Colombia se encuentra en un complejo proceso de debate sobre la posibilidad de llevar a cabo una transformación agraria, una que determinaría la dinámica del uso y la propiedad de la tierra, además de aliviar la pobreza y la miseria rural. Dada la intensidad de la violencia y el conflicto armado en las regiones rurales y fronterizas del país, esta transformación está vinculada con, pero no necesariamente limitada a la “reforma rural integral” del Acuerdo Final de 2016 entre la que entonces era la principal guerrilla del país, las FARC, y el gobierno de Juan Manuel Santos. A la vez, podríamos estar presenciando el inicio de un nuevo ciclo de violencia, con la removilización de paramilitares y disidencias de las FARC y la persistencia de otra guerrilla, el ELN, en su saga de ya cerca de seis décadas.
Esto guarda una fuerte analogía con lo que ocurrió a principios de la década de 1960. El país entonces salía de un ciclo de confrontación, conocido como La Violencia, que duró aproximadamente entre mediados de la década de 1940 y finales de la de 1950, y que causó una cantidad inenarrable de destrucción y sufrimiento. Además, ya existía un conjunto de organizaciones armadas, aparte de una fuerte agitación en el campo. Esas organizaciones se basaban en las experiencias anteriores del recién terminado ciclo de la Violencia, pero adoptaban a toda velocidad nuevas ideologías, métodos de organización y formas de operar. ¿Cómo responder al fenómeno? Los tomadores de decisiones, los distintos sectores políticos y sociales, tenían en esencia dos clases de respuestas y por tanto dos caminos para tomar. Una de ellas era una política de reforma e inclusión social. La otra era una respuesta concentradora y represiva. En Colombia se terminó optando por la segunda ruta.1Es el argumento principal del libro Tierra, Guerra, Política, de mi autoría (Taurus, 2025)
Eso empujó al país al camino de la guerra civil (contra)insurgente, es decir, a un nuevo ciclo de violencia que comenzó en algún momento entre mediados de la década de 1970 y comienzos de la década de 1980. Y sólo se acabó alrededor del 2016-2017 con el Acuerdo de Paz con las FARC.
Naturalmente, la analogía entre lo que sucedió entonces y lo que podría pasar ahora, tiene, como todas las analogías históricas, muchas limitaciones. El país es hoy mucho más urbano que lo que era entonces. Ha habido un cambio tecnológico enorme. Participan en la vida pública nuevos sectores sociales, comenzando por las mujeres, que en la década de 1960 apenas habían adquirido el derecho del voto y cuya presencia en la política era todavía incipiente. Colombia tuvo que haber aprendido algo de los océanos de sangre derramados en los dos anteriores ciclos de violencia, que suman más de siete décadas. Los grupos armados no corresponden ni al ideal guerrillero del pasado, ni al formato del paramilitarismo del anterior ciclo de guerra. Eso de hecho nos acerca bastante a lo que estaba sucediendo en la década de 1960; pero los cambios actuales van en una dirección bastante distinta de los de entonces.
Aún así, comprender cómo terminamos metidos en la guerra insurgente, pese a todas las señales de alarma que recibían el sistema político y los tomadores de decisiones de entonces, es importante. La cuestión es intrínsecamente interesante y se puede sintetizar en las siguientes preguntas: ¿cuál es el origen de nuestra guerra insurgente, que está claramente anclada entre la década de 1960 y comienzos de la de 1980? ¿Puede atribuirse o no a la desigualdad agraria?
