confirmaron los argumentos sobre política industrial y resiliencia económica doméstica. La reacción frente a la depresión económica causada por el Covid-19 hizo comunes los llamados a estímulos fiscales masivos y revitalizó la posibilidad política de gasto público en todo tipo de necesidades sociales. Luego, el 6 de enero de 2021, la toma del Capitolio logró convencer temporalmente a los demócratas nacionales de que podían y debían actuar de manera partidista para abordar las crisis presentes: Covid, clima, desigualdad y justicia racial, según lo anunció Biden en su discurso inaugural.

Para los primeros días de la administración Biden, los líderes demócratas estaban persuadidos de que algo parecido a una “política industrial verde” —con disposiciones a favor del trabajo y de la justicia ambiental, junto con un conjunto de expansiones clave del Estado de bienestar— sería la llave maestra para enfrentar un conjunto de crisis que iban mucho más allá del cambio climático. Reflejando los deseos de las partes constitutivas de la coalición, se pensaba que un gran gasto fiscal verde podría revitalizar la economía estadounidense, reducir la desigualdad, avanzar en la equidad racial y apuntalar la democracia americana.

La trayectoria desde el American Jobs Plan hasta Build Back Better y finalmente la Ley de Reducción de la Inflación —Inflation Reduction Act (IRA) en el inglés original— es, a estas alturas, bien conocida. No obstante, vale la pena retomar el hecho de que la magnitud y el número de crisis que los demócratas creían que la acción climática podía abordar —respaldados por la alineación dramática en torno al nuevo sentido común climático— los llevó a priorizar el clima por encima de prácticamente cualquier otra prioridad, cuando sus ambiciones iniciales fueron recortadas por Manchin y Sinema a finales de 2021.

Gobernar con el sentido común

El diseño de políticas de la IRA reflejaba la teoría del nuevo sentido común climático. Se desarrollaron intervenciones alineadas con las metas de París, la más significativa centrada en créditos fiscales para electricidad limpia neutrales en tecnología, fijados hasta que las emisiones cayeran un 75 por ciento respecto a los niveles de 2022. El gobierno asumió un papel amplio en la planificación de financiamiento, tecnología e inversión en infraestructura —a través de créditos fiscales de inversión y producción sin tope, y de la expansión masiva de la autoridad crediticia del Departamento de Energía— con el objetivo de direccionar la transformación de todo el sistema energético de Estados Unidos. Se adjuntaron bonificaciones por salario prevaleciente y programas de aprendizaje a los créditos fiscales de la IRA, incorporando por primera vez estándares laborales en el código tributario y conectándolos con la inversión baja en carbono. Se ofrecieron acuerdos de descarbonización no solamente al sector automotriz y eléctrico, sino también a la industria y la agricultura, conteniendo en parte la oposición de esos sectores. Se promovió la manufactura doméstica, al igual que la idea de certeza empresarial a largo plazo, respaldada por la garantía de que se estaban realizando inversiones sostenidas para enfrentar el problema climático.

Estas políticas estaban diseñadas para afianzarse en una economía política hostil al cambio climático. Las regiones centrales de la coalición del carbono recibieron la mayoría de los nuevos flujos de inversión, bajo la convicción de que futuros congresos y administraciones republicanas serían poco propensos a revertir políticas que estaban apoyando directamente la inversión y los empleos en sus distritos. Los impactos iniciales fueron considerables: el capital parecía efectivamente “concentrarse” en sectores de energía limpia, y la utilización de subsidios superó las estimaciones de la Oficina de Presupuesto del Congreso —Congressional Budget Office en el inglés original—, lo que sugería que, a pesar de los esfuerzos de Manchin, el “gran gasto fiscal verde” estaba efectivamente en marcha. Junto con las acciones regulatorias estatales y federales que señalaban un nuevo impulso hacia la descarbonización tras los subsidios de la IRA, el NCCS estaba siendo afirmado y fortalecido, y los bucles de retroalimentación positiva parecían listos para activarse.

La Nueva Farsa Verde

La derecha política y el núcleo duro del bloque del carbono arremetieron contra el nuevo sentido común. Proliferaron campañas poderosas y puramente ideológicas. El impulso fue especialmente fuerte en los estados controlados por republicanos, donde se dieron medidas para anular leyes climáticas locales y boicots contra actores del sector privado, representando la amenaza del llamado “capital woke”, que supuestamente discriminaba contra sus estados, y campañas de desinformación de base para desacreditar toda la agenda. Encontrando su terreno en la guerra cultural, la derecha enmarcó la acción climática cada vez más como un ejercicio de ingeniería social coercitiva de “lunáticos de la izquierda radical” que odian a Estados Unidos.

