Engine of Inequality: The Fed and the Future of Wealth in America
De Karen Petrou
Wiley, 2021
Cuando la Reserva Federal recurrió a una política monetaria no convencional en 2008, muchos temieron que pronto regresaría la espiral inflacionista de la década de 1970. La combinación de gasto deficitario y relajación monetaria resucitó el viejo fantasma de la monetización de la deuda, en la cual el Tesoro vende su deuda directamente al banco central en lugar de hacerlo al mercado de bonos; de este modo se libra de las obligaciones de intereses y de la disciplina del mercado (de manera peyorativa, a esto se le llama «impresión de dinero»). Sin embargo, mientras que la expansión cuantitativa (EC) suponía la compra masiva de bonos del Tesoro por parte de la Reserva Federal, la Reserva estuvo comprando estos bonos a instituciones financieras privadas, no al propio Tesoro. De este modo, en lugar de abrir una línea directa entre el banco central y el Tesoro (una entidad pública y, en teoría, democrática), la operación de «impresión de dinero» de la Reserva se desvió alrededor del Tesoro para crear nuevas reservas en los libros contables de los bancos creadores de mercado (primary-dealer).
En el mejor de los casos, esta fue una forma indirecta de monetización de la deuda. Sin embargo, los «halcones de la inflación» recurrieron a los trillados guiones de la década de 1970 para darle sentido a lo que estaba ocurriendo. Advirtieron que al reducir las tasas de interés del futuro endeudamiento público, la EC incentivaría un gasto social excesivo, liberaría a los trabajadores de la disciplina del mercado y los salarios aumentarían inevitablemente a expensas de los beneficios.1 No tenían por qué preocuparse. Empezando por el Programa de Alivio de Activos en Problemas (o TARP, por su sigla en inglés), que rescató a instituciones financieras privadas mientras dejó a los hogares endeudados bajo el agua, el estímulo fiscal poscrisis ha evitado un colapso en el consumo, pero ha hecho poco para compensar la sorprendente concentración de riqueza e ingresos entre los más pudientes.2Por todas estas razones, y más, el experimento de la Reserva Federal con la impresión de dinero, que ya lleva una década (y sigue contando), no ha logrado resucitar la inflación de precios al consumidor impulsada por los salarios que tuvo lugar a principios de la década de 1970. 3
Cuando los defensores de la expansión económica proclaman que «esto no es un retorno de los años setenta», pretenden que esto sea tranquilizante, ¿pero debería serlo? Podría decirse que los últimos años de la década de 1960 y los primeros años de la década de 1970 representaron el desafío más efectivo a la concentración de la riqueza a lo largo del siglo XX. Fue el momento más cercano de Estados Unidos en emprender una revolución fiscal.4 Por el contrario, la política monetaria no convencional solo ha intensificado la desigualdad, incluso cuando ha reducido el desempleo. En lugar de una inflación salarial, obtuvimos una inflación de los precios de los activos y una inflación autónoma de los precios del consumidor, que se dio luego del impacto mundial en los choques de oferta durante la pandemia del coronavirus. Esto quiere decir que no obtuvimos una redistribución descendente, sino una vertiginosa redistribución ascendente. Los historiadores económicos suelen argumentar que las pandemias, las guerras y otros choques exógenos tienden a fortalecer el trabajo y a reducir las desigualdades de ingresos.5 Pero este pronóstico no se cumplió durante la crisis del coronavirus, cuando los bancos centrales de todo el mundo reanudaron sus compras de activos a gran escala y, como era de esperarse, llevaron los precios de los activos a nuevos topes. Entre el primer trimestre de 2020 y el segundo trimestre de 2021, el 1 por ciento de los estadounidenses con mayores ingresos obtuvo ganancias sobre su patrimonio neto de 3.5 millones de dólares por persona, comparado con los 5.300 dólares del 50 por ciento de estadounidenses con menores ingresos.6 El panorama es mucho más perturbador cuando consideramos que uno de cada cinco estadounidenses paga alquiler de por vida. Con el fin de las moratorias establecidas debido al coronavirus, la rápida inflación de los precios de la propiedad ha dejado a millones de hogares (desproporcionalmente de grupos minoritarios y encabezados por mujeres) enfrentando una escalada de los alquileres y los desalojos.7 Justo cuando las catástrofes climáticas se están volviendo una realidad cotidiana, la vivienda básica se ha convertido en un bien de lujo.