Esa relación causal ha informado mucho del debate y de las políticas públicas en estos años. Por ejemplo, Collier 2 Collier Paul, Anke Hoeffler (2002): “Greed and Grievance in Civil War”, The World Bank, WPS/(<)a href='http://2002-01.en'(>)2002-01.(<)/a(>) En: https://ora.ox.ac.uk/objects/uuid:7c6ea647-eb62-4bb2-ba18-4267010e4913/download_file?safe_filename=2002-01text.pdf&file_format=application%2Fpdf&type_of_work=Working+paper planteó de manera célebre que las guerras civiles estaban motivadas por la codicia. De manera mucho menos genérica y más interesante, Zukerman Daly 3 Zukerman Daly Sarah (2014): The Dark Side of Power-Sharing: Middle Managers and Civil War Recurrence, (<)em(>)Comparative Politics(<)/em(>), 46(3), pp. 333-353 planteó que el conflicto colombiano resultó de la incapacidad del sistema político de absorber a los miles de especialistas en la guerra que se habían formado durante el período de La Violencia. ¿Se sostiene la aserción de que caímos en una nueva guerra por causa de las desigualdades agrarias? ¿Hay suficiente evidencia como para decir que esa relación es plausible y para exhibir los mecanismos que condujeron de esas desigualdades a proyectos armados estables y sostenibles, como las principales guerrillas del país (FARC, ELN, EPL, M19)4Las guerrillas rurales colombianas a las que hago referencia aparecieron entre 1964 y 1967, salvo el M19, de origen urbano, que fue creado en 1974. y los paramilitares?
Yo argumento que sí, y que entender los orígenes del conflicto armado colombiano que comenzó a mediados de la década de 1970 requiere entender las diferentes formas de desigualdad agraria extrema que caracterizaron al país desde la década de 1960. Entender los orígenes del conflicto colombiano implica considerar el fracaso del reformismo agrario en esa época, así como las respuestas que se dieron a la agitación agraria del periodo.
El campesinado antes de las reformas
A finales de la década de 1950, el país acababa de salir de La Violencia, una confrontación entre los dos grandes partidos del país en ese momento, los liberales y conservadores, desatado o al menos profundizada por el asesinato del líder liberal Jorge Eliecer Gaitán en 1948. El conflicto con cientos de miles de muertos a sus espaldas (para un país de nueve millones de habitantes) y una cifra también enorme, que aún desconocemos, de desplazados. Las principales víctimas de los salvajes ataques contra los civiles, que provinieron de los dos bandos, fueron los campesinos. El escenario central de la confrontación fue el campo colombiano. Cuando la violencia cesó un poco, los campesinos empezaron a movilizarse para demandar tierra, acceso a bienes estatales básicos y protección a sus vidas.
Enfrentaban en ese momento cuatro grandes formas extremas de desigualdad. Primero, una gran concentración de la tierra. Afortunadamente, hubo expertos del período que hicieron las mediciones apropiadas, según las cuales el Índice Gini colombiano para 1960 estaba por encima de 0.8.5 Soles, R. (1974) Rural Land Invasions in Colombia. (<)em(>)Land Tenure Center Research Papers, (<)/em(>)66. En la actualidad, está alrededor de 0.9 (además, con posibles subestimaciones). Segundo, la alternativa a la redistribución que promovieron diferentes facciones políticas y gremios de la producción fue la colonización. Ellos tienen la responsabilidad política de haber ampliado la frontera agraria sin dotación de servicios ni infraestructura, para evitar la redistribución. En tal frontera, muchos campesinos se pudieron hacer de un pedazo de tierra. No obstante, quedaron expuestos a una precariedad permanente, con pocos o ningún servicio público, y sin carreteras para acceder a los mercados, ni centros de salud o escuelas. Tercero, la representación del campesinado estuvo muy bloqueada en el período. Por tanto, sus demandas no se pudieron tramitar institucionalmente. Cuarto, los campesinos fueron la gran víctima de La Violencia. La probabilidad de sufrir un ataque letal era para ellos mayor. Para muchos políticos y sectores de las élites, la victimización de los campesinos era un costo que se podía asumir para mantener la estabilidad del país.