Entre los demócratas, los acontecimientos que comenzaron ya en 2022 plantearon dudas sobre si la descarbonización era realmente la jugada maestra económica, política y geopolítica que parecía ser en 2021. La primera incomodidad surgió tras la invasión rusa de Ucrania, cuando disminuir los precios de la energía se convirtió en un imperativo político interno y el gas natural licuado —liquefied natural gas (LNG) en el inglés original— estadounidense apareció para muchos como fuente tanto de poder como de abundancia en el escenario mundial. El empleo pleno, la inflación más alta en cuarenta años y el fin de la política de tasas de interés cero de la Reserva Federal cuestionaron parte de las justificaciones económicas y político-económicas para un gasto verde masivo, especialmente en el orden de prioridades entre creación de empleo y asequibilidad entre las principales preocupaciones del electorado, al tiempo que hacían más difíciles las cuentas de muchas inversiones en descarbonización. La irrupción de la inteligencia artificial generativa a finales de 2023 estalló la percepción general sobre lo que haría falta para descarbonizar la red eléctrica. En conjunto con una ansiedad creciente respecto a la competencia con China, la IA apareció cada vez más como una causa de “realismo” en relación con el ritmo de la descarbonización. El éxito de BYD subrayó la creciente brecha con China en tecnología limpia y alimentó el temor de un “segundo shock chino”, esta vez directamente vinculado a la descarbonización.

Mientras tanto, crecían las dudas sobre si se estaban materializando los cobeneficios prometidos de la acción climática. La administración hablaba consistentemente de “buenos empleos sindicales”, pero relativamente pocos de los empleos manufactureros, en particular, estaban encaminados a ser sindicalizados. Comentaristas y activistas se preguntaban si los problemas de procedimiento y los esfuerzos por vincular beneficios locales directos a los proyectos estaban ralentizando el ritmo de inversión y, por lo tanto, dilatando el plazo en que un conjunto más amplio de personas experimentaría los cobeneficios (“todo en uno”) de la acción climática. Si Harris hubiera derrotado a Trump, estas preguntas habrían marcado el terreno de la política climática durante su administración. Con la victoria de Trump, se convirtieron en las fisuras que la nueva administración explotaría en su intento de deshacer lo que habían logrado los activistas climáticos, la administración Biden y los demócratas en el Congreso.

La campaña presidencial de Trump en 2024 hizo de la “Nueva Farsa Verde” —Green New Scam en el inglés original— un tema central. Cuando Trump y el Partido Republicano conquistaron la Casa Blanca y el Congreso quedó claro que habría luchas y retrocesos. Sin embargo, había factores contrapuestos anclados en la IRA: cientos de miles de millones de dólares en inversiones y cientos de miles de empleos, en su mayoría ubicados en distritos republicanos y dependientes de créditos fiscales de la IRA. El auge de la IA estaba disparando la demanda de electricidad: eliminar los créditos fiscales a las energías limpias encarecería la energía precisamente en el momento en que tanto las grandes empresas como la gente común la querían abundante y barata. Adicionalmente, el compromiso bipartidista con la competencia frente a China exigiría apoyo estatal a posibles empresas competidoras en Estados Unidos. 

Nada de esto ha impedido hasta ahora que la administración Trump cancele unilateralmente cientos de contratos de subvenciones vinculados a programas de la IRA, en línea con las primeras órdenes ejecutivas del presidente dirigidas contra la diversidad, la equidad y la inclusión —Diversity, Equity and Inclusion (DEI) en el inglés original—. Los créditos fiscales de la IRA —por lejos la mayor fuente de músculo fiscal verde— quedaron atrapados en la lucha por renovar los recortes tributarios de Trump de 2017 y el resto de la agenda legislativa doméstica del presidente durante la primera mitad de este año. Más de dos docenas de congresistas republicanos expresaron públicamente su deseo de mantener la mayoría o todos los créditos fiscales. Su oposición a recortarlos estaba respaldada por grandes lobbies empresariales, sindicatos, funcionarios locales electos y más. No obstante, la combinación del fiscalismo radical de grupos como el House Freedom Caucus, la animadversión personal de Trump, la inclusión de muchas otras medidas que esos mismos republicanos deseaban (entre ellas, incluso mayores regalos fiscales para los más ricos que los de la ley de 2017), y el férreo control de Trump sobre todo el Partido Republicano significó que todos esos republicanos que hubieran querido mantener los créditos simplemente cedieron y votaron por un proyecto de ley que los desmanteló en gran medida, aun sabiendo que la pérdida de los créditos infligiría un dolor económico real a trabajadores y empresas en sus distritos.

