29 de febrero de 2024

Análisis

¿Paz Total?

Negociaciones entre el gobierno de Gustavo Petro y el ELN

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La llegada a la presidencia de Gustavo Petro en Colombia marca un punto de inflexión en su historia democrática, por ser la primera presidencia de izquierda al frente del gobierno, pero también por el papel central que le otorga a la paz dentro de su agenda política. El conflicto armado colombiano es el más violento de la historia del siglo XX (y XXI) de América Latina. Ha dejado más de 450 mil muertes, 50 mil secuestros y 8 millones de desplazamientos. Aparte, es el más longevo, pues inicia a mediados de los sesenta, y buena parte de sus raíces se remontan a los años cincuenta. Además, en el tablero de la violencia colombiana ha desembocado decenas de guerrillas, disidencias y facciones a las que se añaden estructuras paramilitares, violencia extrajudicial del Estado y cárteles de la droga. 

El proceso de paz que impulsó el presidente Juan Manuel Santos con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo (FARC-EP) (2012-2016) se vio severamente debilitado por las resistencias gubernamentales del presidente Iván Duque (2018-2022), el predecesor de Petro, a las condiciones del acuerdo. Gustavo Petro, por la otra mano, realiza una apuesta que funciona como una suerte de paz completa que, de partida, integra al Ejército de Liberación Nacional (ELN), pero también a las disidencias de las FARC-EP surgidas tras 2016 y, asimismo, grupos herederos del paramilitarismo tras la entrega de armas de 2005. Estas negociaciones transcurren en un momento de erosión de la seguridad en el país, no solo por los niveles de producción cocalera de las últimas décadas, sino por la existencia de más de medio centenar de organizaciones armadas.

Hoy el ELN es más fuerte que antes, dispone de más recursos armados y presenta una presencia territorial mucho mayor a la que tenía hace siete años. En 2010, el ELN tenía aproximadamente 1.800 miembros. En la actualidad, las estimaciones hablan de más de 3.500–4.000 guerrilleros, los cuales se han acogido a un cese al fuego intermitente con el gobierno. 

Esta no es la primera vez que la guerrilla del ELN—guevarista en sus inicios en 1964—dialoga con el Estado colombiano. Desde comienzos de la década de los ochenta, los sucesivos gobiernos colombianos casi siempre otorgaron una atención especial a la paz, pero estos se han visto dificultados por un Estado que tiene más territorio que capacidades institucionales, y por las ganancias de las economías ilícitas—minería ilegal y narcotráfico—que nutrieron las finanzas de la violencia

El proceso de paz del presidente Petro es excepcional por ser la primera ocasión en la que una agenda de negociación se construye sobre los avances de un proceso de paz previo, como fue el de Juan Manuel Santos, en 2016, con la guerrilla de las FARC. También es la primera vez que se propone una negociación que involucra simultáneamente a actores armados de distinta y opuesta naturaleza, y que hace un diagnóstico del conflicto en el que asume que es necesario sacar a todos los actores que incurren en la violencia al mismo tiempo. Esto para evitar que esos grupos se sigan transformando en nuevas disidencias y que sigan repitiéndose los ciclos de violencia que se han dado en las últimas décadas. El proceso ha tenido reveses: el ELN suspendió los diálogos la semana pasada, antes de anunciar esta semana que los reanudaría antes de las negociaciones programadas para abril.

Hay mucho en juego: si el presidente Petro tiene éxito con esta agenda de paz “maximalista” el país podría ver una reducción significativa de la violencia y la democracia colombiana se vería fortalecida por una creciente legitimidad del Estado en su apuesta de integración social de los grupos armados disidentes. Sería también una validación del gobierno progresista de Petro. En contraste con administraciones previas, su diagnóstico identifica el conflicto histórico como una respuesta a inequidades estructurales en la distribución de la tierra y las oportunidades económicas de las personas. En un país sacudido por la violencia durante gran parte del siglo pasado, la ambiciosa promesa de paz tiene el potencial de determinar el legado de Petro. 

Negociaciones fallidas

El conflicto armado colombiano ha sido difícil de gestionar para los gobiernos de Colombia. Desde el final de la dictadura de Rojas Pinilla (1958–1982) el Estado colombiano funcionaba con los postulados del Frente Nacional: un acuerdo bipartidista, de alternancia perfecta, entre Partido Liberal y Partido Conservador.1 Los gobiernos del Frente Nacional tuvieron como rasgo general la apuesta por crear las bases de un Estado moderno, invirtiendo mayormente en infraestructura, políticas sociales básicas e industrialización, de manera tal que el problema del conflicto armado, incipiente hasta finales de los setenta, no era una prioridad. Tampoco lo era la mitigación de unas condiciones estructurales que atizaron la violencia, como la falta de una reforma agraria o el desarrollo de mejores instrumentos redistributivos de la riqueza.    