Mientras los campesinos comenzaban a enfrentarse a estas formas de desigualdad, los liderazgos de los partidos Liberal y Conservador, que chocaron durante La Violencia, se habían puesto de acuerdo para compartir el poder durante un arreglo institucional que se llamó Frente Nacional (1958-1974). Su creación se formalizó con un plebiscito, que obtuvo una mayoría aplastante: el país estaba hastiado de la violencia. Pero la tarea estabilizadora no era fácil. Esos liderazgos enfrentaron de manera inmediata el problema de cómo reaccionar frente a la destrucción masiva que tuvo lugar durante La Violencia y frente a la intensa agitación agraria que se estaba viviendo.
En esencia, podían responder con reformas o con represión, o con una combinación de ambas. El contexto internacional caracterizado por varias revoluciones, comenzando por la cubana de 1959, un masivo proceso descolonizador, una iglesia católica que había adoptado un giro progresista, una política estadounidense que ya no asociaba inmediatamente el reformismo agrario al comunismo,6 En Estados Unidos, la Alianza Contra el Progreso estableció en su reunión de Punta del Este de 1961 que la reforma agraria entraría dentro del listado de instrumentos entre otros factores, generaban un clima benevolente a la reforma. La memoria de los horrores de La Violencia también. Por eso, no debe extrañar que muchos sectores de las élites políticas se mostraran a principios de la década de 1960 favorables a la reforma. Creían que podía estabilizar el país, promover el desarrollo, contribuir a pagar deudas sociales, ampliar el alcance territorial del estado, y contener el avance de la subversión.
La tormentosa trayectoria reformista
La percepción generalizada de que la redistribución de la tierra era un instrumento fundamental para enfrentar la agitación agraria y la movilización campesina permitió que se hicieran dos esfuerzos en esa dirección, en 1961 y 1968.
En 1961, bajo el gobierno de Alberto Lleras, se sentaron las bases para una institucionalidad agraria, lo que incluyó la creación de una agencia nacional—en este caso, el INCORA o Instituto Colombiano de Reforma Agraria—y se establecieron pisos y techos para el tamaño la propiedad rural, dos medidas fundamentales para una reforma agraria propiamente dicha. Sin embargo, los techos eran exageradamente altos (las propiedades rurales mayores a 2.000 hectáreas no adecuadamente explotadas podrían pasar a manos del Estado). Además, las élites rurales y otros sectores adversos a la reforma tenían asiento en el INCORA y limitaron eficazmente su accionar. Aunque varios de los instrumentos institucionales creados en la reforma de 1961 tuvieron una larga vigencia, sus efectos redistributivos fueron exiguos.
Esto generó un profundo malestar tanto entre los campesinos como entre los partidarios de la reforma. Por ello, el presidente Carlos Lleras (1966-1970) hizo de la reforma agraria uno de los núcleos de su programa. Y, en efecto, ya desde la campaña tuvo un equipo de expertos que quiso impulsar un programa reformista que tuviera efectos tangibles. Ese esfuerzo cristalizó en la Ley 1 de 1968. Aunque esta se presentó como una continuación de la de 1961—en la que Carlos Lleras también había jugado un papel protagónico desde el Congreso—contenía importantes innovaciones. Fortalecía figuras para la redistribución. Y en esta segunda fase del reformismo se creó la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos (ANUC), como un instrumento de movilización campesina y apoyo a la reforma. La idea subyacente es que un “movimiento de pinzas”, constituido por la acción desde arriba de un ejecutivo activista, y la acción desde debajo protagonizada por los campesinos, podría superar las resistencias de las élites agrarias y generar efectos redistributivos reales.
