1 de mayo de 2020

Análisis

La Política de Clase del Sistema Dólar

Gestionando un bien público internacional

El sistema global del dólar tiene pocos ganadores nacionales. En el marco típico, entender el dólar estadounidense significa comprender el «privilegio exorbitante» que le confiere a Estados Unidos. No obstante, el papel del dólar en la estructuración del sistema financiero internacional y en la configuración de la relación entre un Estados Unidos hegemónico y el resto del mundo es ambiguo (al igual que la cuestión de quién se beneficia exactamente del acuerdo actual). La primacía del dólar alimenta un creciente déficit comercial estadounidense que empuja a la economía del país hacia la acumulación de rentas en lugar del crecimiento de la productividad. Esto ha contribuido a una caída en la participación del trabajo y el capital en el ingreso, así como al aumento de los costos de servicios tales como la educación, la atención médica y el alquiler de viviendas. Con problemas como estos, ¿podemos afirmar con certeza que la moneda de reserva confiere beneficios sustanciales al país que proporciona liquidez y activos de referencia expresados en esa moneda?

Para el resto del mundo, los males están lo suficientemente claros. En los países en desarrollo, la necesidad de asegurar sus economías contra crisis monetarias y deflación de la deuda ha significado la acumulación de dólares a expensas de las tan necesarias inversiones domésticas. Estas políticas suelen ir acompañadas de una supresión del consumo y los ingresos para establecer un superávit comercial permanente vis-à-vis el sistema dólar. Y en muchos países, el sistema dólar permite a las élites corruptas transportar de manera segura sus ganancias mal adquiridas a centros bancarios globales ubicados en jurisdicciones con leyes de propiedad opacas.

Un análisis más detenido de las dinámicas subyacentes que sostienen este acuerdo revela por qué de manera aparente nadie quiere «desafiar al dólar», pero también por qué todos los países, incluyendo a Estados Unidos, tienen interés en hacerlo.

En lugar de ver al sistema del dólar fundamentalmente como una herramienta nacional del gobierno de Estados Unidos, deberíamos entenderlo como la consecuencia de una economía globalizada que privilegia las preferencias de las élites financieras por el libre movimiento internacional de capital. El sistema no se basa en el apoyo activo y uniforme del dólar como moneda global, sino en la ausencia de una gobernanza monetaria internacional sólida y en las adecuaciones a los mercados monetarios internacionales. La centralidad actual del dólar no proviene de las prioridades de la seguridad nacional o los intereses de Estados Unidos. Más bien está arraigada en las preferencias de actores privados en el mercado financiero global que median entre instituciones financieras, Estados, élites políticas y empresariales. Las visiones tradicionales de la soberanía westfaliana no son suficientes para explicar las fracturas causadas por el dólar en la «matriz» de los reportes de balance interconectados que conforman la economía global financiarizada. Aunque es indudable que el sistema dólar ha tenido un efecto negativo desproporcionado sobre los países en desarrollo, las principales líneas de fractura que emergen del sistema dólar tienen mayor correspondencia con la índole de clase que con los límites nacionales.

En este contexto, podría ser tentador retroceder a las fronteras nacionales y abogar por la desglobalización de diversas maneras. Sin embargo, el hecho de que el sistema dólar se base principalmente en un conflicto social, en lugar de geopolítico, significa que las mejores soluciones sugieren una reforma del sistema de manera que empodere a las personas que hacen parte del límite inferior de la jerarquía social global. 

Los contornos del sistema del dólar

La acumulación global de riqueza y los pagos por comercio y otras transacciones se generan en gran medida en dólares, convirtiéndolo en la moneda dominante para la realización de créditos y facturaciones. Dado que la mayoría de las entidades que operan en este sistema no se encuentran bajo la jurisdicción de la Reserva Federal, la mayoría de los dólares se suministran a través de créditos interbancarios extraterritoriales, financiados por depósitos en dólares de bancos no estadounidenses, o «eurodólares». Estas transacciones extraterritoriales -conocidas en inglés como offshore– requieren un colateral seguro expresado en dólares para gestionar su liquidez (de preferencia se utiliza deuda del Tesoro de los Estados Unidos).  Durante mucho tiempo, Zoltan Pozsar ha llamado la atención sobre esta característica de la plomería financiera extraterritorial, advirtiendo sobre un «agujero negro» en el mercado de financiamiento en dólares. Las reservas extraterritoriales en dólares dependen de la liquidez de los bonos del Tesoro y de sustitutos cercanos que funcionen como colateral para obtener efectivo en caso de una llamada de margen.

