La relación entre el mundo del dinero y el mundo concreto de lo social y material es una cuestión de larga data, aunque no siempre explícita, en la historia del pensamiento económico. ¿Tienen los pagos monetarios y los precios que vemos a nuestro alrededor una existencia independiente distinta a la existencia de los objetos a los que están vinculados? ¿Pueden los sucesos en el mundo del dinero afectar al mundo real?
Una corriente central en esa historia afirma que la respuesta a estas preguntas es, o debería ser, negativa. El dinero es o debería ser, según ellos, neutral: un registro pasivo y una medida de los hechos sociales reales que existen independientemente de él. El uso de la palabra real en economía como algo opuesto a lo nominal y monetario, así como en su sentido ontológico cotidiano, no es solamente una terminología algo confusa; refleja un compromiso intelectual profundamente arraigado.
Ya en 1752, David Hume escribió que
El dinero no es más que la representación del trabajo y las mercancías . . . Donde la moneda es más abundante, como se requiere una mayor cantidad de ella para representar la misma cantidad de bienes, no puede tener ningún efecto, ni bueno ni malo.
A finales del siglo XXI, escuchamos la misma idea en Lawrence Meyer, miembro del Comité Federal de Mercado Abierto —Federal Open Market Committee en inglés—: “La política monetaria no puede tener injerencia sobre variables reales, como la producción y el empleo.” El dinero, dice, solamente afecta “la inflación a largo plazo. Esto inmediatamente convierte la estabilidad de precios . . . en el objetivo directo, inequívoco y singular a largo plazo de la política monetaria.”
Estas interpretaciones tienen una perspectiva en común según la cual las cantidades de dinero y los pagos en dinero son solamente versiones abreviadas de las características y el uso de objetos materiales concretos. Son neutrales: simples descripciones que no pueden alterar las cosas subyacentes. Si el dinero es neutral, los cambios en la oferta o la disponibilidad de dinero solo afectarán el nivel de precios, sin cambiar por ello los precios relativos y la producción.
Por supuesto, también hay una larga historia de argumentos del otro lado: estas otras posturas afirman que el dinero es autónomo, que el dinero y el crédito son fuerzas activas que moldean el mundo concreto de la producción y el intercambio, y que no hay un valor subyacente al que los precios monetarios se refieran. No obstante, la mayor parte de estas perspectivas opuestas ocupan posiciones marginales en la teoría económica, aunque han sido influyentes en otros ámbitos.
La gran excepción, por supuesto, es Keynes. De hecho, hay quienes afirman que lo revolucionario de la revolución keynesiana fue precisamente su ruptura con la ortodoxia sobre esta cuestión en particular. En el período que precedió a la publicación de su Teoría General, Keynes explicó que la diferencia entre la ortodoxia económica y la nueva teoría que él buscaba desarrollar era fundamentalmente la diferencia entre la visión dominante de la economía en términos de lo que él llamaba “intercambio real” y una visión alternativa que describió como “producción monetaria”.
La teoría ortodoxa (tanto en nuestra época como en la de Keynes) parte de una economía en la que las mercancías se intercambiaban por otras mercancías y luego se introduce el dinero en una etapa posterior, si es que se hace, sin modificar los intercambios materiales fundamentales en los que se basaba la transacción. La teoría de Keynes, por el contrario, describe una economía en la que el dinero no es neutral y en la que la organización de la producción no puede entenderse en términos no monetarios. Usando sus palabras, es la teoría de “una economía en la que el dinero juega un papel propio y afecta a los motivos y decisiones . . . de modo que el curso de los acontecimientos no puede predecirse, ni a largo ni a corto plazo, sin un conocimiento del comportamiento del dinero.”
Aunque puede ser fácil rechazar la idea de que el dinero es neutral, es mucho más difícil descubrir cómo se conectan el mundo del dinero y la realidad social concreta. En el libro que escribí con Arjun Jayadev —próximo a publicarse—, exploramos la importancia del dinero en cuatro escenarios: la determinación de la tasa de interés; los índices de precios y las “cantidades reales”; las finanzas corporativas y la gobernanza; y la deuda y el capital. A continuación, considero el primero de estos cuatro escenarios.