Los últimos tres presidentes de la Reserva Federal de los Estados Unidos han sido reacios a reconocer cualquier vínculo entre la política monetaria no convencional y la creciente desigualdad, pero otros funcionarios del banco central han sido sorprendentemente comunicativos al respecto. En 2012, un informe anónimo publicado en el boletín trimestral del Banco de Inglaterra admitió que el aumento de los precios de los activos había beneficiado de forma abrumadora al 5 por ciento de los hogares más pudientes, debido a la desproporcionada cantidad de activos financieros, como acciones y bonos, en sus carteras de inversión.8 Aunque más evasivos respecto a su propia responsabilidad, tanto el exgobernador del Banco de Inglaterra, Mark Caney, como el ex economista jefe, Andrew Haldane, han reconocido el papel desempeñado por la EC en la exacerbación de la concentración extrema de la riqueza.9 Otros, incluyendo a economistas internos de la Reserva Federal y del Banco de Pagos Internacionales, han unido sus voces al coro; al mismo tiempo, un puñado de economistas académicos han emprendido la lenta labor de demostrar las conexiones causales entre las tasas de interés ultrabajas, las compras de activos por parte del banco central y las infladas carteras de activos de los hogares más ricos.10
Estrategia de precios de los activos
En su conjunto, esta literatura es condenatoria en su evaluación del fracaso institucional por parte de los bancos centrales y las autoridades fiscales; sin embargo, en su mayoría, carece del alcance panorámico que le impulsaría de manera contundente a la agenda pública. Engine of Inequality, de Karen Petrou, es la primera monografía que investiga sistemáticamente el impacto distributivo de la política monetaria no convencional de la Reserva Federal, y lo hace con el objetivo explícito de promover alternativas. Aunque está estrechamente ligado a una literatura técnica intimidante, el libro es sumamente accesible a un público lector mucho más amplio. Esto constituye una contribución de gran importancia al debate de la concentración de la riqueza y sus impulsores institucionales.
Petrou describe de manera acertada las compras masivas de activos y las tasas de interés ultrabajas de la Reserva como una especie de política monetaria de «derrame». En teoría, la reducción del precio del dinero pretende incentivar a los bancos a incrementar sus préstamos a hogares y empresas cuyo perfil de riesgo más elevado los habría privado, de otro modo, del acceso al crédito. A su vez, estos nuevos préstamos permitirían un crecimiento del consumo personal y de la inversión empresarial, los cuales generarían nuevos empleos en toda la economía; sin embargo, las cosas no resultaron como se habían planeado. En lugar de canalizar la liquidez hacia abajo, los bancos se han mostrado bastante renuentes a prestar a los hogares de ingresos bajos y moderados. Los flujos de crédito hacia el sector empresarial y corporativo han privilegiado inversiones financieras como la recompra de valores y las negociaciones de capital inversión, cuyo objetivo principal es elevar los precios de las acciones. Si esto es una política de incentivos a la «oferta», es solo en el sentido de que ha ampliado la oferta de crédito al servicio de la revalorización de los precios de los activos. Ha habido muy poco aumento en el tipo de inversión de capital a largo plazo que pudiera favorecer al empleo con salarios altos o empoderar a los trabajadores. Mientras que el derrame hacia abajo falló en materializarse, las carteras de lujo han continuado revalorizándose, ya que a medida que la libre oferta de crédito eleva el precio de los activos financieros, los beneficios fluyen hacia aquellos que poseen una proporción relativamente mayor de su riqueza en forma de acciones, capital de inversión y similares.
Aunque algunos ven consecuencias accidentales, Petrou nos recuerda que el objetivo explícito de la Reserva era elevar los precios de los activos. Luego de cuatro años en la estrategia de la EC, Ben Bernanke seguía contando con que «la disminución de los rendimientos y el aumento de los precios de los activos [podía] aliviar las condiciones financieras generales y estimular la actividad económica» global. 11 De manera acertada, Petrou rastrea el origen de esta doctrina hasta el expresidente de la Reserva Federal, Alan Greenspan, quien desde mediados de la década de 1990 hasta el 2006 presidió un auge histórico en los precios de los activos.12 La raíz de este auge fue la llamada «Greenspan put», una garantía implícita de que la Reserva Federal protegería los mercados de activos del riesgo a la baja, lo que aseguraba a los poseedores de riqueza que sus carteras se revalorizarían.13 Aunque Greenspan compartía la tradicional hostilidad de los banqueros centrales hacia la inflación salarial, consideraba benigna la inflación de los precios de los activos; por eso se mantuvo al margen y dejó que la «inseguridad laboral» hiciera el resto.14 El trabajo figuraba en sus cálculos políticos solo en la medida en que los trabajadores también pudieran convertirse en propietarios de activos. Si todo el mundo pudiera tener (o aspirar a tener) una vivienda, los trabajadores estarían menos interesados en luchar contra el estancamiento de los salarios.
Este giro democrático en la estrategia de los precios de los activos, siempre problemática, ya no está en consideración. Las tasas de propiedad de vivienda disminuyeron más del 5 por ciento después de la crisis de las hipotecas de alto riesgo de 2007 y, actualmente, en muchas ciudades importantes los precios de la vivienda están fuera del alcance de las personas con ingresos medios. Como demuestra Petrou, el crédito bancario de bajo costo se ha vuelto aún menos accesible para los denominados hogares «de alto riesgo», a pesar de los billones de dólares de la EC destinados a estimular este tipo de préstamo. Incluso con tasas de interés históricamente bajas, las personas con ingresos y activos escasos dependen cada vez más de las tarjetas de crédito y de los abusivos préstamos del día de pago.