La justificación de estos fondos en dólares tiene dos componentes. Primero, está la necesidad de financiar el comercio. El sistema de eurodólares facilita las relaciones comerciales entre países con diferentes monedas al darles acceso a una moneda común y estableel dólaren la cual llevar a cabo el comercio. El crédito en dólares permite la ejecución de contratos sin que se intercambie moneda estadounidense como tal. En cambio, el sistema funciona como un intercambio de pagarés para entregar recibos en diversos periodos de tiempo. Bancos en centros financieros importantes compensan este sistema de crédito utilizando una combinación de cuentas a plazo y, si es necesario, acuerdos de recompra para obtener dólares a través de préstamos a corto plazo, generalmente respaldados por deuda del Tesoro de Estados Unidos.

Dado que el 80 por ciento del comercio en las economías de mercados emergentes se transa en dólares, las empresas con ingresos en su moneda nacional adquieren deudas insostenibles en dólares si la moneda nacional cae. Por esta razón, los bancos centrales intentan acumular activos en dólares, comúnmente en deuda estadounidense. Para adquirirlos, suelen mantener un superávit comercial persistente reprimiendo los salarios reales de sus trabajadores. Esto puede ser sostenible a corto plazo, pero a largo plazo conduce a periodos de estancamiento económico o guerras comerciales y de divisas internacionales.

La segunda causa de estas reservas extraterritoriales en dólares corresponde a la desigualdad de la riqueza y los rendimientos corporativos desmesurados. Las grandes corporaciones, los fondos de pensiones y las personas extremadamente ricas no pueden depositar su dinero en el sistema bancario minorista. En cambio, lo retienen en reservas líquidas de activos denominados en dólares que pueden convertirse rápidamente en dólares. Aunque este sistema de «banca en la sombra» tiene usos legítimos, también facilita la evasión fiscal y la corrupción cleptocrática. La represión de los salarios reales solo agrava esta tendencia. La generalización de los desequilibrios comerciales globales impulsa mayores rendimientos para los dueños del capital, incrementando la desigualdad.

Así, el sistema del dólar facilita y alimenta el poder de las élites que tienen interés en mantener el statu quo. Un sistema globalizado con una moneda clave dominante favorece la acumulación de rentas a expensas de un mayor consumo por parte de los trabajadores en países exportadores y también el acaparamiento de tales rentas aprovechando el agujero negro legal del mundo de las finanzas extraterritoriales.

Una enfermedad holandesa financiera

La fractura entre los beneficiarios élite y los trabajadores perdedores bajo el sistema dólar existe también dentro de los Estados Unidos. El país sufre masivas consecuencias económicas debido a su posición como emisor de la moneda de reserva dominante, cuyos efectos se distribuyen de manera desigual. La demanda de activos de alta calidad denominados en dólares carga a los Estados Unidos con una «enfermedad holandesa financiera»; en esta situación, la dependencia que genera exportar una sola mercancía eleva la tasa de cambio y, por lo tanto, excluye la producción de bienes comerciables y con valor agregado a favor de servicios y rentas financieras. Algunos ejemplos clásicos de países donde la «enfermedad holandesa» ha tenido lugar suelen corresponder a exportadores de productos básicos, como Holanda en la década de 1970 (tras el descubrimiento del petróleo del Mar del Norte), así como Nigeria y Rusia. Las economías afectadas por la enfermedad holandesa suelen dar lugar a una élite encogida y reducida cuyo poder se basa en los ingresos procedentes de las ventas de la única mercancía, o de los servicios y la gestión que florecen en torno a los flujos de caja generados por esta mercancía.