Desmintiendo la idea del interés como precio del ahorro
El economista Axel Leijonhufvud argumentó que en la teoría de la tasa de interés estaba la raíz de la confusión en la macroeconomía moderna. “Las disputas inconclusas . . . que se prolongan porque las partes contendientes no pueden ponerse de acuerdo sobre cuál es el problema de fondo, en gran medida provienen de esta fuente.” Creo que, en gran parte, esto sigue siendo cierto; existe una incompatibilidad básica entre una teoría de la tasa de interés como el precio de ahorro o del tiempo y la tasa de interés monetaria que observamos en el mundo real.
La postura ortodoxa considera la tasa de interés como el precio del ahorro o de los fondos prestables, o alternativamente, como la compensación entre el consumo futuro y el consumo presente. En este sentido, el interés es un concepto fundamentalmente no monetario. Es el precio de dos bienes, basado en el mismo equilibrio entre la escasez y las necesidades humanas que son la base de otros precios. La compensación entre una camisa hoy y una camisa el próximo año, expresada en la tasa de interés, no es diferente a la compensación entre una camisa de algodón y una de lino, o entre una con mangas cortas y otra con mangas largas. Los bienes simplemente se distinguen por el tiempo y no por alguna otra cualidad.
Desde este punto de vista, los préstamos monetarios funcionan como un préstamo de un objeto tangible. Tengo una cierta cantidad de azúcar, supongamos. Mi vecino llama a la puerta y me pide que le preste un poco. Si se la presto, renunció a usarla hoy. Mañana el vecino me devolverá la misma cantidad de azúcar junto con algo adicional, quizá una de las galletas que horneó con ella. Cualquier ingreso que se reciba de la propiedad de un activo —ya sea que lo llamemos interés, ganancia o galletas— es una recompensa por posponer el uso de los servicios concretos que el activo proporciona.
Esta forma de comprender el interés es omnipresente en la economía. A principios del siglo XIX, Nassau Senior describió el interés como la recompensa por la abstinencia, una expresión que le da un cierto aire de moralidad protestante al asunto. En un libro más contemporáneo, escrito por Gregory Mankiw, encontramos la misma idea expresada en un lenguaje más neutral: “El ahorro y la inversión pueden interpretarse en términos de oferta y demanda . . . de fondos prestables: las familias prestan sus ahorros a los inversores o depositan sus ahorros en un banco que luego presta los fondos.”
Aunque la manera en que debemos imaginar estos fondos es algo ambigua, está claro que son elementos que ya existen antes de que el banco entre en escena. Al igual que con el ejemplo del azúcar, si su propietario no los está utilizando en un momento dado, puede prestarlos a otra persona y recibir una recompensa por ello. El dinero y las finanzas no aparecen en esta historia. Como dice Mankiw, los inversores pueden pedir prestado al público directamente o indirectamente a través de los bancos: la lógica económica es la misma en ambos casos.
Podríamos cuestionar esta historia desde otras direcciones. Una crítica —propuesta por primera vez por Piero Sraffa en un famoso debate con Friedrich Hayek hace unos cien años— considera que en un mundo no monetario cada mercancía tendrá su propia tasa de interés distintiva. Digamos que una libra de harina se intercambia por 1,1 libras (o kilogramos) de harina el próximo año. ¿Por qué se intercambiará una libra o kilo de azúcar hoy? Si, durante el año intermedio, el precio de uso aumenta en relación con el precio de la harina, entonces una cantidad determinada de azúcar hoy se intercambiará por una cantidad menor de azúcar el próximo año en comparación con la misma cantidad de harina. A menos de que el precio relativo de la harina y el azúcar estén fijados, sus tasas de interés serán diferentes. La harina hoy se intercambiará a una tasa para harina en el futuro y el azúcar a una tasa diferente; el uso de un automóvil o una casa, un kilovatio de electricidad, y así sucesivamente, se intercambiarán en el futuro por lo mismo, a sus propias tasas, reflejando las condiciones reales y esperadas en los mercados de cada uno de estos bienes. No hay forma de decir que alguna de estas innumerables tasas propias es “la” tasa de interés.
Las discusiones cuidadosas sobre la tasa natural de interés reconocerán que esta solamente se define bajo el supuesto de que los precios relativos nunca cambian.