¿Una caja de herramientas limitada?
Petrou es esclarecedora respecto a los impactos distributivos de la política monetaria no convencional; sin embargo, sus propuestas para superar el problema son menos convincentes. Plantea que debemos actuar con firmeza y rapidez para detener el impulso de la inflación de los precios de los activos, e insiste en que la única herramienta con la que podemos contar es la política monetaria. Si la Reserva creó este problema desde un comienzo, entonces debería sacarnos de aquí. De este modo, considera que la descarga del inflado balance general de la Reserva Federal junto con un aumento constante de las tasas de interés es la mejor solución para esta tarea. Por el contrario, descarta por completo soluciones fiscales como un impuesto sobre la riqueza, un incremento del gasto federal en educación y bienestar social o un programa federal de infraestructura. Para Petrou, todas estas intervenciones son inútiles debido a la lentitud del proceso presupuestario y la inercia del actual sistema de transferencias públicas.
Dada la demoledora decepción del primer año de gobierno de Biden, es fácil entender por qué los reformistas de mentalidad pragmática podrían querer abandonar por completo la caja de herramientas fiscales. Vivimos en una época en la que incluso las maniobras keynesianas más conservadoras parecen extremadamente utópicas, así que los realistas se refugian en las soluciones técnicas de la política monetaria del Banco Central como la salida más sencilla. Sin embargo, la dificultad de Petrou para concebir una agenda de gasto público más ambiciosa se origina en algo más que el pragmatismo. En un momento dado, rechaza cualquier «propuesta abiertamente redistributiva» para igualar la riqueza, pues argumenta que esto «perjudicaría lo que queda de la clase media estadounidense». En otro momento revive la tesis clásica del «efecto desplazamiento», que tanto les gustaba antes a los conservadores fiscales. En una curiosa inversión de la fórmula que solía considerar que el gasto deficitario público desplazaba la inversión privada, Petrou sostiene que «los crecientes déficits federales [han] destruido la riqueza pública» (énfasis añadido). Supuestamente, «cuanto más crece el déficit, menos patrimonio neto poseen colectivamente los contribuyentes estadounidenses y, por lo tanto, menos hay no solo para repartir, sino también para dedicar a políticas progresistas». Esta lógica es confusa e incluso incoherente: ¿por qué la inversión pública financiada con déficit no puede aumentar la «riqueza» pública? Además, los principios contables indican que un déficit público debe corresponder a un superávit en algún balance general privado, lo contrario al conflicto de suma negativa imaginado aquí. Petrou parece no estar consciente o no preocuparse por cómo la experiencia reciente ha refutado contundentemente las viejas ortodoxias (diez años de gasto deficitario tras la crisis financiera, seguidos de un gasto público abundante, aunque temporal, durante la crisis del coronavirus).
Si el argumento implícito de Petrou es que las reacciones de la élite al gasto deficitario variarán en función de cómo (y para quién) se gaste el dinero, entonces tiene razón, pues las restricciones presupuestarias reflejan la lucha por el poder, no la fuerza implacable de supuestas leyes económicas. Pero Petrou parece genuina e incluso pintorescamente devota a convenciones financieras que pocos siguen. Al igual que Bill Clinton, quien presentó a los Nuevos Demócratas como republicanos de Eisenhower que luchaban contra los excesos de los republicanos de Reagan, Petrou es una centroizquierdista obstinadamente apegada al antiguo conservatismo. Después de describir las inaceptables transgresiones de la EC a las reglas de las finanzas sólidas y de explicar sus contribuciones a la desigualdad, muestra pocas ganas de romper esas mismas reglas en nombre de la redistribución. No solo rechaza la teoría monetaria moderna (TMM) —que sanciona la monetización permanente de la deuda—, sino también el «dinero helicóptero», la forma más limitada de creación de dinero de emergencia por parte del banco central, la cual fue defendida por Milton Friedman y, en un momento dado, por Ben Bernanke.
Esto deja a Petrou con un escaso conjunto de opciones monetarias y regulatorias entre las cuales elegir. Básicamente, recurre a la restricción monetaria y presupuestaria para controlar los precios de los activos y reponer las cuentas de ahorro de una «clase media» en rápido declive. Sin embargo, no explica cómo los hogares de ingresos bajos y medios —que ya «luchan por gestionar el consumo diario»— pueden mantener al mismo tiempo su nivel de vida, incrementar sus tasas de ahorro, perder el acceso al crédito al consumo y afrontar mayores intereses sobre la deuda existente. El hecho es que la política monetaria por sí sola es incapaz de ocuparse de las graves desigualdades de nuestro tiempo, a menos que también se pongan en juego las palancas fiscales del gasto y los impuestos. Como señalan Gerald Epstein y Juan Montecino, la paradoja de nuestra coyuntura actual es que «probablemente tanto la política monetaria flexible como la restrictiva generen desigualdades».15 Dado este dilema, la falta de una visión «utópica» resulta ser una carga práctica. A falta de políticas fiscales más imaginativas, Petrou solo puede ofrecer una versión progresista de unas finanzas sólidas.