Para Estados Unidos, esta única mercancía resulta ser el dólar. El mecanismo detrás de este proceso no es difícil de entender. Desde un punto de vista contable simple, cada activo debe ser compensado por una responsabilidad o un pasivo. Esto significa que un excedente en la cuenta de capital o el deseo del mundo de comprar activos seguros expresados en dólares estadounidensesse compensa con un déficit en la cuenta corriente. Así, el déficit presupuestario de Estados Unidos y su déficit comercial son endógenos al sistema dólar. Cuando los déficits presupuestarios de Estados Unidos caen, ya sea como resultado de un aumento en el superávit comercial o de la reducción del presupuesto, el riesgo financiero aumenta a medida que los mercados sustituyen la deuda segura del gobierno de EE. UU. por colaterales riesgosos, como los infames títulos respaldados por hipotecas durante la crisis de 2008.

El costo más visible de la enfermedad es la constante apreciación del dólar desde la década de 1980, a pesar de la disminución de la participación de Estados Unidos en el Producto Interno Bruto global. El principal síntoma doméstico corresponde al aumento de los costos de bienes no comerciables como medicamentos, alquileres de bienes raíces y educación en comparación con bienes comerciables. Esta desconexión es al menos en parte responsable de la baja tasa de inflación del país, la disminución de la participación salarial y el aumento de la inseguridad económica, a pesar del acceso a una gama más amplia de bienes de consumo.

Es difícil ver cómo Estados Unidos se beneficia económicamente de este sistema. En los primeros años de posguerra, podría haber sido cierto en un sentido aritmético estricto que este arreglo era económicamente beneficioso para Estados Unidos. El costo de tener una moneda de reserva era menor después de la guerra, simplemente porque la participación no estadounidense en el Producto Interno Bruto global era considerablemente menor de lo que es ahora. En la actualidad, sin embargo, ahora que la participación estadounidense en un pastel más grande es relativamente más pequeña, los costos de la demanda global de dólares son más altos. De hecho, la mayoría de los otros gobiernos desalentarían activamente compras sustanciales y sostenidas de su moneda.  Si este sistema es tan subóptimo, ¿por qué aún está en marcha? La respuesta radica en que representa el punto focal de una nueva modalidad de política de clase transnacional.

La política de clase de la dolarización

Los marcos para comprender la persistencia del sistema dólar tienden a variar desde ser reduccionistas hasta obsoletos, a menudo examinando la política internacional por medio de estados nacionales discretos que son tomados como la principal unidad de análisis. Desde esta perspectiva, el dólar es producto de los intereses hegemónicos de Estados Unidos, utilizado como herramienta de la política estatal. Sin embargo, la financiarización global ha trastocado este marco: los intereses de la élite no giran en torno al límite nacional, sino al nivel internacional, y se transmiten a través del mecanismo de balanza de pagos y el sistema financiero. Los líderes y tecnócratas estadounidenses no obligan directamente a los países en desarrollo a invertir sus ingresos de la balanza de pagos en bonos del Tesoro; tampoco es la toma de decisiones activa por parte del Banco Popular de China lo que ha llevado a la acumulación de reservas en dólares chinos.

Supongamos que las autoridades chinas quisieran que el Banco Popular de China redujera sus tenencias en dólares. Para resolver su desequilibrio externo con los Estados Unidos tendrían que abordar sus desequilibrios internos. Esto se debe a que las identidades contables básicas sostienen que todo lo que no se consume internamente se ahorra; esos ahorros se «exportan», en gran medida a los Estados Unidos, en forma de flujos de capital. Michael Pettis ha argumentado de manera constante que la baja participación que tienen los hogares en los ingresos de China (altos niveles de desigualdad causados por un crecimiento rápido) ha llevado a una alta tasa de ahorro doméstico y al subconsumo. Una gran parte del ingreso nacional está en manos de grupos con altos ahorros y que muestran preferencias de liquidez en dólares, tales como individuos que cuenten con un inmenso patrimonio neto y grandes corporaciones. Para revertir este desequilibrio, los ingresos deberían transferirse de estos poderosos intereses a los trabajadores chinos, una dinámica descrita por Albert Hirschman ya en 1958. A menos que haya una redistribución drástica de ingresos, quizás el Banco Popular podría simplemente buscar otra moneda de reserva y un activo seguro que sea equivalente. Pero ninguno de estos estaría disponible, ya que ningún país, aparte de los Estados Unidos, tiene mercados profundos y líquidos en un activo de referencia.