Otro problema es que la historia del ahorro asume que lo que se va a prestar —ya sea una mercancía específica o fondos genéricos— ya existe. Sin embargo, en la economía monetaria en la que vivimos, la producción se lleva a cabo para la venta. Las cosas que no se compran no se producirán. Cuando decidimos no consumir algo, no hacemos que esa cosa esté disponible para otra persona; más bien, reducimos la producción de esa cosa y los ingresos de sus productores, en la misma medida en que reducimos nuestro propio consumo.
Recordemos que el ahorro es la diferencia entre el ingreso y el consumo. Para nosotros como consumidores podemos asumir los ingresos como dados al decidir cuánto consumir; en ese sentido, consumir menos significa ahorrar más. No obstante, al nivel de la economía en su conjunto, los ingresos no son independientes del consumo. Una decisión por consumir menos no aumenta el ahorro agregado sino que reduce el ingreso agregado. Esta es la falacia del consumo que destacó Keynes: las decisiones individuales sobre consumo y ahorro no afectan el ahorro agregado. Por lo tanto, la cuestión de cómo se determina la tasa de interés está vinculada directamente a la idea de restricciones de demanda.
Como alternativa, en lugar de criticar la narrativa de los fondos prestables, podemos comenzar desde otra dirección, iniciando en el mundo monetario en el que realmente vivimos. Al hacerlo así, veremos que las transacciones de crédito no implican el tipo de compensación entre el presente y el futuro en el que se enfoca la ortodoxia.
Supongamos que estás comprando una casa. El día en que te mudas, visitas el banco para finalizar tu hipoteca. El gerente del banco realiza dos registros contables: uno es un crédito a tu cuenta, y una deuda para el banco, que llamamos el depósito. El otro, un asiento de igual valor, es un crédito para la propia cuenta del banco, y una deuda para ti. Esto es lo que llamamos el préstamo. El primero es una promesa de pago del banco hacia ti, pagadera en cualquier momento. El segundo es una promesa tuya hacia el banco, con pagos especificados cada mes durante los próximos 30 años (al menos en Estados Unidos). Como los pagarés ordinarios, estos asientos en el libro mayor se crean simplemente registrándolos: en tiempos anteriores se les llamaba dinero de “pluma estilográfica”.
El depósito se transfiere inmediatamente al vendedor, a cambio del título de propiedad de la casa. Para el banco, esto solamente implica cambiar el nombre en el depósito; en efecto, lo que sucede es que le comunicas al banco que su deuda, que era pagadera a ti, ahora es pagadera al vendedor. En tu balance, un activo se ha intercambiado por otro; el depósito de 250.000 dólares, en este caso, por una casa que vale 250.000 dólares. El vendedor hace el intercambio opuesto y reemplaza el título de propiedad de una casa por un pagaré de igual valor del banco.
Como podemos ver, aquí no hay ni ahorro ni desahorro; todos simplemente han intercambiado activos de igual valor. Esta hipoteca no es un préstamo de fondos preexistentes ni de ninguna otra cosa. Nadie tuvo que hacer primero un depósito en el banco para permitir que se realizara este préstamo. El depósito —el dinero— fue creado en el proceso de realizar el propio préstamo. La banca no canaliza el ahorro hacia el endeudamiento como en la visión de los fondos prestables, sino que permite un intercambio de promesas.
Es inexacto hablar de depositar dinero en el banco. El registro del banco es el dinero. En un cierto nivel, esto es de conocimiento común. Sin embargo, las implicaciones más amplias rara vez se piensan a fondo. ¿En qué consistió esta transacción? En un conjunto de promesas. El banco hizo una promesa a los prestatarios, y los prestatarios hicieron una promesa al banco. Posteriormente, la promesa del banco fue transferida a los vendedores, quienes a su vez pueden transferirla a un tercero. La razón por la cual el banco es necesario aquí es porque no puedes hacerle una promesa directamente al vendedor.
Estás dispuesto a hacer una promesa de pagos futuros cuyo valor presente vale más que el valor que el vendedor le asigna a su casa. Aceptar ese trato hará que ambas partes estén en una mejor posición. Sin embargo, no puedes cerrar ese trato tú solo, pues tu promesa de pagos durante los próximos treinta años no es creíble. Ellos no saben si tienes la capacidad para cumplirla. No tienen la capacidad de hacerla cumplir. Incluso si confían en ti, tal vez porque tienen algún tipo de relación contigo, otras personas no necesariamente lo harán. En ese sentido, el vendedor no puede convertir tu promesa de pago en un reclamo inmediato sobre otras cosas que él podría querer.