La devastación del sentido común

Desde las últimas semanas de la batalla por Una Gran y Hermosa Ley —One Big Beautiful Bill (OBBB) en el inglés original—, cuando radicales como Chip Roy se aliaron con charlatanes como Alex Epstein para montar un ataque frontal contra las energías renovables, el otrora consenso republicano del “todo vale” en materia energética ha sido reemplazado por un asalto total contra todo lo relacionado con el clima, incluida una política de discriminación activa contra la energía solar y eólica en particular. Con el respaldo del secretario de Energía Chris Wright, la posición espuria pero oficial de la administración Trump es ahora que la energía solar y eólica dañan activamente la red eléctrica al requerir costosas inversiones en transmisión y respaldo. Además, se sostiene que el despliegue de energías limpias juega a favor del dominio sectorial de China, debilitando la posición de Estados Unidos. En un movimiento que recuerda a una versión distorsionada del activismo anti-oleoductos, la administración Trump ha revocado permisos a proyectos eólicos que estaban completados en un 80 por ciento. 

Actualmente existen pocas contrafuerzas significativas. La amplia coalición de sociedad civil, sectores importantes del capital y el Partido Demócrata que se unió para aprobar un programa de apoyo público a gran escala para la descarbonización no ha logrado, hasta la fecha, montar una respuesta eficaz a este ataque. Parte de esa incapacidad refleja el miedo agudo que Trump ha infundido en todo tipo de actores poderosos, quizá especialmente —y, de forma más chocante, dado que aún hablamos de Estados Unidos— en los líderes de grandes corporaciones estadounidenses y multinacionales. Otra parte refleja un cambio de prioridades entre algunos actores que antes eran puntales de la coalición. Los gigantes tecnológicos, por ejemplo, todavía preferirían apoyo federal a una energía limpia más barata. Sin embargo, los compromisos de cero emisiones netas de Silicon Valley ya les estaban creando problemas a medida que el auge de la IA disparaba su demanda eléctrica. A medida que estas firmas enfrentan una competencia cada vez más intensa con empresas chinas, están ansiosas por mantenerse en buenos términos con la Casa Blanca y no ven alternativa a incrementar su consumo de energía basada en carbono, mientras su demanda total de electricidad crece en un asombroso 25 por ciento cada año. La NCCS se debilita inevitablemente cuando incluso los sectores del capital más dispuestos a una economía post-carbón demuestran con sus decisiones de inversión y compra que el ritmo de descarbonización difícilmente alcanzará sus metas anteriores.

A un nivel más profundo, sin embargo, las acciones emprendidas por Trump y el Partido Republicano parecen calibradas precisamente para destruir el nuevo sentido común climático. El gobierno de Estados Unidos declara ahora, con seguridad y orgullo, que el país no se descarbonizará. Empresas, estados y gobiernos locales estadounidenses, así como gobiernos extranjeros, enfrentan discriminación abierta y económicamente perjudicial si su actitud hacia el carbono diverge de la visión de la Casa Blanca. ¿Cómo no habría de convencer esto a muchos actores dentro y fuera de Estados Unidos de que, como mínimo, el ritmo de descarbonización será mucho más lento de lo que se creía apenas unos pocos años atrás? Ante esa transformación de percepciones sobre cuándo se restringirá el carbono, es de esperarse que muchos actores busquen protegerse. Y en esas coberturas se encuentra un grave debilitamiento de la coalición climática. Por supuesto, cuanto más débil sea la coalición, más se erosionará la NCCS, a medida que se activen los bucles de retroalimentación negativa.

Vaivenes de la acción climática

En la situación actual, veremos ritmos de descarbonización más lentos en todos los sectores que los que habríamos visto en un mundo donde se mantenía el statu quo de política de 2024. Ya estamos viendo cancelaciones de proyectos —como la fábrica de baterías e hidrógeno de la empresa australiana Fortescue que, irónicamente, iba a instalarse en la antigua planta de Fisher Body en Detroit— y seguramente habrá más. Habrá menos empleos en energía limpia y, lo más probable, mayores precios para la electricidad.