La ANUC se convirtió en un movimiento agrario gigantesco, con cientos de miles de afiliados y una enorme capacidad de organización y movilización. No tiene muchos parangones en América Latina y el hemisferio occidental. Acudió sistemáticamente a las tomas de tierras, aunque también tuvo una capacidad bastante impresionante de negociación con los políticos, los latifundistas y el Estado. Por lo demás, una parte significativa del funcionariado estatal, sobre todo del agrupado en el INCORA, vio con simpatía la actividad de la ANUC y colaboró con ella. Todo esto fructificó en una oleada de tomas de tierras que comenzó en 1970 y se prolongó hasta 1973. Acciones que no molestaron a todo el funcionariado; parte de él, incluidos sectores de la dirigencia, hizo saber que la veía con buenos ojos. Esto fue de la mano de un esfuerzo real pro-reforma desde el Estado.
Todo ello aumentó significativamente los efectos redistributivos de la reforma. Nótese cómo esta segunda fase de las reformas “frentenacionalistas” al menos moderó algunas de las desigualdades críticas que afectaban al campesinado, como el acceso a la tierra y sobre todo la representación. La ANUC se convirtió en una voz campesina con perfiles propios, exigente y poderosa. En la medida en que Carlos Lleras enfatizó la redistribución dentro de la frontera agraria, en lugar de la colonización, el envío de los campesinos a territorios en donde la precariedad absoluta era la norma, al menos no se profundizó.
Naturalmente, este proceso también llevó a la histeria a las voces que se oponían a la redistribución. Ellas se habían manifestado de manera temprana, ya con la de 1961, de una manera agresiva proponiendo abiertamente la defensa armada y privatizada de la propiedad contra los campesinos, así como también contra las agencias estatales que propiciaban la reforma, convirtiéndose en el foco de los ataques de los defensores del status quo. Con la movilización campesina, los llamados a soluciones homicidas contra ella se multiplicaron.
El hundimiento del reformismo
En el momento en que la ANUC llegaba al pico de su actividad y su fuerza, a principios de la década de 1970, las condiciones para sacar adelante la reforma se habían deteriorado significativamente. En lo internacional, las tensiones de la Guerra Fría estaban creciendo y eso empujó a que Estados Unidos perdiera su interés en promover el reformismo latinoamericano. 7Gradin, G. (2007) (<)em(>)Empire’s workshop: Latin America, the United States, and the rise of the New Imperialism. (<)/em(>)Nueva York: Owl Book. En lo nacional, la oposición a la reforma entre sectores con gran poder había crecido significativamente. Con un campesinado altamente movilizado, cuyos liderazgos habían tomado un claro giro a la izquierda, ¿qué tanto se sostenía la justificación antisubversiva de la reforma?
Además, el Frente Nacional establecía una alternancia forzada entre liberales y conservadores. Para las elecciones de 1970, el candidato del Frente, Misael Pastrana, quien había sido ministro de gobierno de Alberto Lleras, se enfrentó a Rojas Pinilla, el general que dio un golpe de Estado en 1954. Hay indicios fuertes de que el gobierno de Lleras distorsionó el resultado electoral. Esto, junto con el estancamiento de las reformas, profundizó la deslegitimación del Frente Nacional y la rabia de numerosos sectores que se habían movilizado en el período, pero que no habían encontrado espacio para tramitar sus demandas.
Esto generó un círculo vicioso. Un sector importante de las élites, y de las agrarias en particular, se había convencido de la necesidad de impulsar alguna clase de reforma para prevenir la revolución. Ante el auge de la movilización campesina, aquellos sectores encontraron esa promesa cada vez menos creíble. Aunque Pastrana mantuvo al principio algunos de los principales liderazgos que abogaban por mantener el curso de acción redistributiva, encontró cada vez más difícil entenderse con la ANUC. Su visión del país y del desarrollo le apostaba más bien a la migración rural-urbana y a la colonización de regiones.
