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  1. La lógica de la austeridad

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    The Capital Order: How Economists Invented Austerity and Paved the Way to Fascism
    Por Clara Mattei
    University of Chicago Press, 2022

    Después de 2008, la velocidad con que los estados capitalistas pasaron de la implementación de rescates financieros y políticas de estímulo a la adopción de ajustes fiscales fue impactante. Igual de sorprendente fue el cambio en el marco intelectual que se utilizó para entender este fenómeno. En los días agitados de 2008, las ventas de El Capital se dispararon y titulares como “¿Qué diría Marx?” aparecieron en las páginas de The Economist; adicionalmente, la restauración del statu quo anterior bajo el paraguas de la austeridad que sobrevino a la crisis vio el resurgimiento de una configuración histórica diferente. Para dar cuenta de la rápida transición de los rescates financieros a la consolidación fiscal, los académicos e intelectuales de centro-izquierda recurrieron a Keynes1. De hecho, gran parte de la literatura sobre la política de austeridad y la crisis capitalista tomó la idea de Keynes de que fue la influencia intelectual de economistas difuntos y escritores académicos, la “incursión gradual de ideas”, y no los intereses creados, lo que explicó el paso dramático de estímulo a austeridad. Desde la Comisión Simpson-Bowles de Obama hasta la crisis de la “deuda soberana” de la UE, la reanudación de la política de austeridad después de 2008 se entiende mejor como un caso de cebo y anzuelo2. Armados con los edictos de la teoría neoclásica, los políticos y legisladores pudieron ocultar las verdaderas causas de la crisis y trasladar la responsabilidad a sectores públicos sobredimensionados y a los beneficiarios dependientes del bienestar social. Utilizando la paradoja del ahorro de Keynes, los críticos expusieron los efectos contraproducentes de las medidas de austeridad implementadas en medio de una recesión histórica.

    ¿Cómo podemos explicar la longevidad política de la austeridad a lo largo de la década de 2010, a pesar de su evidente fracaso para generar crecimiento? Algunos analistas explicaron el poder continuo de la austeridad haciendo referencia a las “ideas zombis” propagadas por el canon neoclásico3, así como a las equivalencias engañosas entre los presupuestos domésticos y nacionales que fueron comunes después de 2010. Sin embargo, en estas explicaciones faltaba una revisión adecuada de clases y del equilibrio de las fuerzas políticas después de 2008.

    Si los marcos explicativos predominantes de la austeridad post-2008 dependían demasiado de Keynes, el libro meticulosamente investigado de Clara Mattei, The Capital Order, buscó inclinar el péndulo de regreso hacia Marx. Además de aclarar los orígenes híbridos de la austeridad en la tecnocracia liberal de entreguerras y la represión fascista, una de las principales contribuciones teóricas del libro reciente de Mattei es su afirmación que la “perpetuación de la austeridad […] no debe reducirse a una cuestión de irracionalidad o mala teoría económica.” Más bien, argumenta, debe entenderse como una “herramienta para mantener las relaciones sociales capitalistas de producción”4.Impuesta a través de un triunvirato de políticas fiscales, monetarias e industriales, la austeridad tiene tanto propósitos distributivos inmediatos como objetivos políticos a largo plazo. Al recortar el gasto social, aumentar los impuestos indirectos regresivos y orquestar recesiones mediante políticas monetarias deflacionarias —reduciendo así los salarios—, la austeridad reencausa la riqueza y los recursos, separándolos de las clases trabajadoras y redirigiéndolos hacia las clases acreedoras. Al promover el desempleo y la disciplina del mercado, la austeridad neutraliza el poder colectivo de la clase trabajadora y fortalece el control económico en manos de los banqueros centrales y tecnócratas del Tesoro aislados de la contienda política. Con la ayuda de economistas educados en el dogma neoclásico, esta economía capitalista despolitizada adquiere un aura de verdad objetiva y gestión tecnocrática imparcial.

    Aunque sus objetivos declarados son el equilibrio presupuestario y la estabilidad de precios, los verdaderos propósitos de la austeridad son más políticos, como muestra Mattei. La autora sugiere que las medidas de austeridad operan para repeler amenazas políticas y restaurar condiciones favorables para la acumulación de capital. Su racionalidad interna como doctrina económica es, por lo tanto, de importancia secundaria. Para comprender la influencia de la austeridad en el sostenimiento de las economías capitalistas durante un siglo —una contrarrevolución tecnocrática que comenzó en el período de entreguerras y cuyo éxito, se puede argumentar, no tiene paralelo alguno en la modernidad—, Mattei lleva a los lectores de vuelta a su lugar de origen.

    Guardián de la austeridad

    Desde al menos el período post-napoleónico, el compromiso del estado británico con la prudencia fiscal y una “moneda fuerte” ha jugado un papel fundamental en la historia de su desarrollo. La fervorosa adherencia a la disciplina presupuestaria fue popularizada por William Gladstone, primero como Canciller y luego como primer ministro en 1868. Las reformas presupuestarias de Gladstone y su estricta adhesión a la ortodoxia económica eventualmente consolidaron la dominancia del Tesoro dentro del estado británico. Las rígidas convenciones presupuestarias de Gladstone fueron un bastión contra el ascenso de la política de masas asociada con la extensión del sufragio a las clases trabajadoras masculinas; no obstante, también formaban parte de un sistema político-económico más amplio5. La consolidación del capitalismo británico del siglo XIX fue guiada por el triunvirato de políticas de libre comercio, presupuestos equilibrados y el patrón oro, al que Joseph Schumpeter se refería acertadamente como “la insignia y la garantía de la libertad burguesa”6. Este paradigma de desarrollo fue supervisado por el “nexo Ciudad-Banco-Tesoro” que unió los aparatos clave del estado y los sectores financieros en torno a un consenso ortodoxo sobre política económica7. Aunque los compromisos con la austeridad disfrutaron de un estatus casi constitucional en Reino Unido hacia finales del siglo XIX, no fue sino hasta el período de entreguerras que se solidificó plenamente como una doctrina económica.

    La austeridad se gestó como un proyecto tecnocrático global para restaurar la sacralidad de las relaciones de propiedad capitalista; Mattei argumenta que se dio en respuesta al fervor revolucionario que barrió Europa después de la Primera Guerra Mundial, especialmente en la Italia del bienio rojo —biennio rosso en italiano— y, en menor medida, durante la ola de militancia industrial de 1919-1920 en Reino Unido. El creciente radicalismo del colectivismo estatal en tiempos de guerra y la militancia obrera posterior a 1917 atormentaron a economistas, políticos y clases dominantes después de la guerra, quienes se reunieron en conferencias financieras internacionales en Bruselas en 1920 y en Génova en 1922 para elaborar los principios fundamentales de la austeridad. Aunque la reconstrucción de la economía europea y la estabilización monetaria eran sus objetivos formales, como argumenta Mattei de manera convincente, los asistentes fueron inequívocos al formular la austeridad como un mecanismo para “defender al capitalismo de sus enemigos”8. De estas reuniones surgió la doctrina moderna del sacrificio personal y la prudencia económica; una doctrina que se manifestaba a través del trabajo arduo y el consumo restringido y que se concretó como la justificación ideológica predominante para la austeridad.