La eliminación de créditos fiscales de la IRA significa que todos deben considerar la probabilidad de nuevos vaivenes, lo que socava los bucles de retroalimentación que consolidaban el nuevo consenso. Mercados domésticos más reducidos para tecnología baja en carbono dificultarán el liderazgo empresarial en sectores clave; las compañías que estaban optando por estrategias mixtas de descarbonización se cubrirán aún más, especialmente en un entorno político de discriminación hiperactiva contra la energía limpia. Además, empresas en sectores descarbonizables podrían decidir apostar directamente por un futuro sin restricciones de carbono, particularmente aquellas que no buscan ventas fuera del mercado estadounidense.

¿Qué sucede en los estados? La década de 2010 vio cómo la acción climática estatal contribuía a bucles de retroalimentación política positivos. Sin embargo, el retiro del apoyo federal a la descarbonización a mediados de la década de 2020 exacerbará las presiones ya existentes para dar marcha atrás en las metas climáticas. La eliminación de créditos fiscales llevará a las empresas de servicios públicos a presionar por planes de recursos integrados menos ambiciosos, lo que añadirá aún más presión sobre los estados para relajar mandatos. Los recortes catastróficos a Medicaid y el Programa Asistencial de Nutrición Suplementaria —Supplemental Nutrition Assistance Program (SNAP) en el inglés original— en la ley OBBB probablemente tendrán prioridad sobre llenar los vacíos de financiamiento federal a la energía limpia para los legisladores estatales demócratas. Así como las políticas estatales ambiciosas ayudaron a construir el nuevo sentido común climático, un retroceso en políticas estatales, si ocurre, lo debilitará.

Podrían avecinarse más espirales negativas. Por ejemplo, los responsables de la política climática han recurrido cada vez más al uso de la intensidad de carbono en el comercio como una forma de proporcionar incentivos para la descarbonización. El Mecanismo de Ajuste en Frontera por Carbono de Europa —Carbon Border Adjustment Mechamism (CBAM) en el inglés original— impondrá un arancel sobre la intensidad de carbono de las importaciones para igualar los costos que los productores europeos deben pagar por los certificados de emisiones en su Sistema de Comercio de Emisiones. Y se cita con frecuencia como una razón por la que conviene a las empresas estadounidenses descarbonizar. En las recientes “negociaciones” comerciales entre Estados Unidos y la UE, la parte estadounidense presionó por exenciones al CBAM para los productores nacionales, y parece haber obtenido al menos una concesión retórica. En lugar de utilizar el comercio como un vector para avanzar en la descarbonización, la administración Trump está convirtiéndolo en un arma para usar contra la descarbonización. Ya las fortunas de los productores de combustibles fósiles de Estados Unidos se ven ampliadas por la imposición de Trump de compras energéticas en acuerdos comerciales con Japón y la UE.

La IRA fue promulgada justo después del punto álgido de la ruptura de los demócratas con la ortodoxia de la política fiscal. La idea de usar el poder fiscal del gobierno federal para una acción climática agresiva era un punto de consenso notable. Incluso antes de la aprobación de la OBBB, las tasas de interés más altas hacían imposible ignorar el costo fiscal de déficits presupuestarios anuales equivalentes al 6 por ciento del PIB. Casi con toda seguridad, la OBBB empeorará ese panorama fiscal, asegurando tasas de interés más altas en el futuro y una enorme presión por consolidación fiscal sobre cualquier futura administración demócrata y sobre el Congreso. Usar el poder fiscal para la descarbonización será probablemente más difícil de vender en 2029 que lo fue en 2021. Quienes hoy deben apostar por la dirección futura de la política tendrán eso en cuenta.

Incluso antes de la aprobación de la OBBB, partes del establishment demócrata de política exterior comenzaron a cuestionar si la descarbonización servía realmente al poder estadounidense. Varun Sivaram, que trabajó con el enviado climático John Kerry y más recientemente en asuntos gubernamentales de la gigante danesa de energía eólica marina Ørsted, publicó un llamativo artículo en Foreign Affairs titulado “Realismo climático”, y fue citado en el NY Times diciendo: “La transición energética es en realidad muy mala para Estados Unidos, porque cedemos terreno geopolítico y económico a un rival como China”. La pérdida del establishment de política exterior como parte de la coalición de defensa del clima puede significar un compromiso más débil con la descarbonización en un futuro momento de gobierno demócrata, y podría erosionar aún más la NCCS.