Esto fue lo que a la postre se impuso en 1972, gracias al Pacto de Chicoral (una localidad arrocera del departamento del Tolima), en el cual se discutió ampliamente el futuro de la reforma y la visión del desarrollo del campo colombiano. Allí se hundió la reforma. Fueron invitadas al evento casi todas las facciones de los partidos tradicionales, así como los gremios de la producción. Pero no la ANUC. Cuando ésta protestó por dicha exclusión, el por entonces ministro de Agricultura Hernán Jaramillo Ocampo contestó que la presencia de la ANUC no era necesaria, pues los campesinos estaban representados a través de estructuras multiclasistas como los partidos y los gremios. Les dijo, en esencia, que en realidad sí habían estado allí, pero que no se habían dado cuenta. La brutal exclusión de la representación campesina, que había tenido un breve paréntesis, volvía con toda su fuerza. La institucionalidad del país no había sido capaz de lidiar con ella.
Los liderazgos agrupados en Chicoral estaban jugando con fuego. La combinación el modelo concentrador y represivo adoptado en Chicoral, y las exclusiones masivas que se requirieron para culminar toda la operación, tuvieron lugar en un país aún afectado por los fuertes legados de la Violencia, lleno de materiales explosivos, y en el que múltiples desigualdades agrarias ofrecían a los actores armados oportunidades para desarrollar su actividad.
Las rutas del conflicto
En efecto, en Colombia se habían formado varias agrupaciones guerrilleras de inspiración marxista o nacionalista revolucionaria. En eso, Colombia no constituye excepción alguna. Fue un fenómeno continental. Sin embargo, en toda Sudamérica la mayoría de esas insurgencias terminaron siendo derrotadas. La especificidad colombiana es que pudieron sobrevivir y desarrollarse.
En principio, podría creerse que la desigualdad agraria contribuyó poco o nada para que esto sucediera. En efecto, hay algunas otras potenciales explicaciones. El país estaba, como hoy, lleno de especialistas en violencia, que los procesos de paz que impulsó el Frente Nacional no pudieron absorber (entre otras cosas por el saboteo de élites que también estaban bombardeando a la reforma). Su removilización implicó que al frente de los proyectos armados había gente con una larga experiencia de lucha irregular, con muchos éxitos en su haber. Sabían combatir al Estado con las armas en la mano, y sabían que se le podía ganar.
Como tampoco lo son los cierres políticos del Frente, su distancia cada vez mayor de la población, y su generación de un sistema político autorreferido que parecía incapaz de sacar adelante los cambios que había prometido, un fenómeno que los contemporáneos llamaron “inmovilismo”. Sin nombrar el efecto desmoralizador de la terrible opacidad de las elecciones de 1970. Sin embargo, cuando se examinan en detalle tanto las relaciones sociales detrás de la desigualdad agraria como los fenómenos armados que terminaron sobreviviendo y desarrollándose, queda claro que la desigualdad agraria es una variable fundamental para entender los orígenes del conflicto colombiano.
Guerrillas y paramilitares
El conflicto colombiano no es solo el resultado de grupos excluidos decidiendo que era hora de tomar las armas para impulsar sus demandas o programas. También es el resultado de sectores privilegiados que decidieron que era fundamental para ellos tener el acceso directo a los grandes medios de violencia, para responder por mano propia a desafíos que consideraban existenciales. No fue que una de las rutas causara a la primera. Las dos interactuaron permanentemente en el camino que nos condujo a la confrontación abierta.
Por ejemplo, la demanda desde sectores privilegiados por la respuesta violenta a los campesinos, pero también a los conatos de reforma agraria del Frente Nacional, precedió a la creación de las guerrillas marxistas. También, a propósito de la instalación de cultivos ilícitos en el país, varios sectores, sobre todo hacendados ganaderos, rechazaron apasionadamente la presión que recibían desde abajo, en la forma de movilización social, toma de tierras, y también amenazas como el abigeato y el secuestro.
Demandaron el acceso privado a los grandes medios de violencia, y plantearon la necesidad de una respuesta homicida a los intentos de redistribución: no solamente a los promovidos por los campesinos, sino incluso a los impulsados por el Estado. Desde el principio, sectores de éste fueron receptivos a tales demandas. Sin embargo, tanto dentro del Estado como fuera de él había múltiples posiciones.