Abandonar el «crecimiento compartido»
El llamado de Petrou por una política monetaria más restrictiva fue respondido por la Reserva Federal de Jerome Powell, que en julio de 2022 aumentó las tasas de interés en tres cuartos de punto, el porcentaje más alto en décadas, por segundo mes consecutivo. Este cambio de política representa una grave malinterpretación del panorama económico. El actual incremento de los precios al consumidor se debe a los cuellos de botella en la cadena de suministros generados por la pandemia del coronavirus, la invasión rusa de Ucrania y las subidas de precios impulsadas por las ganancias de las empresas, y no a un retorno a la espiral inflacionista de la década de 1970.16 Un aumento en las tasas de interés no resolverá en absoluto estos problemas de la cadena de suministros y, sin duda, no ayudará a los trabajadores con ingresos bajos, a los desempleados ni a aquellos crónicamente endeudados.
La convicción de la Reserva de que los trabajadores con salarios bajos deben ser castigados por una demanda excesivamente exuberante es grotesca, pero internamente coherente. Powell admite que el objetivo de la restricción monetaria es reducir la inversión empresarial y «moderar el crecimiento». Esta desaceleración económica asegurará que las supuestas «presiones salariales vuelvan a bajar» y rectifiquen el «desequilibrio real en la negociación salarial», que Powell considera ahora como una consecuencia peligrosa del dinero barato. Esta perspectiva contrasta con la de Petrou, quien afirma que una mayor restricción monetaria incrementará la inversión y el empleo: «Cuanto más bajan estas [tasas], menos gastan las empresas en inversión y más difícil es para los trabajadores poco cualificados conseguir empleo». Petrou reconoce que la inversión está impulsada por la demanda («Cuanto menos gaste la nación en el consumo general de bienes y servicios, menos necesidad tendrán las empresas de invertir en nuevas instalaciones e infraestructura para satisfacer la demanda»), pero cree que, de alguna manera, una mayor restricción monetaria significará una mayor demanda. Estos paradigmas distorsionados reflejan un rechazo obstinado a lo que Powell admite libremente: la política monetaria simplemente no puede revertir la hiperconcentración de la riqueza ni reavivar lo que Petrou denomina «crecimiento compartido».
Vale la pena recordar los contornos históricos reales del «crecimiento compartido». La última vez que vimos una compresión significativa de la desigualdad de la riqueza y los ingresos fue en la época de la posguerra, cuando los gobiernos federales y estatales invirtieron dinero en proyectos de construcción pública y subsidiaron generosamente al sector manufacturero «privado». Unas tasas de crecimiento fuertes significaban que los salarios podían incrementar sin amenazar el reparto de beneficios de la renta nacional. Así es como se suponía que debía funcionar el keynesianismo limitado del New Deal estatal. En el periodo posterior a 1965 se observó una expansión significativa del gasto público social y redistributivo en relación con los gastos de defensa y un aumento de la militancia laboral en el sector público y privado. Cuando los salarios siguieron subiendo, incluso cuando las ganancias industriales se vieron amenazadas por la competencia extranjera y el aumento de los precios del petróleo, tanto los empleadores de las industrias como los propietarios de activos financieros perdieron rápidamente el interés en mantener la paz keynesiana. Los trabajadores sindicalizados, que ya no eran socios respetados, se habían convertido en un enemigo del sistema de libre empresa y, a través de la «inflación por aumentos salariales», en la principal causa de los males económicos del país.