La suposición implícita aquí, sin embargo, es que el sector financiero y las élites corporativas realmente quieren una alternativa. No hay razón para creer que este sea el caso. El sistema, tal como está constituido, no tiene muchas desventajas para los participantes actuales, y cualquier alternativa requeriría un cambio en la distribución. Las vastas reservas en dólares de China ilustran cómo las economías de mercados emergentes con desequilibrios internos causados por años de crecimiento desigual pueden utilizar activos denominados en dólares como un método políticamente conveniente para mantener el crecimiento sin recurrir a transferencias intersectoriales, por ejemplo, de ganancias a salarios. Los exportadores desarrollados como Japón y Alemania también mantienen un modelo de crecimiento basado en la competitividad de costos y la supresión de salarios. Un papel más destacado para el Euro o el Yen socavaría estos modelos. Para los exportadores de recursos facilita la corrupción y la evasión de impuestos a través de simples flujos de capital. En los Estados Unidos beneficia a las élites de la industria financiera, que pueden cosechar las recompensas al intermediar flujos de capital hacia los mercados estadounidenses, mientras que el costo de servicios no comerciables como las matrículas educativas, la atención médica y los bienes raíces aumenta para todos los demás. En todos los países, las élites salen ganando.

La preferencia de las élites globales, y por lo tanto de los mercados globales, hacia el sistema dólar demuestra la futilidad de aplicar un marco westfaliano al sistema financiero global. Herman Mark Schwartz, uno de los principales expertos en el dólar y la hegemonía estadounidense, ofrece una mejor manera de pensar en el dólar, a saber, como la moneda estatal de un sistema global cuasi imperial, en el que las diferentes regiones económicas están unidas por una moneda de reserva compartida. Esta «moneda imperial» se enmarca más como un subproducto y menos como un facilitador (o incluso una restricción habilitante) del expansionismo estadounidense y el aventurismo militar, ambos anteriores al estatus del dólar como moneda. 

Hay dos ventajas geopolíticas claras que se generan para Estados Unidos debido a su estatus como moneda de reserva: las líneas de intercambio de liquidez en dólares y el temible poder de las sanciones estadounidenses. Pero la capacidad de Estados Unidos para ejercer ese poder se ha construido de manera ad hoc, durante varias décadas y en períodos de gran contingencia. Investigaciones recientes muestran que el sistema internacional del dólar no fue diseñado a propósito, sino que fue ensamblado por élites que creían que los mercados monetarios internacionales no debían estructurarse activamente en función de un concepto del bien común, sino más bien ser respaldados por este. El sistema de redes de intercambio asociado con la crisis financiera de 2008 tuvo sus orígenes en los esfuerzos para respaldar al eurodólar ya a principios de la década de 1960, y a una decisión de los líderes de que sería mejor facilitarlo que luchar o reestructurarlo. Mientras las desigualdades internas no se resuelvan a expensas de estas élites el dólar seguirá siendo hegemónico.

La fuente del poder de la Reserva Federal sobre el sistema del eurodólar y la vulnerabilidad de los mercados emergentes dentro de él, es la dependencia global al respaldo de los bancos centrales. En la crisis del 2008-9, la Reserva Federal desplegó las llamadas líneas de intercambio de liquidez entre bancos centrales para respaldar el sistema global. Estas adoptaron la forma de acuerdos de divisas recíprocas entre bancos centrales: la Fed reponía las reservas en dólares de otros bancos centrales a cambio de moneda local. El verdadero poder de las líneas de intercambio no radica en quién las obtiene, sino en quién no las obtiene. En un artículo reciente para The Nation, Andres Arauz y David Adler resaltan cómo estas líneas de intercambio se pueden utilizar como una forma de triaje monetario, en el que Estados Unidos decide qué países tienen mejores perspectivas para resistir las tormentas económicas. Sin embargo, la crisis del Covid-19 ha puesto incluso esto en duda. No solo la Reserva Federal ha extendido su respaldo de intercambio a un rango más amplio de países que en 2008 y 2009, sino que, el 31 de marzo de 2020, abrió una instalación de recompra con autoridades monetarias extranjeras (FIMA). La FIMA Repo Facility permite a otros bancos centrales y autoridades monetarias intercambiar directamente sus títulos del Tesoro por dólares, evitando así tener que vender sus títulos del Tesoro de forma directa en un mercado ilíquido. Al hacerlo, la Fed creó una fuente adicional de liquidez en dólares para cualquier banco central.