Dentro del ejército coexistían fuerzas que favorecían la reforma agraria, y otras que promovían la institucionalización de la doctrina de la seguridad nacional mediante estructuras autoritarias que incluían a toda la población. Algo análogo a lo que se desarrolló en otras partes de América Latina. Pero la opción que terminó imponiéndose fue la “autodefensa hacendataria”, en la que confluían tanto las demandas regionales de hacendados y otros sectores por el acceso a los grandes medios de violencia, y la oferta estatal. Esta solución resultó compatible con la política competitiva y a la vez con ataques extraordinariamente violentos contra la población civil, a un nivel no contemplado por algunas de las dictaduras más feroces del continente. Allí están las semillas de horrores inenarrables que vivieron los colombianos (y sobre todo los campesinos) en las décadas siguientes.
Pese a muchas de sus similitudes (inspiración en el marxismo, crítica a las élites políticas y económicas, justificación de la lucha armada) las guerrillas que a la postre sobrevivieron fueron muy distintas entre sí, desde el punto de vista social, histórico e ideológico. Lo que llegaron a ser las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia), la principal guerrilla del país, es el resultado de una movilización armada de una corriente campesina de profundas raíces en regiones bajo la influencia del Partido Comunista de inspiración pro-soviética. Esa movilización en principio se proponía la “autodefensa de masas” y la resistencia a los ataques gubernamentales a sus territorios, no la revolución. En el centro del programa de las FARC estaba la lucha contra la concentración de la tierra y su redistribución. Solamente después de muchas idas y venidas las FARC llegaron a convertirse en el formidable ejército que resultó ser el principal desafío al Estado entre la década de 1980 y 2016.
El Ejército de Liberación Nacional (ELN) y el Ejército Popular de Liberación (EPL) trataron de rebasar a las FARC a la izquierda ideológica. Rechazaban su lógica de la autodefensa territorial, que consideraban reformista y asociada a la vía soviética de coexistencia pacífica entre socialismo y capitalismo. El EPL fue la expresión armada de una disidencia del partido comunista, el PCML, que al principio abrazó el maoísmo. El PCML conquistó bases campesinas en la Costa Caribe, y trató de entrar dentro de la ANUC y el movimiento estudiantil. El ELN, por su parte, surgió de la columna José Antonio Galán, un grupo de menos de veinte personas, con fuerte presencia estudiantil, que fue a entrenarse política y militarmente en Cuba. Aunque no tenía raíces profundas en ningún sector social, su retórica pública que combinaba radicalismo, rechazo de la política convencional (incluida, claro, la electoral) y unía la esperanza de un cataclismo transformador con una reconversión personal y la construcción del “hombre nuevo”, resultó atractiva para varios sectores, incluyendo a católicos radicalizados.
Ni el EPL ni el ELN, ni tampoco el Movimiento 19 de Abril (M19) tuvieron un gran desempeño militar. Tampoco surgían de un movimiento campesino de raíces profundas. Sin embargo, no puede decirse que su aparición, desarrollo y supervivencia estuvieran completamente desligados ni de la desigualdad agraria que vivía el país ni de las grandes luchas sociales por las que estaba pasando. El ELN ilustra esto de manera particularmente clara. Después de su creación, tuvo dificultades para crecer, y recibió numerosos golpes militares. Sin embargo, logró atraer a Camilo Torres Restrepo, un sacerdote carismático y analista social, quien había creado un movimiento político de gran alcance: el Frente Unido. Torres fue muerto en combate en 1966. Después, el ELN entró en un oscuro período de purgas internas que culminó con una aparatosa derrota militar en Anorí, Antioquia, en 1973. ¿Cómo pudo entonces sobrevivir?