La inflación por aumentos salariales también podría haberse apodado inflación por aumento de ganancias, ya que el aumento de los precios al consumidor reflejaba una lucha constante entre trabajadores y empresarios, más que la victoria absoluta de los sindicatos. Sin embargo, el hecho de que la distribución de los ingresos pudiera cambiar a favor de los trabajadores, incluso momentáneamente, fue suficiente para disolver cualquier compromiso por parte de las empresas con el crecimiento compartido. (En 1974, un joven Alan Greenspan dijo a un grupo de burócratas de los servicios sociales que los corredores de bolsa de Wall Street estaban más afectados «porcentualmente» por la inflación que los pobres, una declaración poco diplomática que revelaba lo que realmente significaba «combatir» la inflación).17
La política monetaria y el Estado fiscal
Michał Kalecki no se hubiera sorprendido de la larga contrarrevolución del último medio siglo, en la que los bancos centrales han atacado implacablemente el menor indicio de crecimiento salarial, mientras hacen todo lo posible por promover la inflación de los precios de los activos. En un famoso ensayo de 1943, este economista polaco predijo que los esfuerzos prolongados del gobierno por subsidiar los servicios públicos, las ayudas sociales y los salarios liberarían en algún momento a los trabajadores del miedo al desempleo y, por lo tanto, generarían como contragolpe una poderosa coalición de los industriales y rentistas.18 Más allá de simplemente diagnosticar los dilemas del pleno empleo, el profético ensayo de Kalecki también sugiere que el camino hacia la revolución podría pasar a través del Estado fiscal y más allá de él. Cuando el gasto social y la redistribución se llevan demasiado lejos, los industriales y los poseedores de riqueza se unen en oposición. Pero, ¿qué significaría empujar deliberadamente el keynesianismo más allá de estos límites, así como más allá de los límites familiares, raciales, nacionales y de clase dentro de los cuales el Estado de bienestar ha estado históricamente confinado? Dicho de otro modo, ¿es siquiera posible contemplar la perspectiva del comunismo hoy en día sin un cierto entendimiento de cómo colectivizar el proceso de creación de dinero y deuda?
Los marxistas contemporáneos han abandonado estas posibilidades. Con demasiada frecuencia invocan una perspectiva extrañamente filológica de la revolución, sintonizada con una época anterior al Estado fiscal y al banco central moderno, en la que los trabajadores sólo tenían que apoderarse de los medios de producción, mientras los militantes se apoderaban de los poderes ejecutivos del Estado.19 Pero cualquier desafío radical al capitalismo hoy en día también necesitaría apoderarse de los medios de creación del dinero, el gasto colectivo y la tributación. Cuando los economistas marxistas desestiman la TMM (Que afirma que un Estado soberano es el proveedor monopolista de su moneda) como una medida keynesiana a medias, están exponiendo lo obvio. Hay un valor real en la afirmación de la TMM de que las acciones fiscales y monetarias deberían ser juzgadas por sus efectos en el mundo real y no por su distanciamiento de las supuestas leyes económicas. Pero en otros aspectos sigue comprometida con el proyecto keynesiano de mediación dialéctica, con todos sus amortiguadores incorporados: la distinción entre trabajo productivo e improductivo, el confinamiento de la socialdemocracia dentro de las fronteras nacionales y el temor a un crecimiento salarial excesivo.20 No hace falta decir que se trata de un proyecto limitado. El propósito del keynesianismo es moderar la relación entre el trabajo y el capital, de modo que la creación de dinero por parte del banco central y el poder del Estado para gravar y gastar nunca conduzcan a la socialización total de las finanzas. Es fácil entender por qué Petrou, una liberal social con políticas fiscales claramente sin ambición, rechazaría la promesa de la TMM de eliminar las restricciones financieras. Pero para los marxistas el tiempo dedicado a repetir viejas críticas al reformismo es tiempo que se resta a otras tareas más urgentes. Mientras no desarrollemos nuestra propia política de finanzas colectivas, la izquierda enfrentará una elección insatisfactoria entre celebrar la EC o caer en una actitud «de halcones» que, en última instancia, es difícil de distinguir de la nostalgia del dinero sólido.21
Hasta ahora, las propuestas más creativas han venido de grupos de activistas como ¡Strike Debt! o de grupos más de defensa como New Economics Foundation and Positive Money. Cada uno de estos ha recurrido a toda la gama de alternativas monetarias y fiscales para abogar por una política económica más redistributiva. Aunque son difícilmente excepcionales según los estándares históricos del pensamiento keynesiano (o incluso desde el monetarista), sus demandas —como una agenda de gasto social más amplia, la condonación masiva de deudas o una «expansión cuantitativa para el pueblo»— son mucho más prometedoras que el retorno a las finanzas sólidas promovido por centristas como Petrou y por algún marxista ocasional.