Reformando el sistema del dólar

La desdolarización parece ser una perspectiva lejana. No existe un equivalente seguro denominado en euros, por ejemplo, y los mercados de capitales en la zona euro no están tan desarrollados como los de Estados Unidos. Los intentos de profundizar en los mercados de capitales e introducir un instrumento de deuda común han sido frustrados de manera repetida por países de la UE que se oponen firmemente a compartir riesgos financieros. El reciente rechazo de la propuesta de «coronabonos» ofrece amplia evidencia de esta dinámica. Mientras países como Alemania y los Países Bajos se mantengan firmes en su oposición a una integración financiera necesaria en la zona euro, la composición de divisas en las reservas internacionales seguirá estando fuertemente sesgada hacia el dólar. Las perspectivas políticas para la creación del Bancor, una moneda sintética propuesta por John Maynard Keynes, son igualmente sombrías.

En cambio, deberíamos optar por gestionar el sistema actual para mitigar sus perjuicios, un proceso en el cual Estados Unidos debe desempeñar un papel destacado. Tenemos algunas propuestas.

En primer lugar, Estados Unidos debería ofrecer a sus socios comerciales acceso directo al balance de la Reserva Federal a través de líneas de intercambio institucionalizadas que formen parte de acuerdos comerciales. Estados Unidos debería brindar a sus socios acceso a liquidez en dólares de alta calidad a cambio de mantener una política comercial equilibrada. Este intercambio disminuiría el déficit comercial estadounidense, al tiempo que ejercería presión al alza sobre el salario real de los socios comerciales.

En segundo lugar, como sugirió recientemente Nathan Tankus, la Reserva Federal podría ampliar sus líneas de intercambio al Fondo Monetario Internacional (FMI). Esto permitiría que el FMI actuara como un hacedor global de políticas fiscales emitiendo los llamados derechos especiales de giro (DEG). En su forma actual, los DEG son en gran medida ilíquidos y no se pueden convertir en dólares ni en otras monedas en las que esté denominada la deuda de los mercados emergentes. Proporcionar respaldo a los DEG mediante líneas de intercambio es una forma políticamente expedita de utilizar las instituciones que ya tenemos para garantizar que los DEG sean efectivamente redimibles en dólares. La propuesta de Tankus ha sido respaldada en una carta al G20 firmada por muchos líderes mundiales bajo la dirección del ex primer ministro del Reino Unido, Gordon Brown.

En tercer lugar, Estados Unidos debería empezar a ver su déficit no como un problema, sino como un recurso público, y gestionarlo como lo hacen los exportadores de energía mediante fondos soberanos para evitar la Enfermedad Holandesa. Para administrar este bien público, Estados Unidos debería establecer una serie de bancos públicos para financiar iniciativas económicas específicas. La Reserva Federal garantizaría la deuda de estas instituciones al descontar a una tasa de penalización por reservas o deuda del Tesoro de Estados Unidos o reservas en dólares. Estos valores podrían negociarse a un rendimiento ligeramente superior que los bonos del Tesoro y proporcionar a los inversores un producto alternativo a los bonos del Tesoro de propósito general. Las responsabilidades de estos vehículos de inversión proporcionarían un colateral global y fomentarían la estabilidad financiera al mismo tiempo que compensarían los efectos de la hegemonía del dólar en la industria nacional mediante inversiones permanentes y activas.

Pero el conjunto correcto de herramientas no es suficiente. Para ir más allá de gestionar el statu quo, primero debemos reconocer que el sistema dólar evolucionó no como una herramienta de artesanía imperial, sino como el proyecto de una élite transnacional que ha usurpado efectivamente el control de un bien público internacional. Mientras la confrontación activa con los intereses de élite siga siendo insuficiente, el sistema dólar persistirá como un juego de suma cero, una situación que, a largo plazo, es insostenible para la economía política global. Y, siguiendo la ocurrencia de Herbert Stein: «lo que no es sostenible no se sostendrá.»

Este ensayo fue traducido del ingles para PW por Maria Isabel Tamayo.


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