Todo esto está ocurriendo mientras la administración Trump incinera la credibilidad de Estados Unidos como contraparte con la que empresas, países o incluso el propio Congreso estadounidense puedan firmar acuerdos confiables. El daño de esta forma de gobernar mediante la extorsión probablemente será duradero, porque, tras haber elegido a Trump no una sino dos veces, no hay actores en Estados Unidos que puedan prometer de manera creíble a sus contrapartes que una futura administración no volverá a hacer exactamente lo mismo.

Los sectores descarbonizables quieren que el gobierno pague tanto como sea posible por su descarbonización. Sin embargo, esto nunca resulta gratis para las empresas. Estas quieren asociarse con el gobierno de Estados Unidos porque las condiciones son atractivas y por la NCCS; ven la descarbonización como un valor que contribuye a su interés propio a largo plazo. No obstante, ¿qué sucede cuando el gobierno estadounidense no solamente zigzaguea en la política, sino que abiertamente cancela acuerdos de reparto de costos? ¿Querrían estas empresas asociarse con el gobierno en el futuro? ¿Qué nivel de subsidio y de garantías exigirían para participar, dado que, nuevamente, Estados Unidos en su conjunto no puede prometer que no volverá a elegir presidentes como Trump? ¿Podría nuestro sistema político aceptar los términos que podrían exigir? Incluso si de alguna manera la NCCS no se estuviera erosionando en todos los demás aspectos, la evisceración trumpista de la credibilidad de Estados Unidos frente a su propio capital elevará el precio de futuros pactos de descarbonización, ya de por sí más costosos debido a las restricciones fiscales, a la reducción de mercados y al tiempo perdido. Pactos de descarbonización más caros significan menos pactos y, por ende, menos descarbonización. Este es otro modo en que se erosiona la NCCS.

Terreno quebrado

Los tres años transcurridos desde 2022 han servido para debilitar las creencias sobre cuán restringido estará el carbono en el futuro y, por lo tanto, cuán rápido avanzará la descarbonización. Para algunas empresas y responsables políticos, el riesgo de quedarse atrás en un mundo restringido por el carbono ahora se sopesa frente a los riesgos de perder en un mundo que se descarboniza mucho más lentamente. Cuanto más se retrasan, más retienen activos de carbono, menos tienen que ganar con políticas de descarbonización adicionales, y menos apoyan la acción climática. Estos desarrollos constituirán obstáculos significativos para una renovación de la política climática ambiciosa incluso si el actual “anti-sentido común” climático se rompe en unos pocos años. Todos los que deseamos ver tal renovación debemos idear estrategias resilientes frente a estos obstáculos.

Al mismo tiempo, existen algunos factores que pueden constituir vientos de cola para una renovación de la acción climática. Un breve balance de estos factores atenuantes podría sugerir algunos caminos hacia adelante.

El primero es el costo: la energía limpia es barata. El gas se está volviendo más caro, especialmente a medida que Estados Unidos redobla su compromiso con el gas natural licuado y los fabricantes de turbinas son reacios a aumentar capacidad. Un gas más caro significa que la energía eólica —y especialmente la solar— resultan más atractivas para cubrir la demanda marginal de energía, sobre todo cuando se combinan con almacenamiento, para el cual sobrevivieron los créditos fiscales neutrales en tecnología. Diseñar y vender políticas climáticas con un fuerte enfoque en cómo pueden abordar el alto costo de vida podría mantener o aumentar el apoyo a la acción climática. El costo de la energía también probablemente será un punto débil para la administración Trump, y podría abrir espacios para persuadirla de moderar al menos parcialmente su política de discriminación desenfrenada.

El segundo son los mercados. Incluso mientras la política estadounidense paraliza el crecimiento de los mercados domésticos de tecnologías limpias, muchas empresas estadounidenses creen que su éxito a largo plazo depende de su capacidad para competir en los mercados de donde se espera que provenga la gran mayoría del crecimiento futuro. En esos mercados, la política no está girando contra la energía limpia, y las empresas chinas parecen bien posicionadas para dominar. Esta realidad probablemente limitará la medida en que, por ejemplo, los fabricantes de automóviles estadounidenses se retiren de los vehículos eléctricos.