Si en algo tienen razón los escépticos es en que este tipo de experimentos nunca se implementarán a gran escala sin una lucha. La política macroeconómica no es, ni debe ser, un asunto exclusivamente tecnocrático o parlamentario. El Estado fiscal es tan capaz como el sector de la producción de iniciar conflictos transformadores. El auge de la militancia en el sector público a lo largo de una década es un ejemplo de lucha laboral que afecta directamente las palancas de las finanzas públicas y, por lo tanto, representa un punto crucial de intervención fiscal.22 Algunas veces se desestima el sindicalismo del sector público al considerarlo como algo periférico a la verdadera labor de lucha anticapitalista, bajo el argumento de que el punto de apoyo de las relaciones de poder capitalistas recae en el sector privado con fines de lucro. Esta suposición anacrónica malinterpreta el último siglo de organización económica, en el que el Estado respaldó ampliamente la generación de plusvalía del «sector privado», ya fuera a través de subsidios directos, gastos fiscales o contratos gubernamentales; por consiguiente, pasa por alto las afinidades ocultas entre el sindicalismo de los sectores público y privado. De igual modo, ignora el miedo genuino que los trabajadores del sector público son capaces de inspirar entre las élites políticas, como cuando el presidente de la Reserva, Arthur Burns, describió la huelga salvaje de correos de 1970 como «una insurrección contra el gobierno».23
No hay que lamentar la importancia relativa de los sindicatos del sector público en el movimiento laboral actual. Al tratarse de un movimiento que incluye un gran número de mujeres y trabajadores de grupos minoritarios, la organización del sector público tiene el potencial de trascender las compensaciones basadas en género y raza de las insurgencias laborales anteriores. La visible dependencia de este sector al apoyo gubernamental —históricamente considerada como una vulnerabilidad— también ofrece oportunidades únicas. Los movimientos del sector público se ven obligados a sacar a la luz problemas que suelen estar ocultos: la relación entre los ingresos laborales, los precios de los activos y el gasto público; las implicaciones distributivas de los impuestos y la creación de crédito; los imperativos contradictorios de reproducir una sociedad cada vez más desigual. Los desafíos del sector público pueden convertirse en fuentes de fortaleza; esto lo demuestran iniciativas como la de Bargaining for the Common Good Network, que crea coaliciones entre trabajadores del sector público en huelga y sus «clientes» (estudiantes, padres, pacientes, viajeros suburbanos, etc.), al tiempo que coordina campañas que unen los puntos entre el presupuesto público y la austeridad cotidiana. Para tener una idea del alcance que pueden tener estas campañas, el Sindicato de Maestros de Los Ángeles (UTLA, por sus siglas en inglés) ha luchado por retirar el límite de impuesto a la propiedad comercial para la financiación de las escuelas, convertir los terrenos baldíos que son propiedad de las escuelas en viviendas asequibles y contener el poder de los fondos de capital inversión que explotan tanto a los inquilinos (a través de sus carteras de bienes inmuebles) como a los maestros (mediante políticas fiscales estatales que privilegian las ganancias de capital a expensas de la financiación de las escuelas).24 Este es un modelo para los sindicalistas de los sectores públicos y privados; y más que eso, representa una manera en la que se pueden tomar desde abajo las riendas del poder fiscal y monetario.
Este ensayo fue traducido del inglés para PW por Natalia Silva.
Richard W. Fisher, Presidente, “Recent Decisions of the Federal Open Market Committee: A Bridge to Fiscal Sanity? (Acknowledging Henry B. Gonzalez and Winston Churchill): Remarks before the Association for Financial Professionals”, Banco de la Reserva Federal de Dallas, November 8 (2010).
↩Véase en este sitio el análisis de Ho-fung Hung sobre el impacto del gasto de estímulo por el coronavirus en las ganancias y los salarios de Amazon, respectivamente. Ho-fung Hung, “Repressing Labor, Empowering China”, Phenomenal World, Julio 2 (2021). Ho-fung Hung propone una «teoría laboral de la inflación» relacionada con la que propongo aquí para explicar por qué no hemos visto ningún incremento significativo de los salarios, a pesar del gasto público masivo durante la pandemia por el coronavirus.
↩Aunque la espiral de salarios-ganancias-precios al consumidor de comienzos de la década de 1970 fue lo suficientemente real, los economistas de la Reserva Federal han encontrado poca evidencia de que la monetización de la deuda estuviera en juego incluso en ese momento. Daniel L. Thornton, “Monetizing the Debt”, Banco de la Reserva Federal de San Luis (1984): 30-43.
↩En Estados Unidos, Edward Wolff reporta una disminución bastante constante en la concentración de la riqueza entre comienzos de la década de 1920 y mediados de la década de 1970. La proporción de la riqueza total en manos del 1 por ciento de las personas más ricas alcanzó su punto más bajo a comienzos de la década de 1970, pero a partir de mediados de la misma década la desigualdad de la riqueza comenzó a aumentar nuevamente. Edward N. Wolff, A Century of Wealth in America (Cambridge, MA: Belknap Press, 2017), 148-54. Para resultados comparables, véase Thomas Piketty, Capital in the Twenty-First Century (Cambridge, MA: Harvard University Press, 2017), 291-94. Sobre el aislamiento relativo de los trabajadores sindicalizados y los beneficiarios de las ayudas sociales como consecuencias de la inflación de precios al consumidor de la década de 1970, gracias a los reajustes incorporados al costo de vida, véase Edward N. Wolff, “The Distributional Effects of the 1969–75 Inflation on the Holdings of Household Wealth in the United States”, Review of Income and Wealth 25, no. 2 (1979), 21-43, Joseph J. Minarik, “The Distributional Effects of Inflation and Their Implications”, en Stagflation: The Causes, Effects and Solutions (Washington, DC: Comité Económico Conjunto, Congreso de los Estados Unidos, 1980), 225–77, y Douglas A. Hibbs, Jr. The American Political Economy: Macroeconomics and Electoral Politics (Cambridge, MA: Harvard University Press, 1987), 90-92. Wolff, quien llevó a cabo un estudio en el que investigó los efectos de la inflación en la riqueza de los hogares entre 1969 y 1974, llegó incluso a argumentar que la inflación «actuaba como un impuesto progresivo que conducía a una mayor igualdad en la distribución de la riqueza» (207).