La teoría ortodoxa parte del supuesto de que todos pueden contratar libremente sobre ingresos y mercancías en cualquier fecha futura. La conocida ecuación de Euler se basa en la idea de que puedes asignar tu ingreso de cualquier período futuro al consumo en el presente, o viceversa. Ese es el marco en el cual la tasa de interés parece un intercambio entre el presente y el futuro; sin embargo, no puedes entender el interés en un marco que se abstrae precisamente de la función que desempeñan el dinero y el crédito en las economías reales.
El papel fundamental de un banco, como enfatizó Hyman Minsky, no es la intermediación, sino la aceptación. Los bancos funcionan como terceros que amplían el rango de transacciones que pueden realizarse con base en promesas. Estás dispuesto a comprometerte con un flujo de pagos monetarios para obtener derechos legales sobre la casa, pero ello no es suficiente para adquirir la casa. El banco, por otro lado, está en una posición de aceptar una promesa de tu parte precisamente porque sus promesas son ampliamente confiables.
El interés no se paga porque el consumo hoy sea más deseable que el consumo en el futuro; se paga porque es difícil hacer promesas creíbles sobre el futuro.
Interés como el precio de la liquidez
El costo del préstamo hipotecario no es el hecho de que alguien haya tenido que posponer su gasto. El costo radica en que los balances de ambos transaccionistas se han vuelto menos líquidos. Podemos pensar en la liquidez en términos de flexibilidad: un activo o una posición en el balance es líquido en la medida en que amplía tu rango de opciones. Menos liquidez significa menos opciones.
Para ti, como comprador de una casa, el resultado de la transacción es que te has comprometido a una serie de pagos fijos de dinero durante los próximos treinta años y has adquirido los derechos legales asociados con la propiedad de una vivienda. Estos derechos, se presume, valen más para ti que la vivienda en alquiler que podrías obtener con un flujo similar de pagos. Sin embargo, el título de la casa no puede convertirse fácilmente de nuevo en dinero y, por ende, en reclamos sobre otras partes del producto social. Ser propietario de una vivienda implica, para bien o para mal, un compromiso a largo plazo de vivir en un lugar en particular. El intercambio que el comprador de la vivienda hace al endeudarse no es más consumo hoy a cambio de menos consumo mañana. Es un nivel más alto de consumo hoy y mañana, a cambio de una menor flexibilidad con respecto a su presupuesto y al lugar donde vivirá. Tanto el compromiso de realizar los pagos de la hipoteca como la no fungibilidad de la propiedad de la vivienda dejan menos margen para adaptarse a desarrollos futuros inesperados.
Por otro lado, el banco ha añadido un pasivo de depósito, que requiere pago en cualquier momento, y un activo hipotecario que en sí mismo promete pagos solo en un calendario fijo en el futuro. Esto, igualmente, reduce la libertad de maniobra del banco. Están expuestos no solo al riesgo de que el prestatario no realice los pagos, sino también al riesgo de pérdida de capital si las tasas de interés suben durante el período en que tienen la hipoteca, y al riesgo de que la hipoteca no sea vendible en una emergencia, o solo a un precio inesperadamente bajo. Como muestran ejemplos recientes del mundo real, como el Silicon Valley Bank, estos últimos riesgos pueden ser mucho más serios en la práctica que el riesgo de impago. Para el banco, el costo de otorgar el préstamo es que su balance se vuelve más frágil.
Como dijo Keynes en un artículo de 1937, “La tasa de interés . . . puede considerarse como determinada por la interacción entre los términos en los cuales el público desea volverse más o menos líquido y aquellos en los que el sistema bancario está dispuesto a volverse más o menos ilíquido”.
Por supuesto, en el mundo real, las cosas son más complicadas. El banco no necesita esperar a que los pagos de la hipoteca se realicen en el tiempo programado. Puede transferir la hipoteca a un tercero, renunciando a parte del ingreso que esperaba obtener a cambio de una posición más líquida. El comprador podría ser alguna otra institución financiera que busque una posición más orientada hacia el lado del ingreso en el intercambio entre liquidez e ingreso, tal vez con múltiples capas de balances entre ellos. También es posible que los compradores sean los proveedores profesionales de liquidez en el banco central.