    Los defensores de la austeridad, sin embargo, se enfrentaron a un enigma: ¿cómo implementar políticas tan impopulares en un momento de militancia obrera sin precedentes y de descontento político generalizado? La respuesta, sugiere Mattei, fue una estrategia doble, tanto coercitiva como consensual, material e ideológica. Una recesión orquestada, la represión salarial y los drásticos recortes presupuestarios podrían debilitar los amortiguadores de la seguridad social y el bajo desempleo, que a menudo se consideran un subsidio a la militancia laboral. En este contexto, el resurgimiento del patrón oro fue fundamental para la implementación de esta política disciplinaria. Aunque el patrón oro estaba formalmente suspendido durante la guerra, su restauración en la posguerra fue vista no solo como un medio para recuperar la estabilización monetaria, sino más fundamentalmente como un eje civilizacional para reinstaurar el orden capitalista liberal de libre comercio, presupuestos equilibrados y disciplina de clase9. Al imponer los imperativos de la austeridad fiscal y monetaria, aunque a menudo menos a través de la automaticidad mecánica de los flujos de oro imaginada por sus contemporáneos y más a través de las ciudadelas deflacionarias de los bancos centrales “independientes”, el patrón oro se concibió, en el relato de Mattei, “a prueba de pícaros”. Actuó como un muro de protección contra las incursiones de la política de masas en las relaciones de propiedad capitalista, así como garante de la disciplina de clase. En ese sentido, a través de los rigores del patrón oro, las reformas austeras dejaron de ser una “cuestión de disputa política para convertirse en una necesidad económica»10.

    Los alquimistas de la austeridad

    Aunque el patrón oro y sus edictos fiscales y monetarios acompañantes fueron, como lo dijo Polanyi, la “fe de la época”, no obstante, requerían de una justificación ideológica. Mattei argumenta que el rol de los economistas en este esfuerzo fue sustancial. En el Reino Unido de entreguerras, ninguno fue más influyente que Ralph Hawtrey, quien sentó gran parte de las bases intelectuales para la infame “visión del Tesoro”. Desde su teorización sobre la tendencia implacable hacia la inflación en las economías de mercado basadas en el crédito, hasta su justificación de la necesidad de tener bancos centrales “independientes” —una propuesta que Keynes notablemente respaldó—, la influencia de Hawtrey en moldear el enfoque deflacionario del estado británico a lo largo de la década de 1920 fue inigualable.

    Las teorías económicas de Hawtrey estaban arraigadas en suposiciones moralistas; creía en la virtud inherente de la clase inversionista y criticaba los hábitos de consumo imprudentes de la clase trabajadora. La ofuscación ideológica dio a estas creencias un aire científico. Con los individuos sustituyendo a las clases (por ejemplo, hablando de “consumidores” en lugar de “trabajadores”), y determinando la propensión a ahorrar por los rasgos de carácter en lugar de la posición de clase, Hawtrey proporcionó la base ideológica para que el nexo Tesoro-Banco orquestara su giro deflacionario. La orientación de clase de estas políticas se derivaba claramente de la teoría: si los trabajadores y el público consumidor eran responsables de las imprudencias presupuestarias y las amenazas inflacionarias, se deducía que ellos debían soportar la mayor parte del sacrificio personal requerido.

    Al valorizar la riqueza de los inversionistas y atribuir la inflación al aumento de los ingresos de la clase trabajadora, la teoría neoclásica proporcionó la justificación intelectual para que los legisladores canalizaran la riqueza hacia arriba. Aunque los presupuestos equilibrados eran críticos, lo más importante era quién los financiaba. Se prefería la tributación indirecta sobre un impuesto al capital, por ejemplo. De esta manera, Mattei ofrece una explicación convincente para la disyuntiva entre la doctrina de la austeridad y la frecuente desviación de los legisladores de los principios fundamentales de dicha doctrina; una característica que persiste hasta el presente. Si el desempleo recesivo es necesario para romper la militancia de la clase trabajadora, los presupuestos equilibrados juegan un papel secundario. Si se necesitan recortes en el gasto de bienestar para obligar a los trabajadores en huelga a regresar al mercado laboral, los aumentos de impuestos pasan a un segundo plano. De hecho, detrás de cada súplica por la estabilidad de precios y la prudencia fiscal hay un proyecto de clase implacable, con claros objetivos distributivos y políticos. Esta doctrina se puso en práctica en el período de entreguerras en las economías políticas marcadamente divergentes del Reino Unido e Italia, cuando la militancia obrera alcanzó picos históricos. 

    Reino Unido e Italia

    Desde el Comité Cunliffe hasta el histórico aumento de la tasa bancaria en abril de 1920, fue el Reino Unido el que inició el giro deflacionario. Estas medidas políticas sentaron las bases para el regreso al patrón oro y fueron un medio contundente para restaurar la menguante disciplina de clase en medio de la explosión de la afiliación sindical durante la guerra y la extensión del sufragio a la clase trabajadora masculina en 1918. De manera significativa, sirvieron para restaurar el valor de los préstamos pendientes de los acreedores frente a las amenazas inflacionarias en la posguerra. Estas políticas fueron desastrosas e inauguraron una década de deflación de la deuda y desempleo masivo que, a principios de la década de 1920, eliminó cualquier posibilidad de reforma social luego de la guerra11. El peso del brazo fiscal de la austeridad se manifestó principalmente a través del “Hacha de Geddes”, una iniciativa de la clase dirigente para la retracción fiscal y social durante la posguerra, facilitada por Lloyd George. Los recortes llegaron a 57 millones de libras esterlinas: entre 1923 y 1924 los gastos del gobierno se redujeron a una tercera parte y para 1922 el servicio de la deuda (en gran parte con Estados Unidos) superaba los gastos sociales12. Al dirigirse tan abrumadoramente hacia el gasto social, estos recortes fueron los más amplios del siglo XX y anularon toda promesa de reformas en salud, vivienda y educación.

    En 1925, el regreso al patrón oro restauró el nexo Tesoro-Banco-Ciudad y anuló el breve destello de radicalismo político que tuvo el Reino Unido. Como destaca el libro de Mattei, los esfuerzos colectivos de los burócratas del Tesoro y los funcionarios del Banco fueron fundamentales para este retorno conservador. La autoridad sobre la política fiscal a lo largo de la década de 1920 estaba más claramente en manos del Tesoro que del Parlamento. Aún más importante en el proceso fue el Banco de Inglaterra. Como revela la investigación archivística de Mattei, los funcionarios del Tesoro y del Banco fueron dirigidos por Montagu Norman y trabajaron en estrecha colaboración para coordinar sus objetivos con el impulso que tuvo el Tesoro durante el período de entreguerras por la consolidación fiscal que fortaleció el control del Banco sobre los mercados monetarios.