El primer intento formal por negociar con una guerrilla fue, en 1984, bajo la presidencia de Belisario Betancur con las FARC-EP y con el M-19, un grupo guerrillero y urbano activo hasta 1991. Desde entonces, un rasgo común en la mayoría de los procesos negociadores fue la falta de claridad para concebir una paz posible entre el Estado colombiano y la guerrilla por imprecisiones sobre lo que las partes entendían por democracia o la transformación de la sociedad.

En el caso de las FARC-EP, inspiradas en el agrarismo radical, creían que era posible tomarse el poder por la vía revolucionaria, especialmente desde 1982, cuando dicho objetivo era más viable por la presencia débil del Estado. Por su parte, el ELN, por su firme convicción marxista-leninista, además de recelar cualquier llamado al diálogo durante toda la década de los ochenta y comienzos de los noventa, entendía que cualquier negociación requería cambios en el modelo económico profundamente extractivo, que eran difíciles de asumir en un proceso de paz que defendía la legitimidad del Estado. 

Ambas guerrillas, desde mediados de los ochenta, fueron acumulando recursos y expansión territorial. Mientras que las FARC-EP llegaron a tener 18.000 combatientes y presencia en un tercio del país en la década de 2000, el ELN llegó a tener 5.000 efectivos, especialmente concentrados en emplazamientos concretos de Antioquia y Bolívar, y varios lugares del litoral Pacífico. Por supuesto, mucho tuvo que ver esa expansión territorial con las ganancias provenientes de las economías ilícitas, asociadas al secuestro y la extorsión. En concreto, el negocio cocalero en el caso de las FARC-EP, y el contrabando y la minería ilícita en el del ELN. Algunos trabajos estiman, por ejemplo, que el negocio de la droga llegó a superar, a finales de los noventa, más de 1.200 millones de dólares anuales. Así mismo, el secuestro se consolidó como la principal fuente de ingresos del ELN. Esto mientras el Estado carecía de una robusta presencia militar, pues a mediados de los noventa carecía de un solo policía en más de 300 municipios, mientras seguía siendo uno de los tres países con mayor inequidad de toda la región.

El cambio con Santos

La Política de Seguridad Democrática impulsada por el presidente Álvaro Uribe (2002–2010) partía de una premisa clara: alcanzar la paz en Colombia con base en la derrota militar de las guerrillas. Durante sus ocho años de gobierno se invirtió casi un 4 por ciento del PIB en Seguridad y Defensa, ampliando el número de estructuras al interior de las Fuerzas Militares, modernizando su doctrina y equipamiento. Por ejemplo, con la ampliación del cuerpo de policías y militares de 313.000 a 440.000. Todo esto mientras los paramilitares, por otro lado, no sufrieron las campañas militares dirigidas por el Estado. Mientras que al paramilitarismo se le ofreció un marco jurídico desmovilizador para las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) que benefició a más de 30.000 paramilitares (la controvertida Ley de Justicia y Paz) para las guerrillas se destinó una política estrictamente militarista. El resultado sería evidente: las FARC-EP y el ELN redujeron a la mitad su número de efectivos y su presencia territorial. Exhibieron una derrota estratégica, pero, asimismo, una capacidad de resiliencia en la periferia territorial colombiana en donde, desde 2010, se enquistaría el conflicto armado.

Este enfoque cambió bajo la presidencia de Juan Manuel Santos (2010–2018) que, aun siendo inicialmente continuador de la política de confrontación uribista, terminó por asumir la necesidad de propiciar un diálogo de paz con la guerrilla de las FARC-EP que, a su vez, repercutió en el impulso de un diálogo con el ELN.

Aunque el proceso con las FARC-EP no implicó una interrupción de la confrontación como condición para negociar, lo que hubo fue un claro desescalamiento del nivel de activismo armado por parte de la guerrilla, que mostró su compromiso por abandonar definitivamente la violencia armada. Esta actitud queda reflejada con un dato: si en 2012 las FARC-EP protagonizaron 824 acciones armadas en un total de 190 municipios, en 2015 esta cifra decaía en un 85 por ciento. Además, 2016 fue el primer año de la historia de Colombia en décadas en el que no se dio ninguna muerte entre la fuerza pública por acciones contra la guerrilla.