Dicho sea de paso, esta es una respuesta a una pregunta que la gente no se hace con la suficiente frecuencia: ¿Cómo logra el banco central fijar la tasa de interés? El banco central no participa en el mercado de fondos prestables; no obstante, los bancos centrales están muy involucrados en el negocio de la liquidez. Después de todo, es política monetaria, no política de ahorro.
Una cosa que esto evidencia es que no hay una diferencia fundamental entre la política monetaria rutinaria y el papel del banco central como regulador y prestamista de última instancia; todas estas actividades tratan sobre la gestión del nivel de liquidez dentro del sistema financiero. ¿Qué tan fácil es cumplir con tus obligaciones? Si es demasiado difícil, la red de obligaciones se rompe. Si es demasiado fácil, la red de obligaciones monetarias pierde su capacidad para dar forma a nuestra actividad y ya no sirve como un dispositivo efectivo de coordinación.
Así como sucede con el precio del dinero —el precio de la flexibilidad para realizar pagos en lugar de compromisos fijos—, la tasa de interés también es un parámetro central de cualquier economía monetaria. La metáfora de condiciones “estrictas” o “laxas” para tasas de interés altas o bajas capta una verdad importante sobre la conexión entre el interés y la flexibilidad o rigidez del sistema financiero. Las tasas de interés altas corresponden a una situación en la que las promesas de pago futuro valen menos en términos de control sobre recursos hoy. Cuando es más difícil obtener control sobre los recursos reales con promesas de pago futuro, el patrón de los pagos de hoy está más estrechamente vinculado a los ingresos de ayer. Por el contrario, las tasas de interés bajas significan que una promesa de pagos futuros tiene un gran alcance para asegurar recursos hoy. Por lo tanto, los reclamos sobre los recursos reales dependen menos de los ingresos del pasado y más de las expectativas sobre el futuro. Finalmente, debido a que los cambios en las tasas de interés siempre ocurren en un entorno de compromisos monetarios preexistentes, el interés también actúa como una variable de ajuste, reequilibrando los reclamos de los acreedores frente a los ingresos de los deudores.
Existe una incompatibilidad básica entre una teoría de la tasa de interés como el precio del ahorro o del tiempo y la tasa de interés monetaria que observamos en el mundo real. Si nos tomamos en serio la idea del interés como el precio de la liquidez, entendemos por qué el dinero no puede ser neutral y por qué las condiciones financieras influyen invariablemente tanto en la composición como en el nivel del gasto.
Intereses y expectativas
Además de las transacciones de crédito, el otro ámbito en el que aparece el interés en el mundo real es en el precio de los activos existentes. Una promesa de pagos monetarios en el futuro se convierte en un objeto en sí mismo, distinto de esos pagos. Comencé diciendo que todo tipo de objetos tangibles tienen un doble espectral en el mundo del dinero; no obstante, un flujo de pagos monetarios también puede adquirir uno de dichos dobles. Una promesa de pago futuro crea un nuevo derecho de propiedad, con un propietario y un precio de mercado.
Cuando nos enfocamos en ese hecho, descubrimos un papel importante de la convención en la determinación del interés. En cierta medida, los precios de los bonos —y por lo tanto, las tasas de interés— son lo que son porque eso es lo que los participantes del mercado esperan que sean.
Un bono corporativo promete una serie de pagos futuros. Es fácil, en un mundo teórico en el que tenemos certeza, hablar como si el bono fuera simplemente esos pagos futuros; pero no lo es. Esto no solamente se debe a que podría incumplir, lo cual es fácil de incorporar al modelo. Tampoco se debe solamente a que cualquier bono real fue emitido en una jurisdicción determinada y transmite derechos y obligaciones más allá del pago de intereses, aunque estas otras características siempre existen y a veces pueden ser importantes. Se debe a que el bono puede ser negociado y tiene un precio que puede cambiar independientemente del flujo de pagos futuros.
Si las tasas de interés caen, el precio de tu bono subirá, y esa posibilidad en sí misma es un factor en el precio del bono. Esto ayuda a explicar una anomalía ampliamente reconocida en los mercados financieros. La hipótesis de las expectativas dice que la tasa de interés de un bono a más largo plazo debería ser la misma que el promedio de las tasas a más corto plazo durante el mismo período, o al menos que deberían estar relacionadas por una prima de plazo estable. Esto parece un tipo de especulación sencilla, pero falla completamente, incluso en su forma más débil.