El ejemplo araucano
Diezmado tras la derrota de Anorí y desmoralizado por sus continuas purgas el ELN vio partir a su líder Fabio Vásquez Castaño rumbo a Cuba, mientras de su guerrilla quedaba solamente la sigla y pequeños grupos dispersos en busca de una manera de reconstituirse.
Pero lo lograron. Parte de la respuesta proviene del poder de la retórica pública del ELN. Otra parte fundamental proviene de la creación de una base social sólida en el piedemonte araucano, una región fronteriza con Venezuela en el nororiente del país. Aunque el ELN no se puede reducir a Arauca, su presencia allí ha sido fundamental para su pervivencia y desarrollo. Según Carlos Velandia, a lo largo de los años, Arauca ha proveído al ELN el 60 por ciento de su militancia.8 Velandia, C. (2021) (<)em(>)Mi contribución a la verdad del conflicto. (<)/em(>)ABCPaz. Si pensamos en influencia política, finanzas y control territorial, el porcentaje podría ser aún mayor.
Pero la experiencia araucana muestra de manera bastante transparente el papel de la desigualdad en la capacidad de supervivencia de las guerrillas colombianas, incluso en este caso extremo del ELN. Dicha capacidad fue desarrollada por una red de intelectuales que se instalaron en el piedemonte tratando de promover un cambio revolucionario. Los fundadores tenían una relación apenas precaria con el ELN; el principal de ellos, Raimundo Cruz, veía en esa guerrilla la expresión más consecuentemente revolucionaria que había en el país. Pero, como dice quien llegaría a ser el jefe del ELN, el cura Manuel Pérez, la relación era apenas de aprecio y admiración. Cruz no volvió a relacionarse con el ELN. En cambio, junto con otros, logró crear un apoyo campesino serio con base en un trabajo meticuloso, que logró captar a una amplia base social y a casi toda la dirigencia de la ANUC de la región.
Los campesinos del piedemonte araucano habían recibido tierra y alguna infraestructura por parte del INCORA en el contexto de uno de los programas de colonización de la reforma agraria. Sin embargo, las dotaciones de bienes públicos fueron desde el principio precarias, y se volvieron cada vez más escasas. En 1972, los campesinos hicieron un paro regional. El gobierno llegó a un acuerdo con ellos, pero incumplió. Las manifestaciones de insatisfacción se hicieron cada vez más frecuentes. Ante ellas, el general Matallana, una de las estrellas de la inteligencia colombiana, recomendó dejar “que se cocinaran en su propia salsa”: el Estado debía concentrarse en las regiones estratégicas (Un par de años después, se descubriría en Arauca enormes reservas petroleras).
El equipo dirigente de esa insatisfacción campesina se transformó en el Frente Domingo Laín. Eso se puede comprobar casi que nombre por nombre. Y ahí logró articularse orgánicamente al ELN (después, eso sí, de matar a algunos de sus padres fundadores), lo que permitió revitalizar al movimiento.
Al márgen de los casos presentados de las FARC y el ELN, una investigación realizada junto con el equipo del Observatorio de Tierras encuentra que revisando bases de datos de los censos generales agrarios entre 1951 y 1973, junto con información sobre las trayectorias de los grupos insurgente, es plausible concluir, combinando ejercicios cuantitativos y evidencia histórica, que los municipios con un proceso de colonización dirigida o espontánea fueron un nicho más favorable a la presencia guerrillera que los demás. Las insurgencias tenían en esos territorios de frontera agrícola ventaja sobre el Estado, el cual carecía de capacidades para influir a la población y no proveía ni servicios ni bienes públicos. Esto es cierto para cada grupo armado (FARC, ELN y EPL), pues en cada caso se encuentra una relación positiva, aunque con dinámicas diferenciadas, entre desigualdad, colonización y conflicto armado.