El acuerdo diseñó un marco transicional de justicia que evitaba la aplicación de la jurisdicción ordinaria a cambio de tratos penitenciarios mucho más favorables y de exigir a la guerrilla su contribución especial a la verdad, justicia, reparación y no repetición. También se fortalecieron los mecanismos de protección y garantía para el ejercicio de la actividad política local de la guerrilla, un punto que sigue siendo una deuda pendiente ya que la violencia dirigida contra excombatientes de las FARC-EP o líderes sociales ha dejado, en los últimos años, más de 360 y 1.800 muertes, respectivamente, como resultado del vacío de poder que surgió tras el acuerdo. Finalmente, se recurrió a una entrega de armas bajo un dispositivo de verificación y seguimiento internacional y tripartito, formado por la guerrilla, el gobierno y las Naciones Unidas, que logró que se entregaran más 1,2 fusiles por cada exguerrillero desmovilizado.

Paralelamente, y tras tres años de conversaciones exploratorias, a la vez que se había conseguido negociar con las FARC-EP y prácticamente cerrar el diálogo de paz de manera exitosa, el 30 de marzo de 2016, desde Caracas, se anunció el inicio formal de un proceso con el ELN. La agenda se reducía a seis cuestiones centrales: 1) participación de la sociedad por parte de ex combatientes, 2) democracia para la paz, 3) justicia para las víctimas, 4) transformaciones para la paz, 5) seguridad y paz para la dejación de armas y, finalmente, 6) garantías para el ejercicio de la acción política.

Las dos estructuras más poderosas del ELN, el Frente de Guerra Occidental (FGOC), activo en Chocó, y el Frente de Guerra Oriental (FGO), con fuerte arraigo en Arauca, nunca mostraron una posición firme en favor de avanzar el diálogo. Pero los compromisos que se mencionaban desde la mesa de negociaciones rápidamente quedaban desdibujados por acciones armadas, hostigamientos y secuestros.

Pese a todo, el proceso arrancó en febrero de 2017, aunque con muchos reveses, pues fuera de la mesa de diálogo la confrontación se intensificó, especialmente desde septiembre de 2017, cuando se registraron numerosas acciones armadas en Chocó y Arauca. Después de varias erupciones violentas durante un cese de fuego breve con Iván Duque como presidente y el proceso de diálogo paralizado, este llegó a una parálisis definitiva con el atentado del 17 de enero de 2019, dirigido contra una escuela de cadetes de la Policía Nacional, al sur de Bogotá, que dejó 23 muertos y 90 heridos.2 A pesar del gran avance de Santos con los acuerdos de las FARC-EP, la paz después de 2016 siguió siendo difícil de alcanzar.

La llegada de Gustavo Petro

En los cuatro años de presidencia de Duque (2018–2022) fue impracticable cualquier escenario de interlocución con el ELN. Esto devino en una profunda erosión en materia de seguridad y defensa en el país, a lo que se añadieron trabas e incumplimientos al acuerdo con las FARC-EP. Entre 2018 y 2022, el ELN fue consolidando su posición en aquellos enclaves en donde tuvo especial arraigo y, asimismo, una condición cuasi-hegemónica. (Véase Mapa 1). Tal fue el caso de Arauca, la región del Catatumbo, el sur de Bolívar, el centro y norte de Chocó o emplazamientos concretos de Antioquia, Cauca y Nariño. 

Mapa 1: Presencia territorial del ELN, 2018-2020

Fuente: Acceso abierto – Indepaz (2020) (I: 2018, C: 2019, D: 2020)

En este tiempo proliferaron también numerosas disidencias que se reivindican como legítimas herederas de las FARC-EP y que se caracterizan por confrontar violentamente con el ELN, en yuxtaposición a otras presencias violentas, como el Clan del Golfo, que es el mayor heredero del proyecto paramilitar desmovilizado. Entre ambas expresiones de violencia, esto es, las directamente asociadas a las FARC-EP y las vinculadas con el paramilitarismo, se eleva a medio centenar el número total de grupos armados que rivalizan entre sí y a la vez con el Estado.