    El desarrollo británico durante este período —una evolución hacia la estabilidad, la prosperidad y la libertad—se contrasta típicamente con la inestabilidad política y el atraso económico que, según se dice, plagaron a sus vecinos países continentales. Con frecuencia se argumenta que esto explica en gran parte los niveles relativamente bajos de fascismo en el país durante el período de entreguerras, incluso teniendo en cuenta la Unión Británica de Fascistas de Oswald Mosely13. Mattei cuestiona este contraste: según su argumento, hay un vínculo persistente entre el Reino Unido liberal y la Italia fascista en su mutua adhesión a la austeridad. 

    A diferencia de la respetabilidad tecnocrática del Reino Unido, la austeridad en Italia fue impuesta por el puño de hierro del estado fascista. A pesar de estas modalidades diferentes, Mattei insiste en que la austeridad unió “al fascismo y al liberalismo en una búsqueda coercitiva compartida”14.  La autora rastrea el papel de cuatro economistas, dos liberales y dos fascistas, en la configuración de la austeridad italiana después de la Marcha sobre Roma de Mussolini. En ese entonces, Italia enfrentaba una amenaza más inminente de revolución proletaria que su contraparte anglosajona, con la mitad de su fuerza laboral en huelga en el apogeo de la ola roja de los años 20, junto con frecuentes ocupaciones de lugares de trabajo. El movimiento de la “economía pura”, un familiar cercano de la teoría de la utilidad marginal y la economía neoclásica, ofreció un plan para aplastar la rebelión de la clase trabajadora. Con la ayuda del encarcelamiento y la ejecución de comunistas, socialistas y líderes sindicales —entre ellos Matteotti y Gramsci—, el programa de austeridad de Italia fue, no obstante, un programa tecnocrático. Economistas desde De Stefani hasta Pantaleoni idearon un programa extenso de recortes en el gasto social y consolidación fiscal que se inspiró activamente en el modelo británico.

    El fascismo italiano fue una bendición para el capital internacional. Las primeras reformas incluyeron una reducción sustancial de la carga tributaria para los ricos y generosos paquetes de rescate para destacados conglomerados financieros. Mientras que la historiografía convencional distingue al fascismo italiano por su camino temprano de laissez-faire y su posterior giro hacia el corporativismo, Mattei ve una continuidad en las medidas de austeridad destinadas a aplastar el poder de la clase trabajadora. Tras una significativa presión externa sobre la lira, Mussolini estableció los requisitos monetarios y de tipo de cambio para que Italia —una economía periférica dependiente— se uniera al patrón oro en 1927, endureciendo las presiones deflacionarias. Lo que siguió fue un empobrecimiento histórico de la clase trabajadora italiana y un fuerte deterioro de sus niveles de vida.

    Si bien el liberalismo británico y el fascismo italiano siguen siendo configuraciones políticas diversas, la austeridad une a las clases dominantes tanto italianas como británicas. Como ilustra la investigación de Mattei, los principales liberales, incluso en Italia, elogiaron el experimento de Mussolini en la disciplina de mercado. Desde Churchill hasta Montagu Norman y Andrew Mellon, todos alabaron las virtudes del orden político y la disciplina fiscal que impuso el fascismo italiano. Gracias a los acuerdos de deuda que proporcionaron los Estados Unidos y el Reino Unido durante la posguerra, junto con un préstamo de 100 millones de dólares de J.P. Morgan Chase, Italia recibió un sello dorado de aprobación para ingresar al escenario internacional. A pesar de los mejores esfuerzos de los liberales por diferenciar la “necesaria” aparición del fascismo en Italia y su ausencia en el Reino Unido, sus agendas económicas compartidas a lo largo de la década de 1920, más el apoyo material sostenido ofrecido por Occidente para el experimento fascista de Italia, revelan los claros vínculos que existían. 

    La austeridad de entonces y la de ahora

    El análisis de Mattei es una obra ejemplar de economía política histórica que busca dirigir la conversación sobre la crisis capitalista desde el keynesianismo de vuelta hacia Marx. En contraste con relatos recientes que han sugerido que el resurgimiento del patrón oro y la austeridad en el Reino Unido de entreguerras son el producto de las decisiones tomadas por estadistas o economistas particulares, Mattei reaviva esta narrativa histórica al incluir los conflictos de estados y clases15. Mattei pone en primer plano los fundamentos ideológicos de la economía neoclásica y demuestra su estrecho entrelazamiento con el poder estatal al servicio de la defensa de las relaciones de propiedad capitalista. En este sentido, The Capital Order representa un avance en la literatura académica reciente sobre la austeridad, que a menudo puede abstraer las características conceptuales y técnicas de la austeridad dejando a lado sus bases políticas y sociales más amplias.

    Si bien el trabajo de Mattei se destaca particularmente al iluminar los orígenes de la austeridad, ofrece menos al explicar su notable durabilidad hasta el presente. En su capítulo final sobre la austeridad hoy, Mattei rompe admirablemente con la tendencia predominante de narrar la historia económica del siglo XX como una contienda entre el keynesianismo y el monetarismo; por contraste, sugiere que nuestra era actual ha sido definida más por una continuidad radical con la era de entreguerras. Para explicar este elemento de continuidad, Mattei enfatiza la persistencia de la tecnocracia, que sigue siendo el mejor mecanismo político para imponer la austeridad y para proteger las relaciones de propiedad capitalista de la política democrática.

    El énfasis que Mattei pone en la tecnocracia es adecuado. Como ha demostrado el último ciclo de endurecimiento monetario desde la pandemia, los tecnócratas no electos de los bancos centrales siguen a la cabeza en la imposición de la austeridad. De hecho, los eventos recientes en la política británica e italiana respaldan la tesis de Mattei. El Reino Unido vio una sorprendente restauración del poder tecnocrático tras el experimento pseudo-thatcherista de Liz Truss a finales de 2022; en Italia, el liderazgo político ha oscilado desde la tecnocracia de Draghi hasta una auténtica postfascista que afirmó su compromiso con la austeridad16. Como recuerda Mattei hacia el final de su libro, “algunos viejos hábitos no mueren”17.

    Aun así, conceptualizar la economía política de la austeridad desde la década de 1920 hasta la de 2020 como una contrarrevolución tecnocrática ininterrumpida no es del todo exacto; los mecanismos de legitimidad y la política de masas a través de los cuales se ha articulado la austeridad han experimentado cambios significativos desde la década de 1920.

    En la era de entreguerras, la imposición de la austeridad fue impuesta en gran medida a través de las estructuras en torno al patrón oro y sus dictámenes de presupuestos equilibrados y enfrentaba pocos canales de supervisión o escrutinio popular. Si bien The Capital Order rastrea la explosión de la oposición popular militante a este orden, en muchos sentidos, este período no delineó un plan para el futuro tanto como marcó el apogeo de una era predemocrática y el eclipse de una izquierda anticapitalista. Durante este período, la austeridad a menudo generaba confrontaciones abiertas entre capital y trabajo de maneras que hacían muy dudoso cualquier acuerdo prospectivo entre capitalismo y democracia. En estas condiciones, la austeridad era más visiblemente un arma de dominio de clase empuñada por una clase dominante estrecha.