↩El argumento se basa en la suposición macabra pero optimista de que una muerte masiva creará escasez de mano de obra y, por lo tanto, empoderará a los trabajadores sobrevivientes. Algunos partidarios recientes de este argumento son Walter Scheidel, The Great Leveler:Violence and the History of Inequality from the Stone Age to the Twenty-First Century (Princeton, NJ: Princeton University Press, 2018) y Thomas Piketty, Capital in the Twenty-First Century (Cambridge, MA: Harvard University Press, 2017).
↩NU DAES, The Monetary Policy Response to COVID-19: The Role of Asset Purchase Programmes: Policy Brief No. 129 (Nueva York: Departamento de Asuntos Económicos y Sociales de las Naciones Unidas, 2021), 5.
↩Véase Consumer Financial Protection Bureau, Housing insecurity and the COVID-19 Pandemic (Washington, DC: CFPB, 2021), y Faith Weekly, “Addressing the Housing Affordability Crisis as COVID-19’s Impact Continues”, Banco de la Reserva Federal de St-Louis, febrero 24 (2022)
↩Anónimo, “The Distributional Effects of Asset Purchases”, Bank of England Quarterly Bulletin 52, no. 3, (2012): 254-266.
↩Emily Cadman, “Mark Carney Warns of Dangers of Growing Inequality”, Financial Times, mayo 28 (2014) y Andrew G Haldane, “Unfair Shares”, director ejecutivo de Estabilidad Financiera y miembro del Comité de Política Financiera, Festival de Ideas de Bristol, 21 de mayo (2014)
↩Véase, por ejemplo, Stephen D. Williamson, “Quantitative Easing: How Well Does This Tool Work?” Banco de la Reserva Federal de St-Louis, agosto 18, y Dietrich Domanski, Michela Scatigna y Anna Zabai, “Wealth Inequality and Monetary Policy”, BIS Quarterly Review, marzo (2016): 45-64. Sobre los diferentes efectos distributivos de los aumentos en los precios de los bienes inmuebles y las acciones, véase Moritz Kuhn, Moritz Schularick y Ulrike Steins, “Income and Wealth Inequality in America, 1949-2016”, Journal of Political Economy 128, no. 9 (2020): 3469-519.
↩Ben Bernanke, “Monetary Policy since the Onset of the Crisis,” Simposio económico del Banco de la Reserva Federal de Kansas City, Jackson Hole, Wyoming, agosto 31 (2012).
↩En sus manos, el efecto riqueza se convirtió en una especie de keynesianismo de espejo de feria. A medida que se incrementaban los valores de los activos, los hogares ricos aumentarían su consumo. Al hacer uso de sus activos existentes, podrían endeudarse (y gastar) aún más, y así sucesivamente, en una versión regresiva y financiarizada del efecto multiplicador. La apuesta de Greenspan dio sus frutos a finales de la década de 1990, cuando un mercado alcista estimuló sin duda un aumento en el gasto del consumidor de alto nivel, y a inicios de la década del 2000, cuando el aumento del valor al capital inmobiliario tuvo el mismo efecto en los propietarios. Este consumo impulsado por la riqueza también generó empleos, pero lo hizo sin empoderar a los trabajadores. En marcado contraste con la economía de alta presión de finales de la década de 1960 y principios de la de 1970, cuando se consideraba a los sindicatos de la construcción como los instigadores de la inflación salarial generalizada, durante el auge de la construcción residencial de los años 2000 se vio cómo los precios de la vivienda aumentaban de forma constante, mientras los salarios del sector de la construcción disminuían.
↩Marc Doussard, Degraded Work: The Struggle at the Bottom of the Labor Market (Minneapolis: University of Minnesota Press, 2013), 144. Sobre las quejas anteriores de Greenspan respecto al poderoso sindicato de la construcción, véase: Alan Greenspan, “The Escalation of Wages in Construction”, District Court Jurisdiction Over Unfair Labor Practice Cases Hearings Before the Subcommittee on Separation of Powers of the Committee on the Judiciary, United States Senate, Ninety-First Congress, Second Session on S. 3671, July 21, 22, 23 (Washington, DC: Congreso de los Estados Unidos, 1970), 247-277.
↩Sebastian Mallaby, The Man Who Knew: The Life and Times of Alan Greenspan (London: Bloomsbury, 2016), 49-52 and 208-214.