El tercero son las cadenas de suministro, cuya vulnerabilidad fue un poderoso motor detrás de la IRA. En la medida en que los actores estadounidenses crean que las tecnologías limpias tendrán algún papel en la futura matriz energética, es probable que persista el impulso de relocalizar esas cadenas de suministro. Cualquier asociación de la energía limpia con empleos manufactureros atenuará los esfuerzos por penalizarla y limitará la medida en que se erosione la NCCS. El hecho de que el crédito fiscal 45X para manufactura avanzada (que otorga un subsidio por unidad a los componentes solares, eólicos y de baterías producidos domésticamente, así como a los minerales críticos) sobreviviera en gran parte al intento de derogación de la IRA es una fuerte evidencia de esta afirmación, y la supervivencia del 45X brindará cierto alivio a la manufactura de tecnologías limpias en el futuro previsible.

El cuarto es la “empresa limpia” —clean firm en el inglés original—. Los créditos fiscales “tecnológicamente neutros” para energía limpia sobrevivieron en su mayoría, salvo para la solar y la eólica. Si la fuerte demanda de energía y el debilitamiento de la ventaja de costos de la energía solar ayudan a estimular la demanda por “empresas limpias” (geotermia, nuclear, gas con captura y almacenamiento de carbono —carbon capture and storage (CCS) en el inglés original—) entonces quizá veamos una disminución de las emisiones y algunos bucles de retroalimentación positiva para una mayor acción climática, especialmente si Estados Unidos logra mantener una ventaja tecnológica en al menos algunas de estas fuentes de energía. Parece haber una actividad continua de empresas emergentes y apoyo de capital de riesgo para nuevas tecnologías energéticas. Si hay algún potencial de contar con el gobierno estadounidense actual como socio en energía libre de carbono, está aquí.

El quinto es el propio cambio climático, que no se preocupa por el sentido común que guía a los formuladores de políticas públicas. Los fenómenos meteorológicos extremos ocurrirán con mayor frecuencia y causarán más daños. La realidad y la probabilidad futura de estos fenómenos solamente repercutirán más en los mercados de seguros, y a través de ellos en los precios de la vivienda, los impuestos prediales, los servicios de los gobiernos locales y los presupuestos estatales. (Por supuesto, nunca podemos asumir de manera sencilla que experimentar los efectos adversos del cambio climático convertirá a las personas en partidarios más firmes de la acción climática. Que lo haga o no es una suposición política que la derecha política está preparada para disputar, por supuesto).

El sexto es la política industrial, cuyo regreso no parece estar desapareciendo, aunque los objetivos hacia los cuales se está orientando cambien. El acuerdo con MP Materials, que convirtió al Departamento de Defensa (¿de Guerra?) en el mayor accionista de la empresa de tierras raras, es una fuerte señal de que el gobierno de Estados Unidos seguirá utilizando herramientas de política industrial de maneras nuevas y creativas, algunas de las cuales, quizá, podrían aprovecharse en el futuro.

Finalmente, está Trump mismo; está constantemente rompiendo acuerdos prestablecidos. Con su estridente retórica en torno a los aranceles y los precios, bien podría haber contribuido a cierta contención de precios y reducción de márgenes por parte de las empresas estadounidenses. Como en el caso del acuerdo de MP Materials, y aún más llamativamente con Intel, ha roto las normas que rodean la propiedad pública. Algún día el zapato de la “acción de oro” —golden share— estará en el otro pie, y los defensores de una acción climática agresiva podrían tener herramientas que antes no creían posibles para dirigir la inversión hacia los fines deseados.

No obstante, estos factores se enfrentarán a poderosas fuerzas centrífugas que amenazan con dividir aún más la coalición. En particular, quienes buscamos maneras de frenar y, en última instancia, revertir el ataque de la era Trump contra la acción climática, probablemente enfrentaremos las disyuntivas que el gran gasto verde fiscal nos permitió aplazar en 2021–2022.

Grietas en el Nuevo Sentido Común Climático

La pérdida de subsidios aumentará significativamente las presiones de costos sobre los desarrolladores de energía solar y eólica y sobre los fabricantes de tecnología limpia (ya que todos competirán por mercados más pequeños, y habrán perdido disposiciones como los requisitos de ensamblaje y minerales críticos en los créditos fiscales para vehículos limpios y el bono de contenido nacional en los créditos de electricidad limpia, que estaban diseñados para nivelar el campo de juego para los productores estadounidenses). La forma final de un nuevo régimen arancelario aún es completamente desconocida, al igual que sus efectos sobre los precios internos. Los aranceles podrían brindar un colchón frente a la presión de costos para algunos fabricantes de tecnologías limpias, pero probablemente asfixien a otros.