    No obstante, luego del interregno fascista, la Gran Depresión y la destrucción causada por la Segunda Guerra Mundial, las democracias capitalistas en Europa y Norteamérica pasaron por una transformación significativa. Con la implantación del capitalismo fordista bajo los auspicios de la hegemonía estadounidense de posguerra, la política económica se refractó a través de instituciones mediadoras de la política de masas; ello oscureció el carácter de clase de la austeridad y generó nuevos ejes de apoyo y oposición política. A lo largo del período de posguerra, los partidos políticos en el mundo occidental, despojados de gran parte de su radicalismo político de entreguerras, se realinearon en torno al crecimiento, los pactos de bienestar y los acuerdos corporativistas entre capital y trabajo. A medida que los políticos cedían gradualmente a las reformas sociales asociadas con la reconstrucción de posguerra, el “fin de la ideología” superó a la lucha de clases como la arquitectura ideológica dominante del capitalismo democrático y el conflicto político se volvió más difuso.

    Se puede argumentar que nuestro tiempo actual ofrece un punto de partida más prometedor para evaluar la durabilidad de la austeridad. A diferencia de la era del patrón oro, cuando el sufragio popular era inexistente o se había extendido recientemente a los hombres de clase trabajadora, el “capitalismo democrático” de posguerra amplió las vías de la política popular (aunque no de manera equitativa) y la política económica se alineó más estrechamente con la población nacional. En la era de la política de masas en Occidente, la austeridad requería un fundamento más sólido. Aunque los residuos del liberalismo oligárquico continuaron moldeando la política económica a lo largo del período de posguerra, especialmente en el papel de los bancos centrales, una teoría convincente de la política de la austeridad hoy debería explicar cómo es que dicha austeridad se reproduce dentro de las instituciones contemporáneas de la democracia liberal, por más vacías y circunscritas que puedan estar ahora tras la ofensiva neoliberal.

    Si bien Mattei pone un gran énfasis en que la austeridad debe entenderse como un mecanismo de dominio de clase y no como una doctrina política irracional, su insistencia en el papel de la economía neoclásica y la persistente concentración del poder tecnocrático sobre la política macroeconómica solo explica parcialmente la resiliencia de la austeridad en la actualidad.

    Divide y vencerás

    Una forma de evitar las trampas de la literatura keynesiana es volver a uno de los teóricos centrales politizados en la Italia del biennio rosso de Mattei: Antonio Gramsci. Escritos en gran parte mientras estaba encarcelado en una prisión fascista en la década de 1930, los Quaderni de Gramsci ofrecen un marco sofisticado para lidiar con las bases materiales de la ideología subyacente en las democracias capitalistas. Uno de sus conceptos más reconocidos es el de hegemonía, que describe cómo una clase dominante ejerce autoridad política no simplemente basándose en la coerción y la violencia, sino también en formas de “liderazgo intelectual y moral”18. Esta forma de gobierno se representa a sí misma como operando al servicio de un interés general o universal y, en última instancia, es capaz de asegurar el consentimiento de las clases subordinadas y las fuerzas sociales al ofrecer una variedad de compromisos y concesiones mientras reproduce, no obstante, los intereses particulares de las clases dominantes.

    Desde entonces, una rica literatura ha aplicado los conceptos centrales del trabajo de Gramsci para entender las sociedades capitalistas contemporáneas. En las décadas de 1980 y 1990, los académicos gramscianos en el Reino Unido recurrieron a Gramsci para explicar cómo la Nueva Derecha, representada por figuras como Margaret Thatcher, fue capaz de proponer las políticas de la clase dominante a una franja tan amplia de votantes. En un ensayo escrito en 1979 sobre la política y la ideología del thatcherismo, Stuart Hall describió cómo Thatcher popularizó la doctrina económica del monetarismo a través de tropos moralistas, modismos y narrativas que se convirtieron en un sentido común reaccionario entre su base19. Desde pánicos morales sobre el aumento del crimen, hasta nociones de sindicalistas hiper-militantes y parasitarios de la asistencia social, el thatcherismo popularizó una agenda económica de la clase dominante al instrumentalizar, para su beneficio, las divisiones dentro y entre las clases sociales.

    Los académicos caracterizaron el thatcherismo como un proyecto de “dos naciones” que movilizó estratégicamente las capas de la población al explotar divisiones internas emergentes de las dislocaciones socioeconómicas de la década de 198020. Esta forma de hacer política de “divide y vencerás” se utilizó como parte de un programa más amplio para derrotar a la izquierda organizada y restaurar las condiciones de rentabilidad capitalista; desde entonces, se ha convertido en una característica integral de la política electoral moderna. Aplicado al despliegue contemporáneo de la austeridad, este marco explica cómo las políticas económicas que benefician los intereses de una clase dominante restringida continúan, no obstante, comandando un apoyo más amplio entre las poblaciones. Enfrentando a empleados contra desempleados, sindicalizados contra no sindicalizados, nativos contra inmigrantes, trabajadores del sector público contra los del sector privado, endeudados contra aquellos libres de deudas, y en última instancia, a merecedores contra “indignos”, la política de divide y vencerás explotada por Thatcher ha seguido siendo clave para las coaliciones políticas que sustentan la austeridad hoy.

    Cuando se destinaron niveles históricos de recursos públicos al rescate financiero de bancos y a la socialización de sus riesgos después de la crisis financiera global de 2008, tales antagonismos fueron centrales para orquestar el retorno a la austeridad. De hecho, detrás de cada mención de la necesidad de apretarse el cinturón o de hacer sacrificios colectivos, había un beneficiario de la asistencia social indigno, un trabajador del sector público con un pago excesivo, o un inmigrante invasor agotando las arcas públicas. Más allá de una mera estrategia retórica, en muchos países después de 2010, estos antagonismos sociales legitimaron la carga de clase marcadamente asimétrica del ajuste macroeconómico detrás del retorno a la austeridad. El carácter de clase de la austeridad se reveló claramente en la regla empírica del “80-20” del Gobierno de Coalición del Reino Unido (2010–2015), por ejemplo, que estableció que el 80% de las medidas de consolidación fiscal debían realizarse mediante recortes en el gasto (desproporcionadamente en servicios sociales y subvenciones a las autoridades locales), con solo el 20% compuesto por aumentos de impuestos21. Además de las formas tecnocráticas y despolitizadas de gobernanza que animan el libro de Mattei, entender los contornos ideológicos de esta forma de política sigue siendo central para captar la durabilidad de la austeridad en el siglo XXI. 

    El panorama actual

    Cuando los banqueros centrales se embarcaron en una fase rápida y sincronizada de endurecimiento monetario en 2022, las dinámicas de poder de la política macroeconómica en las democracias capitalistas quedaron una vez más al descubierto. A pesar de una década de agitación populista y un tardío reconocimiento de los fracasos de la austeridad después de 2008, la rápida realineación de los banqueros centrales del mundo, los legisladores y los partidos políticos en torno a una agenda de austeridad ha subrayado una vez más la durabilidad de la doctrina. A medida que los tecnócratas no electos han empuñado el poder disciplinario de los incrementos de tasas de interés, pasando por encima de los gobiernos nacionales electos para disciplinar las supuestas demandas inflacionarias de los trabajadores, The Capital Order sirve como un recordatorio oportuno de la indivisible fundamentación de clase de la austeridad y de la extraordinaria concentración del poder de la élite que continúa moldeándola aún hoy.