↩Juan Montecino y Gerald Epstein, “Did Quantitative Easing Increase Income Inequality?” Institute for New Economic Thinking Working Paper Series No. 28, octubre (2015): 24.
↩Domash y Summers predicen «un crecimiento extremadamente rápido de los salarios nominales» en el próximo año. Alex Domash y Lawrence H. Summers, “How Tight are U.S. Labor Markets?” National Bureau of Economic Research Working Paper 29739, febrero (2022): 32. Para una refutación de esta perspectiva y una consideración sobre los impulsores del lado de la oferta de la actual inflación de los precios al consumidor, véase Servaas Storm, “Inflation in a Time of Corona and War”, INET Institute for New Economic Thinking, junio 6 (2022). Inspirados por Lawrence Summers, algunos periodistas en Australia han recibido la elección del gobierno laborista de centro izquierda, liderado por Anthony Albanese, con el pronóstico de que el país volverá pronto al tipo de espiral inflacionista visto por última vez bajo el gobierno laborista de izquierda de Gough Whitlam a principios de la década de 1970. Matthew Knott, “‘Perfect Storm’: Is the Australian Economy Heading Back to the 1970s?”, Sydney Morning Herald, junio 18 (2022). Para un análisis más convincente, que señala que los recientes aumentos del salario mínimo se rezagan con respecto a la inflación de precios al consumidor, véase Greg Jericho, “Workers and their Wages are the Collateral Damage of the War on Inflation”, Guardian (Australia), junio 16 (2022).
↩Richard D. Lyons, “Fears of H.E.W. Cuts Spur Protests at Inflation Parley,” New York Times septiembre 20 (1974): 81.
↩Michał Kalecki, “Political Aspects of Full Employment,” The Political Quarterly 14, no. 4 (1943), 322-330.
↩Una excepción importante en este sentido es James O’Connor, quien pensaba que la «crisis fiscal» del Estado capitalista de la década de 1970 podía resolverse, en un escenario, mediante una transición hacia la socialización total de los poderes fiscales del Estado. James O’Connor, The Fiscal Crisis of the State (Nueva York, St. Martin’s Press, 1973).
↩Sobre el keynesianismo como una forma de hegelianismo, véase Geoff Mann, In the Long Run We’re All Dead: Keynes, Political Economy, and Revolution (Nueva York: Verso, 2017).
↩Para destacadas críticas marxistas a la TMM, véase Doug Henwood, “Modern Monetary Theory Isn’t Helping”, Jacobin, 21 de febrero (2019), Paul Mattick, “Money Magic”, The Brooklyn Rail, octubre (2020), y Michael Roberts, “Modern Monetary Theory: A Marxist Critique”, Class, Race and Corporate Power 7, no. 1 (2019). Aunque estos críticos destacan útilmente la relación que existe entre el dinero y la lucha de clases, permanecen fieles al análisis decimonónico de Marx sobre el dinero mercancía (en el cual el dinero equivale al oro, y el valor del oro se trata como si estuviera determinado, al igual que cualquier otra mercancía, por el tiempo de trabajo requerido para su producción). Esta fidelidad acaba por cegarlos ante las posibilidades y complejidades de las luchas en torno a la creación del dinero y las deudas en la actualidad, cuando son los Estados y los bancos privados quienes crean el dinero. El apego al dinero mercancía se refleja en la protesta incrédula de Paul Mattick: «simplemente parece improbable que el dinero se pueda imprimir y distribuir indefinidamente sin problemas». Además, las críticas marxistas a la TMM a menudo pasan por alto la diferencia entre la monetización de la deuda al servicio de la inflación salarial (el fantasma que persigue a la década de 1970) y la monetización de la deuda al servicio de la inflación de los precios de los activos (la realidad de la EC); por lo tanto, malinterpretan la EC como una implementación tecnocrática de los principios de la TMM y condenan ambas por violar las leyes de las finanzas sólidas.
↩Eric Blanc, Red State Revolt: The Teachers Strike Wave and Working-Class Politics (Nueva York: Verso, 2019). El aumento significativo de las huelgas del sector público no se limita a Estados Unidos. Sobre la reciente oleada de huelgas en el sector público australiano, que se produjo a pesar de un tope salarial legislado, véase Mihajla Gavin, “Public Sector Strikes are Back, With a Vengeance”, Sydney Morning Herald, diciembre 7 (2021). Estas huelgas incluyeron a maestros de escuelas públicas, enfermeras y trabajadores del transporte.
↩Sam Gindin y Leo Panitch, The Making of Global Capitalism: The Political Economy of American Empire (Nueva York: Verso, 2012), 141.
↩Samir Sonti, “The Crisis of US Labor, Past and Present”, Socialist Register 122 (2022): 153-54 y Sarah Jaffe, “The Radical Organizing that Paved the Way for the LA Teachers’ Strike”, The Nation, 19 de enero (2019).
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