El presidente Gustavo Petro, quien comenzó su mandato en julio de 2022, llegó a un panorama caracterizado por violencia extrema y conflicto territorial entre múltiples actores opuestos, todos los cuales tenían una relación distinta entre sí. Sobre estas circunstancias, la iniciativa de paz del presidente Gustavo Petro recibe el nombre de “Paz Total” (Ley de Orden Público 2272 de 2022), la cual es reconocida en su Plan Nacional de Desarrollo (Ley 2294 de 2023), y asume la transformación de la violencia producida por el conflicto armado como una cuestión prioritaria de su agenda de gobierno, una actitud que contrastaba con la del gobierno de Iván Duque, el cual, además de debilitar profundamente la implementación del Acuerdo de Paz, objetó muchos de sus componentes más importantes, como la Jurisdicción Especial para la Paz, optando por una aplicación selectiva del contenido suscrito por las FARC-EP. Tanto es así que, como recuerda el Instituto Kroc en sus informes, los avances integrales en su cumplimiento apenas han sido de un 2 por ciento anual.  

Quedan varios obstáculos por delante. En los últimos procesos de negociación del ELN, una de las principales debilidades fue la persistencia de una constante agenda maximalista, conformada sobre diálogos imprecisos, generalistas y sobre elementos difícilmente mensurables. En el caso de la negociación del gobierno Petro uno de los retos está en lograr traducir las demandas grandes de transformación social y económica del ELN a una agenda específica de temas y acuerdos a los que se les pueda hacer seguimiento. 

Otro de los puntos con los que no cuenta la negociación entre el gobierno Petro y el ELN es con un acuerdo alrededor de una entrega de armas como esquemas progresivos. Precisamente, la entrega integral de armas, como sucedió con las FARC-EP, fue uno de los elementos más exitosos de aquel proceso, aunque para la guerrilla supuso la pérdida del elemento con el que presionar el cumplimiento íntegro de lo suscrito. 

En Colombia, desde mediados de los ochenta, los diferentes procesos de paz no han incorporado como elemento necesario para impulsar negociaciones el cese al fuego entre las partes contendientes. Cuando sí se instauró, como en los procesos de paz de La Uribe y Corinto, en 1984, respectivamente con las FARC-EP y el M19, resultó impracticable.     

En esta ocasión, el cese al fuego ha estado presente como propósito desde el comienzo, y aunque el gobierno y la guerrilla consideraron esto como una prioridad, se han necesitado tres rondas de negociaciones para establecer un primer compromiso real por reducir las hostilidades. Desde el 3 de agosto de 2023 y hasta comienzos de 2024, por un periodo de seis meses, está prevista una ausencia plena de acciones armadas vigiladas por un mecanismo de verificación de dicho compromiso. 

Por el momento, los niveles de desescalamiento han sido notorios, aunque desdibujados por un asesinato, justificado por la guerrilla y cometido el agosto de 2023, en San Vicente del Chucurí. Además, en contraste con los equipos de negociación previos, el actual equipo negociador por el que ha optado Gustavo Petro tiene una composición más amplia y heterogénea. En esta ocasión, el equipo negociador disfruta de una mayor paridad de género y pluralidad étnica, si bien sobresalen algunas importantes figuras políticas, como el senador Iván Cepeda y el presidente de la Federación de Ganaderos, José Félix Lafaurie. 

En 2016, las negociaciones colapsaron en gran medida como resultado de la composición descentralizada y federal del ELN: los presentes en la mesa de negociaciones no controlaban a los de la FGO o la FGOC. Aun cuando dispone de órganos de mando centrales, en el ELN la toma de decisiones no es vertical, como sucedía con las FARC-EP. Por esa razón, las decisiones se hacen desde el diálogo horizontal con los Frentes de Guerra, de manera que la obediencia a posiciones se torna más compleja y conflictiva. Ya en el pasado esta ruptura de posiciones precipitó el fin del proceso negociador con el gobierno colombiano. Queda por ver el éxito de las iniciativas actuales, con el enfoque progresista pero todavía maximalista de Petro.

Alcanzando Paz Total

Si comparamos las capacidades de ELN en la actualidad con relación a las que tenía en 2017, todos los informes coinciden en destacar una vigente posición de fortaleza y consolidación territorial, especialmente en Arauca, Norte de Santander, Cesar, sur de Bolívar, Antioquia y parte del litoral Pacífico. Las cifras muestran tres tipos de tendencias crecientes y favorables para el ELN. Primero, todos los reportes coinciden en señalar un aumento notable en el número de efectivos, que en apenas siete años se habría duplicado, superando los 4.000. Por otro lado, las dinámicas de la geografía de la violencia apuntan a una consolidación cuasi-hegemónica en muchos lugares anteriormente controlados por las FARC-EP. En tercer lugar, parece innegable una mayor condición binacional, que le ha llevado a hacer más visible su presencia en los estados venezolanos de El Zulia, Apure, Táchira y Amazonas.