    Sin embargo, incluso considerando todos los ecos que el período de entreguerras tiene en el presente, la coyuntura actual también está marcada por discontinuidades inconfundibles. A pesar de una renovación de la movilización popular y el malestar laboral tras la pandemia, la temperatura política del presente está muy lejos de las amenazas de una revolución socialista. Aunque los banqueros centrales no electos todavía poseen un poder tecnocrático extraordinario para dar forma a la economía global, los canales de la política popular a través de los cuales pasa la austeridad hoy son distintos de los días de gloria del patrón oro. Lidiar con las bases ideológicas más amplias de la austeridad y rastrear su trayectoria a través de la política de partidos hoy plantea preguntas que no pueden ser respondidas por completo si se mira exclusivamente al período de entreguerras. A pesar de momentos significativos de agitación popular, la austeridad ha ganado desde entonces tracción política e ideológica entre una sección transversal más amplia de la sociedad. Más allá de estas diferencias históricas, sin embargo, el argumento central del libro de Mattei sigue siendo importante: en lugar de ser una doctrina irracional o una idea zombi que se niega a morir, la austeridad tiene una relación fundamental y duradera con la política de gestión de crisis capitalista.

  2. Los últimos días de las finanzas sólidas

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    Engine of Inequality: The Fed and the Future of Wealth in America
    De Karen Petrou
    Wiley, 2021

    Cuando la Reserva Federal recurrió a una política monetaria no convencional en 2008, muchos temieron que pronto regresaría la espiral inflacionista de la década de 1970. La combinación de gasto deficitario y relajación monetaria resucitó el viejo fantasma de la monetización de la deuda, en la cual el Tesoro vende su deuda directamente al banco central en lugar de hacerlo al mercado de bonos; de este modo se libra de las obligaciones de intereses y de la disciplina del mercado (de manera peyorativa, a esto se le llama «impresión de dinero»). Sin embargo, mientras que la expansión cuantitativa (EC) suponía la compra masiva de bonos del Tesoro por parte de la Reserva Federal, la Reserva estuvo comprando estos bonos a instituciones financieras privadas, no al propio Tesoro. De este modo, en lugar de abrir una línea directa entre el banco central y el Tesoro (una entidad pública y, en teoría, democrática), la operación de «impresión de dinero» de la Reserva se desvió alrededor del Tesoro para crear nuevas reservas en los libros contables de los bancos creadores de mercado (primary-dealer).

    En el mejor de los casos, esta fue una forma indirecta de monetización de la deuda. Sin embargo, los «halcones de la inflación» recurrieron a los trillados guiones de la década de 1970 para darle sentido a lo que estaba ocurriendo. Advirtieron que al reducir las tasas de interés del futuro endeudamiento público, la EC incentivaría un gasto social excesivo, liberaría a los trabajadores de la disciplina del mercado y los salarios aumentarían inevitablemente a expensas de los beneficios.1 No tenían por qué preocuparse. Empezando por el Programa de Alivio de Activos en Problemas (o TARP, por su sigla en inglés), que rescató a instituciones financieras privadas mientras dejó a los hogares endeudados bajo el agua, el estímulo fiscal poscrisis ha evitado un colapso en el consumo, pero ha hecho poco para compensar la sorprendente concentración de riqueza e ingresos entre los más pudientes.2Por todas estas razones, y más, el experimento de la Reserva Federal con la impresión de dinero, que ya lleva una década (y sigue contando), no ha logrado resucitar la inflación de precios al consumidor impulsada por los salarios que tuvo lugar a principios de la década de 1970. 3

    Cuando los defensores de la expansión económica proclaman que «esto no es un retorno de los años setenta», pretenden que esto sea tranquilizante, ¿pero debería serlo? Podría decirse que los últimos años de la década de 1960 y los primeros años de la década de 1970 representaron el desafío más efectivo a la concentración de la riqueza a lo largo del siglo XX. Fue el momento más cercano de Estados Unidos en emprender una revolución fiscal.4 Por el contrario, la política monetaria no convencional solo ha intensificado la desigualdad, incluso cuando ha reducido el desempleo. En lugar de una inflación salarial, obtuvimos una inflación de los precios de los activos y una inflación autónoma de los precios del consumidor, que se dio luego del impacto mundial en los choques de oferta durante la pandemia del coronavirus. Esto quiere decir que no obtuvimos una redistribución descendente, sino una vertiginosa redistribución ascendente. Los historiadores económicos suelen argumentar que las pandemias, las guerras y otros choques exógenos tienden a fortalecer el trabajo y a reducir las desigualdades de ingresos.5 Pero este pronóstico no se cumplió durante la crisis del coronavirus, cuando los bancos centrales de todo el mundo reanudaron sus compras de activos a gran escala y, como era de esperarse, llevaron los precios de los activos a nuevos topes. Entre el primer trimestre de 2020 y el segundo trimestre de 2021, el 1 por ciento de los estadounidenses con mayores ingresos obtuvo ganancias sobre su patrimonio neto de 3.5 millones de dólares por persona, comparado con los 5.300 dólares del 50 por ciento de estadounidenses con menores ingresos.6  El panorama es mucho más perturbador cuando consideramos que uno de cada cinco estadounidenses paga alquiler de por vida. Con el fin de las moratorias establecidas debido al coronavirus, la rápida inflación de los precios de la propiedad ha dejado a millones de hogares (desproporcionalmente de grupos minoritarios y encabezados por mujeres) enfrentando una escalada de los alquileres y los desalojos.7 Justo cuando las catástrofes climáticas se están volviendo una realidad cotidiana, la vivienda básica se ha convertido en un bien de lujo. 

    Los últimos tres presidentes de la Reserva Federal de los Estados Unidos han sido reacios a reconocer cualquier vínculo entre la política monetaria no convencional y la creciente desigualdad, pero otros funcionarios del banco central han sido sorprendentemente comunicativos al respecto. En 2012, un informe anónimo publicado en el boletín trimestral del Banco de Inglaterra admitió que el aumento de los precios de los activos había beneficiado de forma abrumadora al 5 por ciento de los hogares más pudientes, debido a la desproporcionada cantidad de activos financieros, como acciones y bonos, en sus carteras de inversión.8 Aunque más evasivos respecto a su propia responsabilidad, tanto el exgobernador del Banco de Inglaterra, Mark Caney, como el ex economista jefe, Andrew Haldane, han reconocido el papel desempeñado por la EC en la exacerbación de la concentración extrema de la riqueza.9 Otros, incluyendo a economistas internos de la Reserva Federal y del Banco de Pagos Internacionales, han unido sus voces al coro; al mismo tiempo, un puñado de economistas académicos han emprendido la lenta labor de demostrar las conexiones causales entre las tasas de interés ultrabajas, las compras de activos por parte del banco central y las infladas carteras de activos de los hogares más ricos.10

    Estrategia de precios de los activos

    En su conjunto, esta literatura es condenatoria en su evaluación del fracaso institucional por parte de los bancos centrales y las autoridades fiscales; sin embargo, en su mayoría, carece del alcance panorámico que le impulsaría de manera contundente a la agenda pública. Engine of Inequality, de Karen Petrou, es la primera monografía que investiga sistemáticamente el impacto distributivo de la política monetaria no convencional de la Reserva Federal, y lo hace con el objetivo explícito de promover alternativas. Aunque está estrechamente ligado a una literatura técnica intimidante, el libro es sumamente accesible a un público lector mucho más amplio. Esto constituye una contribución de gran importancia al debate de la concentración de la riqueza y sus impulsores institucionales.