Ante estas presiones de costos, se espera que las empresas busquen maneras de reducir estándares laborales y limitar la sindicalización, presionen con más fuerza por la desregulación y se retiren de compromisos de “beneficios comunitarios”. Un sector de capital verde más despiadado, que ofrezca menos cobeneficios junto con las inversiones de descarbonización, aumentará la ansiedad de muchos trabajadores respecto a que la transición será mala para la calidad del empleo, y la preocupación de muchas comunidades de que el desarrollo económico ocurre a su costa. Será más difícil lograr un acuerdo de unidad entre un sector así y la coalición social y electoral que ganó sus subsidios.

Las tensiones en la red eléctrica por los centros de datos y otras nuevas fuentes de demanda de energía ya estaban generando presión para relajar los objetivos legales de energía limpia a nivel estatal. La pérdida de subsidios federales y regulaciones federales probablemente exacerbe esas tensiones, ya que las empresas de servicios públicos buscarán trasladar el costo de la energía solar y eólica más cara a los usuarios, y las industrias buscarán alivio de los requisitos estatales sobre el esquema de comercio de emisiones. Los presupuestos estatales más ajustados, previamente mencionados, aumentarán la probabilidad de conflictos del tipo “economía vs. medio ambiente” incluso en bastiones de acción climática, con usuarios, trabajadores industriales, beneficiarios de Medicaid y otros enfrentados contra el gasto climático en una lucha por recursos escasos.

¿Qué hacer?

La acción climática va camino a ser más lenta, menos capaz de ofrecer cobeneficios y más plagada de disyuntivas y conflictos distributivos. Cada uno de estos factores es una amenaza para la acción climática futura y erosiona el nuevo sentido común climático. Puede ser imposible que la comunidad climática evite que alguno de estos desarrollos ocurra en los próximos años; casi con certeza es imposible evitar que ocurran todos.

Vamos a lidiar con una política de la escasez. En tal entorno, minimizar las divisiones dentro de la coalición que forjó el NCCS y ampliar la base de apoyo político para la acción climática es imperativo. Sin embargo, hacerlo puede significar aceptar un ritmo más lento de acción climática en algunas circunstancias, lo que plantea la tarea de garantizar que un ritmo más lento de progreso a corto plazo no se traduzca en conductas de resguardo que dificulten una acción más ambiciosa en el mediano plazo. Esto puede implicar buscar enfoque y eficiencia en nuestras intervenciones políticas. ¿Qué políticas ofrecen el mayor impacto al menor costo? ¿Hay ciertas inversiones relacionadas con el clima que sean especialmente populares o políticamente significativas, alrededor de las cuales se pueda priorizar una acción defensiva? ¿Existen oportunidades no solamente para atraer capital, sino para obligarlo a invertir de ciertas maneras? ¿Podemos ser más creativos con el financiamiento? ¿Podemos mejorar en la integración de la acción climática en otras áreas de política más relevantes para la gente común (por ejemplo, vivienda)? ¿Qué oportunidades existen para aprovechar la escala, mediante acciones coordinadas entre estados alineados con el clima? ¿Qué tipo de coordinación transnacional puede ayudar a evitar que se establezcan bucles de retroalimentación negativa (ya que muchos otros países enfrentan presiones similares)?

Es improbable que la comunidad climática se alinee en torno a una sola respuesta a todas estas preguntas. No obstante, y quizá con algo de suerte, un análisis compartido de los desafíos que enfrentamos puede ayudar a forjar una mayor unidad de propósito. Más allá del diseño de políticas, parece urgente volver a comprometerse con la construcción de movimientos como condición previa para la acción climática. Lo que las corporaciones y las élites políticas creen que son sus incentivos no es algo directo, sino que está modelado por los movimientos. El mundo ha cambiado de muchas maneras, pero la necesidad de que las personas en Estados Unidos y en todo el mundo se levanten por un futuro en el que todas las personas puedan prosperar nunca ha sido mayor.

La postura presentada acá pertenece al autor y no representa a BlueGreen Alliance o sus aliados.

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