Dos casos parecerían mostrar sólo aparentemente el contraste de un intento por des-ruralizar el conflicto colombiano. El del M-19, que se gestó desde principios de la década de 1970 para protestar por el robo de las elecciones de ese año y para forzar por la vía armada una apertura democrática. El M-19 criticaba a las guerrillas ruralistas ya establecidas por su marginalidad, su insensibilidad frente a la democracia y su carácter hosco y consular (es decir, su relación con las múltiples fracturas del movimiento comunista internacional).
Se proponía participar en la gran política, sin la jerga doctrinaria entonces de rigor, y hablarle a la opinión pública colombiana en términos comprensibles. Cosechó en efecto grandes éxitos políticos, pero recibió duros golpes militares, que lo llevaron a tratar de reinventarse como guerrilla rural, más agresiva y dura. Ahí perdió mucho de su brillo original, hasta que acordó su desmovilización con el gobierno de Virgilio Barco, firmada en 1990. En la paz recuperó su capacidad de apelación amplia, al contrario de lo que sucedió con las demás guerrillas. El hoy presidente, Gustavo Petro, fue militante de este movimiento.
También el del EPL, originalmente maoísta, que era en muchos sentidos todo lo que el M-19 rechazaba: ferozmente doctrinario, inicialmente agrarista, no intentaba ni agradar ni ablandar su mensaje. Era el brazo armado del flamante Partido Comunista Colombiano Marxista-Leninista. Sin embargo, aprovechando otra ruptura internacional, más bien esotérica, esta vez entre el comunismo chino y el albanés (de cuyo lado estuvieron, pues denunciaban el acercamiento cada vez más claro de China a Estados Unidos), se reconstituyó en la región de Urabá (Antioquia), renunciando al maoísmo, y buscando nuevas bases sociales, que encontró sobre todo entre el proletariado agrícola de Urabá. Eso lo mantuvo anclado aún en el mundo de la colonización y de la producción agraria.
Como se ve, ambas experiencias, de buen o mal grado, terminaron articulándose al mundo y a los conflictos rurales. Su comprensión no debilita, sino que fortalece la idea de que nuestro conflicto está anclado en la desigualdad agraria.
Lecciones del pasado
Los orígenes del conflicto insurgente colombiano han sido ardientemente debatidos. Sobre la base de evidencia masiva evaluada sistemáticamente, creo que no se puede entender de dónde salió el conflicto sin tener en cuenta las cuatro desigualdades abismales que afectaron al campesinado colombiano: concentración de la tierra; la creación de espacios de exclusión vía colonización; el cierre, muchas veces deliberado, de espacios de representación; y la probabilidad de ser víctima de ataques letales desde los grupos dominantes. Esas desigualdades causaron que tanto sectores del campesinado como de las élites rurales accedieran a los grandes medios de violencia, y la interacción entre ellos generó duras dinámicas de radicalización.
Queda claro que ni las guerrillas ni los paramilitares surgieron de la nada. No operaron ni se desarrollaron en un vacío político y social. Se apoyaron en bases sociales y auditorios, así como en operadores políticos concretos, frente y junto a los cuales guiaron su acción.
Comprender el problema como una cuestión de política, de combinación de estructura y agencia, nos lleva aún a otra conclusión fundamental: el bloqueo brutal del reformismo creó las condiciones ideales para que el país recayera en un nuevo ciclo de conflicto. Deslegitimó la idea de que podían producir cambios dentro de la institucionalidad, orientó al país a un camino de desarrollo agrario concentrador y represivo, y cerró de un portazo la representación de sectores sociales que ya estaban movilizados. Jugar con fuego nunca ha sido buena idea, pero como esta constatación simple se olvida con alarmante frecuencia, es bueno recordarla con base en precedentes y en evidencia masiva. El ciclo de confrontación insurgente fue un resultado, no un destino. Esa conclusión es cierta para el periodo analizado y lo sigue siendo hoy, cuando se aventura un nuevo proceso de reformismo agrario.
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