    Petrou describe de manera acertada las compras masivas de activos y las tasas de interés ultrabajas de la Reserva como una especie de política monetaria de «derrame». En teoría, la reducción del precio del dinero pretende incentivar a los bancos a incrementar sus préstamos a hogares y empresas cuyo perfil de riesgo más elevado los habría privado, de otro modo, del acceso al crédito. A su vez, estos nuevos préstamos permitirían un crecimiento del consumo personal y de la inversión empresarial, los cuales generarían nuevos empleos en toda la economía; sin embargo, las cosas no resultaron como se habían planeado. En lugar de canalizar la liquidez hacia abajo, los bancos se han mostrado bastante renuentes a prestar a los hogares de ingresos bajos y moderados. Los flujos de crédito hacia el sector empresarial y corporativo han privilegiado inversiones financieras como la recompra de valores y las negociaciones de capital inversión, cuyo objetivo principal es elevar los precios de las acciones. Si esto es una política de incentivos a la «oferta», es solo en el sentido de que ha ampliado la oferta de crédito al servicio de la revalorización de los precios de los activos. Ha habido muy poco aumento en el tipo de inversión de capital a largo plazo que pudiera favorecer al empleo con salarios altos o empoderar a los trabajadores. Mientras que el derrame hacia abajo falló en materializarse, las carteras de lujo han continuado revalorizándose, ya que a medida que la libre oferta de crédito eleva el precio de los activos financieros, los beneficios fluyen hacia aquellos que poseen una proporción relativamente mayor de su riqueza en forma de acciones, capital de inversión y similares.

    Aunque algunos ven consecuencias accidentales, Petrou nos recuerda que el objetivo explícito de la Reserva era elevar los precios de los activos. Luego de cuatro años en la estrategia de la EC, Ben Bernanke seguía contando con que «la disminución de los rendimientos y el aumento de los precios de los activos [podía] aliviar las condiciones financieras generales y estimular la actividad económica» global. 11 De manera acertada, Petrou rastrea el origen de esta doctrina hasta el expresidente de la Reserva Federal, Alan Greenspan, quien desde mediados de la década de 1990 hasta el 2006 presidió un auge histórico en los precios de los activos.12 La raíz de este auge fue la llamada «Greenspan put», una garantía implícita de que la Reserva Federal protegería los mercados de activos del riesgo a la baja, lo que aseguraba a los poseedores de riqueza que sus carteras se revalorizarían.13 Aunque Greenspan compartía la tradicional hostilidad de los banqueros centrales hacia la inflación salarial, consideraba benigna la inflación de los precios de los activos; por eso se mantuvo al margen y dejó que la «inseguridad laboral» hiciera el resto.14 El trabajo figuraba en sus cálculos políticos solo en la medida en que los trabajadores también pudieran convertirse en propietarios de activos. Si todo el mundo pudiera tener (o aspirar a tener) una vivienda, los trabajadores estarían menos interesados en luchar contra el estancamiento de los salarios.  

    Este giro democrático en la estrategia de los precios de los activos, siempre problemática, ya no está en consideración. Las tasas de propiedad de vivienda disminuyeron más del 5 por ciento después de la crisis de las hipotecas de alto riesgo de 2007 y, actualmente, en muchas ciudades importantes los precios de la vivienda están fuera del alcance de las personas con ingresos medios. Como demuestra Petrou, el crédito bancario de bajo costo se ha vuelto aún menos accesible para los denominados hogares «de alto riesgo», a pesar de los billones de dólares de la EC destinados a estimular este tipo de préstamo. Incluso con tasas de interés históricamente bajas, las personas con ingresos y activos escasos dependen cada vez más de las tarjetas de crédito y de los abusivos préstamos del día de pago.

    ¿Una caja de herramientas limitada?

    Petrou es esclarecedora respecto a los impactos distributivos de la política monetaria no convencional; sin embargo, sus propuestas para superar el problema son menos convincentes. Plantea que debemos actuar con firmeza y rapidez para detener el impulso de la inflación de los precios de los activos, e insiste en que la única herramienta con la que podemos contar es la política monetaria. Si la Reserva creó este problema desde un comienzo, entonces debería sacarnos de aquí. De este modo, considera que la descarga del inflado balance general de la Reserva Federal junto con un aumento constante de las tasas de interés es la mejor solución para esta tarea. Por el contrario, descarta por completo soluciones fiscales como un impuesto sobre la riqueza, un incremento del gasto federal en educación y bienestar social o un programa federal de infraestructura. Para Petrou, todas estas intervenciones son inútiles debido a la lentitud del proceso presupuestario y la inercia del actual sistema de transferencias públicas.

    Dada la demoledora decepción del primer año de gobierno de Biden, es fácil entender por qué los reformistas de mentalidad pragmática podrían querer abandonar por completo la caja de herramientas fiscales. Vivimos en una época en la que incluso las maniobras keynesianas más conservadoras parecen extremadamente utópicas, así que los realistas se refugian en las soluciones técnicas de la política monetaria del Banco Central como la salida más sencilla. Sin embargo, la dificultad de Petrou para concebir una agenda de gasto público más ambiciosa se origina en algo más que el pragmatismo. En un momento dado, rechaza cualquier «propuesta abiertamente redistributiva» para igualar la riqueza, pues argumenta que esto «perjudicaría lo que queda de la clase media estadounidense». En otro momento revive la tesis clásica del «efecto desplazamiento», que tanto les gustaba antes a los conservadores fiscales. En una curiosa inversión de la fórmula que solía considerar que el gasto deficitario público desplazaba la inversión privada, Petrou sostiene que «los crecientes déficits federales [han] destruido la riqueza pública» (énfasis añadido). Supuestamente, «cuanto más crece el déficit, menos patrimonio neto poseen colectivamente los contribuyentes estadounidenses y, por lo tanto, menos hay no solo para repartir, sino también para dedicar a políticas progresistas». Esta lógica es confusa e incluso incoherente: ¿por qué la inversión pública financiada con déficit no puede aumentar la «riqueza» pública? Además, los principios contables indican que un déficit público debe corresponder a un superávit en algún balance general privado, lo contrario al conflicto de suma negativa imaginado aquí. Petrou parece no estar consciente o no preocuparse por cómo la experiencia reciente ha refutado contundentemente las viejas ortodoxias (diez años de gasto deficitario tras la crisis financiera, seguidos de un gasto público abundante, aunque temporal, durante la crisis del coronavirus).