El progreso de la Paz Total dependerá de muchos aspectos. Con el proceso de diálogo, los avances serán definidos por la consecución de consensos, pero eso dependerá de que el ELN logre garantizar una posición unívoca entre los frentes y estructuras más beligerantes y menos políticos de la guerrilla. En segundo lugar, para Petro, todavía falta ver si el cese al fuego contribuye a fortalecer una confianza ciudadana, particularmente en las comunidades que han sufrido los efectos del conflicto armado. Finalmente, será decisivo ver si el avance de las negociaciones de la Paz Total es capaz de neutralizar las confrontaciones internas entre grupos armados, las cuales tienen sus propias dinámicas de confrontación en torno a las economías ilegales, y hoy enfrentan al ELN, las disidencias de las FARC-EP y los herederos del post-paramilitarismo. 

La negociación del gobierno de Gustavo Petro con el ELN sigue estando en curso. Ya terminó el sexto ciclo de diálogos (son ciclos de veinte días) entre el grupo guerrillero y el gobierno. Mientras tanto, se ha extendido el cese al fuego hasta agosto de 2024, así como la suspensión de secuestros extorsivos y el reclutamiento de menores de edad por parte del ELN. 

Para el gobierno del presidente Petro, de todas las negociaciones que adelanta en el marco de la Paz Total, esta es la que está más avanzada, y la que tiene más promesas de salir adelante. Por eso al gobierno le resulta de la mayor prioridad mostrar que al menos esta negociación sí la puede completar en el caso de que las otras negociaciones de paz con grupos insurgentes no terminen en un acuerdo entre las partes. No sólo porque es una de sus promesas principales de gobierno y una de las razones por las cuales fue elegido, sino porque, de no lograrlo, le daría un triunfo importante a sus opositores en la derecha, que han defendido regresar a un enfoque militarista para enfrentar estos grupos guerrilleros, por lo que puede comprometer la consolidación de la izquierda en el poder político colombiano.  

Pero aún si firma la paz con el ELN, tendrá todavía el reto de demostrar que la salida de este grupo sí tiene un efecto en la reducción de los indicadores de violencia, secuestros y narcotráfico. Actualmente no está claro que la salida del ELN se traduzca en mejores resultados de seguridad o que termine transfiriendo el poder a otros grupos armados. La violencia ya se ha trasladado a las principales ciudades, y muchos temen que se repita el acuerdo de paz entre las FARC-EP, en el que el desarme de un importante grupo armado fortaleció inadvertidamente a otro. Al menos, la paz con el ELN implicará el regreso a la vida civil de 5.850 combatientes, que según cálculos de inteligencia militar, son los integrantes actuales del grupo. Después de décadas de militancia y tráfico de drogas en zonas remotas del país, un plan de reintegración de esta escala requiere fortalecer el papel de la sociedad civil en la paz. 

Y es que el ELN es una especie de confederación de grupos regionales que representan problemáticas específicas en las regiones. Por esa razón, la negociación con el ELN es también una oportunidad para que el gobierno pueda tramitar las transformaciones territoriales que las comunidades vienen pidiendo desde décadas atrás. Estos cambios, sin embargo, implicarán inversiones a largo plazo en infraestructura civil y provisiones básicas para corregir décadas de negligencia por parte del Estado. Una tarea tan inmensa, que requiere mucho más que las estipulaciones en la mesa de negociaciones, parece difícil de lograr en los próximos dos años y medio que quedan del mandato de Petro.

  1. Algunos de sus planteamientos sobre la distribución del poder y la estructura administrativa del Estado se mantuvieron durante dos periodos presidenciales más, el del liberal Alfonso López Michelsen (1974–1978) y el conservador de Julio César Turbay Ayala (1978–1982).

  2. Tras un cese al fuego vigente desde inicios de septiembre, tuvo lugar una notable reactivación del accionar armado en Arauca, Norte de Santander, Nariño y Antioquia. El detonante fue la realización de tres atentados, a finales de ese mes, en Barranquilla y Soledad (Atlántico) y en Santa Rosa del Sur (Bolívar), que dejaron consigo un total de ocho policías muertos y más de 40 heridos, motivando que Juan Manuel Santos suspendiera el diálogo. A este hecho el ELN respondió con más acciones, entre el 10 y el 13 de febrero, que dejaron consigo 16 acciones de terrorismo en Antioquia, Cesar, Nariño, Norte de Santander, Arauca y Cauca.


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