    Si el argumento implícito de Petrou es que las reacciones de la élite al gasto deficitario variarán en función de cómo (y para quién) se gaste el dinero, entonces tiene razón, pues las restricciones presupuestarias reflejan la lucha por el poder, no la fuerza implacable de supuestas leyes económicas. Pero Petrou parece genuina e incluso pintorescamente devota a convenciones financieras que pocos siguen. Al igual que Bill Clinton, quien presentó a los Nuevos Demócratas como republicanos de Eisenhower que luchaban contra los excesos de los republicanos de Reagan, Petrou es una centroizquierdista obstinadamente apegada al antiguo conservatismo. Después de describir las inaceptables transgresiones de la EC a las reglas de las finanzas sólidas y de explicar sus contribuciones a la desigualdad, muestra pocas ganas de romper esas mismas reglas en nombre de la redistribución. No solo rechaza la teoría monetaria moderna (TMM) —que sanciona la monetización permanente de la deuda—, sino también el «dinero helicóptero», la forma más limitada de creación de dinero de emergencia por parte del banco central, la cual fue defendida por Milton Friedman y, en un momento dado, por Ben Bernanke.

    Esto deja a Petrou con un escaso conjunto de opciones monetarias y regulatorias entre las cuales elegir. Básicamente, recurre a la restricción monetaria y presupuestaria para controlar los precios de los activos y reponer las cuentas de ahorro de una «clase media» en rápido declive. Sin embargo, no explica cómo los hogares de ingresos bajos y medios —que ya «luchan por gestionar el consumo diario»— pueden mantener al mismo tiempo su nivel de vida, incrementar sus tasas de ahorro, perder el acceso al crédito al consumo y afrontar mayores intereses sobre la deuda existente. El hecho es que la política monetaria por sí sola es incapaz de ocuparse de las graves desigualdades de nuestro tiempo, a menos que también se pongan en juego las palancas fiscales del gasto y los impuestos. Como señalan Gerald Epstein y Juan Montecino, la paradoja de nuestra coyuntura actual es que «probablemente tanto la política monetaria flexible como la restrictiva generen desigualdades».15 Dado este dilema, la falta de una visión «utópica» resulta ser una carga práctica. A falta de políticas fiscales más imaginativas, Petrou solo puede ofrecer una versión progresista de unas finanzas sólidas. 

    Abandonar el «crecimiento compartido»

    El llamado de Petrou por una política monetaria más restrictiva fue respondido por la Reserva Federal de Jerome Powell, que en julio de 2022 aumentó las tasas de interés en tres cuartos de punto, el porcentaje más alto en décadas, por segundo mes consecutivo. Este cambio de política representa una grave malinterpretación del panorama económico. El actual incremento de los precios al consumidor se debe a los cuellos de botella en la cadena de suministros generados por la pandemia del coronavirus, la invasión rusa de Ucrania y las subidas de precios impulsadas por las ganancias de las empresas, y no a un retorno a la espiral inflacionista de la década de 1970.16 Un aumento en las tasas de interés no resolverá en absoluto estos problemas de la cadena de suministros y, sin duda, no ayudará a los trabajadores con ingresos bajos, a los desempleados ni a aquellos crónicamente endeudados. 

    La convicción de la Reserva de que los trabajadores con salarios bajos deben ser castigados por una demanda excesivamente exuberante es grotesca, pero internamente coherente. Powell admite que el objetivo de la restricción monetaria es reducir la inversión empresarial y «moderar el crecimiento». Esta desaceleración económica asegurará que las supuestas «presiones salariales vuelvan a bajar» y rectifiquen el «desequilibrio real en la negociación salarial», que Powell considera ahora como una consecuencia peligrosa del dinero barato. Esta perspectiva contrasta con la de Petrou, quien afirma que una mayor restricción monetaria incrementará la inversión y el empleo: «Cuanto más bajan estas [tasas], menos gastan las empresas en inversión y más difícil es para los trabajadores poco cualificados conseguir empleo». Petrou reconoce que la inversión está impulsada por la demanda («Cuanto menos gaste la nación en el consumo general de bienes y servicios, menos necesidad tendrán las empresas de invertir en nuevas instalaciones e infraestructura para satisfacer la demanda»), pero cree que, de alguna manera, una mayor restricción monetaria significará una mayor demanda. Estos paradigmas distorsionados reflejan un rechazo obstinado a lo que Powell admite libremente: la política monetaria simplemente no puede revertir la hiperconcentración de la riqueza ni reavivar lo que Petrou denomina «crecimiento compartido».

    Vale la pena recordar los contornos históricos reales del «crecimiento compartido». La última vez que vimos una compresión significativa de la desigualdad de la riqueza y los ingresos fue en la época de la posguerra, cuando los gobiernos federales y estatales invirtieron dinero en proyectos de construcción pública y subsidiaron generosamente al sector manufacturero «privado». Unas tasas de crecimiento fuertes significaban que los salarios podían incrementar sin amenazar el reparto de beneficios de la renta nacional. Así es como se suponía que debía funcionar el keynesianismo limitado del New Deal estatal. En el periodo posterior a 1965 se observó una expansión significativa del gasto público social y redistributivo en relación con los gastos de defensa y un aumento de la militancia laboral en el sector público y privado. Cuando los salarios siguieron subiendo, incluso cuando las ganancias industriales se vieron amenazadas por la competencia extranjera y el aumento de los precios del petróleo, tanto los empleadores de las industrias como los propietarios de activos financieros perdieron rápidamente el interés en mantener la paz keynesiana. Los trabajadores sindicalizados, que ya no eran socios respetados, se habían convertido en un enemigo del sistema de libre empresa y, a través de la «inflación por aumentos salariales», en la principal causa de los males económicos del país. 

    La inflación por aumentos salariales también podría haberse apodado inflación por aumento de ganancias, ya que el aumento de los precios al consumidor reflejaba una lucha constante entre trabajadores y empresarios, más que la victoria absoluta de los sindicatos. Sin embargo, el hecho de que la distribución de los ingresos pudiera cambiar a favor de los trabajadores, incluso momentáneamente, fue suficiente para disolver cualquier compromiso por parte de las empresas con el crecimiento compartido. (En 1974, un joven Alan Greenspan dijo a un grupo de burócratas de los servicios sociales que los corredores de bolsa de Wall Street estaban más afectados «porcentualmente» por la inflación que los pobres, una declaración poco diplomática que revelaba lo que realmente significaba «combatir» la inflación).17

    La política monetaria y el Estado fiscal

    Michał Kalecki no se hubiera sorprendido de la larga contrarrevolución del último medio siglo, en la que los bancos centrales han atacado implacablemente el menor indicio de crecimiento salarial, mientras hacen todo lo posible por promover la inflación de los precios de los activos. En un famoso ensayo de 1943, este economista polaco predijo que los esfuerzos prolongados del gobierno por subsidiar los servicios públicos, las ayudas sociales y los salarios liberarían en algún momento a los trabajadores del miedo al desempleo y, por lo tanto, generarían como contragolpe una poderosa coalición de los industriales y rentistas.18 Más allá de simplemente diagnosticar los dilemas del pleno empleo, el profético ensayo de Kalecki también sugiere que el camino hacia la revolución podría pasar a través del Estado fiscal y más allá de él. Cuando el gasto social y la redistribución se llevan demasiado lejos, los industriales y los poseedores de riqueza se unen en oposición. Pero, ¿qué significaría empujar deliberadamente el keynesianismo más allá de estos límites, así como más allá de los límites familiares, raciales, nacionales y de clase dentro de los cuales el Estado de bienestar ha estado históricamente confinado? Dicho de otro modo, ¿es siquiera posible contemplar la perspectiva del comunismo hoy en día sin un cierto entendimiento de cómo colectivizar el proceso de creación de dinero y deuda? 

    Los marxistas contemporáneos han abandonado estas posibilidades. Con demasiada frecuencia invocan una perspectiva extrañamente filológica de la revolución, sintonizada con una época anterior al Estado fiscal y al banco central moderno, en la que los trabajadores sólo tenían que apoderarse de los medios de producción, mientras los militantes se apoderaban de los poderes ejecutivos del Estado.19 Pero cualquier desafío radical al capitalismo hoy en día también necesitaría apoderarse de los medios de creación del dinero, el gasto colectivo y la tributación. Cuando los economistas marxistas desestiman la TMM (Que afirma que un Estado soberano es el proveedor monopolista de su moneda) como una medida keynesiana a medias, están exponiendo lo obvio. Hay un valor real en la afirmación de la TMM de que las acciones fiscales y monetarias deberían ser juzgadas por sus efectos en el mundo real y no por su distanciamiento de las supuestas leyes económicas. Pero en otros aspectos sigue comprometida con el proyecto keynesiano de mediación dialéctica, con todos sus amortiguadores incorporados: la distinción entre trabajo productivo e improductivo, el confinamiento de la socialdemocracia dentro de las fronteras nacionales y el temor a un crecimiento salarial excesivo.20 No hace falta decir que se trata de un proyecto limitado. El propósito del keynesianismo es moderar la relación entre el trabajo y el capital, de modo que la creación de dinero por parte del banco central y el poder del Estado para gravar y gastar nunca conduzcan a la socialización total de las finanzas. Es fácil entender por qué Petrou, una liberal social con políticas fiscales claramente sin ambición, rechazaría la promesa de la TMM de eliminar las restricciones financieras. Pero para los marxistas el tiempo dedicado a repetir viejas críticas al reformismo es tiempo que se resta a otras tareas más urgentes. Mientras no desarrollemos nuestra propia política de finanzas colectivas, la izquierda enfrentará una elección insatisfactoria entre celebrar la EC o caer en una actitud «de halcones» que, en última instancia, es difícil de distinguir de la nostalgia del dinero sólido.21

    Hasta ahora, las propuestas más creativas han venido de grupos de activistas como ¡Strike Debt! o de grupos más de defensa como New Economics Foundation and Positive Money. Cada uno de estos ha recurrido a toda la gama de alternativas monetarias y fiscales para abogar por una política económica más redistributiva. Aunque son difícilmente excepcionales según los estándares históricos del pensamiento keynesiano (o incluso desde el monetarista), sus demandas —como una agenda de gasto social más amplia, la condonación masiva de deudas o una «expansión cuantitativa para el pueblo»— son mucho más prometedoras que el retorno a las finanzas sólidas promovido por centristas como Petrou y por algún marxista ocasional.

    Si en algo tienen razón los escépticos es en que este tipo de experimentos nunca se implementarán a gran escala sin una lucha. La política macroeconómica no es, ni debe ser, un asunto exclusivamente tecnocrático o parlamentario. El Estado fiscal es tan capaz como el sector de la producción de iniciar conflictos transformadores. El auge de la militancia en el sector público a lo largo de una década es un ejemplo de lucha laboral que afecta directamente las palancas de las finanzas públicas y, por lo tanto, representa un punto crucial de intervención fiscal.22 Algunas veces se desestima el sindicalismo del sector público al considerarlo como algo periférico a la verdadera labor de lucha anticapitalista, bajo el argumento de que el punto de apoyo de las relaciones de poder capitalistas recae en el sector privado con fines de lucro. Esta suposición anacrónica malinterpreta el último siglo de organización económica, en el que el Estado respaldó ampliamente la generación de plusvalía del «sector privado», ya fuera a través de subsidios directos, gastos fiscales o contratos gubernamentales; por consiguiente, pasa por alto las afinidades ocultas entre el sindicalismo de los sectores público y privado. De igual modo, ignora el miedo genuino que los trabajadores del sector público son capaces de inspirar entre las élites políticas, como cuando el presidente de la Reserva, Arthur Burns, describió la huelga salvaje de correos de 1970 como «una insurrección contra el gobierno».23

    No hay que lamentar la importancia relativa de los sindicatos del sector público en el movimiento laboral actual. Al tratarse de un movimiento que incluye un gran número de mujeres y trabajadores de grupos minoritarios, la organización del sector público tiene el potencial de trascender las compensaciones basadas en género y raza de las insurgencias laborales anteriores. La visible dependencia de este sector al apoyo gubernamental —históricamente considerada como una vulnerabilidad— también ofrece oportunidades únicas. Los movimientos del sector público se ven obligados a sacar a la luz problemas que suelen estar ocultos: la relación entre los ingresos laborales, los precios de los activos y el gasto público; las implicaciones distributivas de los impuestos y la creación de crédito; los imperativos contradictorios de reproducir una sociedad cada vez más desigual. Los desafíos del sector público pueden convertirse en fuentes de fortaleza; esto lo demuestran iniciativas como la de Bargaining for the Common Good Network, que crea coaliciones entre trabajadores del sector público en huelga y sus «clientes» (estudiantes, padres, pacientes, viajeros suburbanos, etc.), al tiempo que coordina campañas que unen los puntos entre el presupuesto público y la austeridad cotidiana. Para tener una idea del alcance que pueden tener estas campañas, el Sindicato de Maestros de Los Ángeles (UTLA, por sus siglas en inglés) ha luchado por retirar el límite de impuesto a la propiedad comercial para la financiación de las escuelas, convertir los terrenos baldíos que son propiedad de las escuelas en viviendas asequibles y contener el poder de los fondos de capital inversión que explotan tanto a los inquilinos (a través de sus carteras de bienes inmuebles) como a los maestros (mediante políticas fiscales estatales que privilegian las ganancias de capital a expensas de la financiación de las escuelas).24 Este es un modelo para los sindicalistas de los sectores públicos y privados; y más que eso, representa una manera en la que se pueden tomar desde abajo las riendas del poder fiscal y monetario. 

    Este ensayo fue traducido del inglés para PW por Natalia Silva.