La respuesta a este enigma es una parte importante del argumento de Keynes en La Teoría General. Los participantes del mercado no solamente están interesados en los dos flujos de pagos; también están interesados en el precio a largo plazo del bono en sí mismo.
Recuerda que el precio de un activo siempre se mueve inversamente a su rendimiento. Cuando las tasas sobre un tipo dado de instrumento de crédito suben, el precio de ese instrumento cae. Ahora, supongamos que se cree comúnmente improbable que un bono a diez años se negocie por debajo del 2 por ciento durante mucho tiempo. En dicha situación, sería tonto comprarlo con un rendimiento mucho menor al 2 por ciento, pues enfrentarás una pérdida de capital cuando los rendimientos regresen a su nivel normal. Además, si es que la mayoría de la gente cree esto, entonces el rendimiento nunca caerá por debajo del 2 por ciento, sin importar lo que suceda con las tasas a corto plazo.
En un mundo real donde el futuro es incierto y los compromisos monetarios tienen una existencia independiente, hay un sentido importante en el que las tasas de interés, especialmente las de más largo plazo, son lo que son precisamente en virtud de lo que la gente espera que sean.
Una implicación importante de esto es que no podemos pensar en las diversas tasas de interés de mercado simplemente como “la” tasa de interés más una prima de riesgo. Las diferentes tasas de interés pueden moverse de manera independiente por razones que no tienen nada que ver con el riesgo crediticio.
La tasa “natural”
Por un lado, tenemos un cuerpo teórico construido sobre la idea de “la” tasa de interés como un intercambio entre el consumo presente y el futuro. Por otro lado, tenemos tasas de interés reales, establecidas en el sistema financiero de maneras bastante diferentes.
A veces, las personas intentan la cuadratura del círculo con la idea de una tasa natural. Sí, dicen, sabemos sobre la liquidez y la prima por vencimiento y sobre la importancia de los diferentes tipos de intermediarios financieros y la regulación; sin embargo, aún queremos usar el modelo intertemporal que nos enseñaron en la escuela de posgrado. Reconciliamos esto tratando el modelo como un análisis de lo que debería ser la tasa de interés. Sí, los bancos fijan las tasas de interés de diversas maneras, pero solamente hay una tasa de interés consistente con precios estables y, en general, con el uso adecuado de los recursos de la sociedad. A esto lo llamamos la tasa natural.
Aunque esta idea fue formulada por primera vez a principios del siglo XX por el economista sueco Knut Wicksell, la declaración moderna más influyente proviene de Milton Friedman. Él mencionó la tasa natural de interés, junto con su primo cercano, la tasa natural de desempleo, en su discurso presidencial de 1968 ante la Asociación Estadounidense de Economía —American Economic Association en inglés—, que ha sido descrito como el documento más influyente en economía desde la Segunda Guerra Mundial. En el texto, las tasas naturales corresponden a las tasas que serían “generadas por el sistema walrasiano de ecuaciones de equilibrio general, siempre que en ellas estén incorporadas las características estructurales reales de los mercados laborales y de productos, incluidas las imperfecciones del mercado, la variabilidad estocástica en las demandas y suministros, el costo de reunir información . . . y así sucesivamente”.
El atractivo del concepto es claro: nos proporciona un puente entre el mundo no monetario del intercambio intertemporal que se encuentra en la teoría económica y el mundo monetario de los contratos de crédito en el que de hecho vivimos. Al hacerlo, la historia intertemporal pasa de ser descriptiva a ser prescriptiva; deja de ser un relato sobre cómo se determinan las tasas de interés y se convierte en una historia sobre cómo los bancos centrales deberían conducir la política monetaria.
Hace unos años, el presidente del Sistema de la Reserva General, Jerome Powell, dio un buen ejemplo de cómo los banqueros centrales piensan en la tasa natural en un discurso. La alocución introduce la tasa de interés natural R* afirmando que “en los modelos convencionales de la economía, las cantidades económicas principales . . . fluctúan alrededor de valores que se consideran ‘normales’, o ‘naturales’, o ‘deseados’”. R* refleja “opiniones sobre los valores normales a largo plazo para . . . la tasa de fondos federales”, que se basan en “características estructurales fundamentales de la economía”.
Nótese aquí la confusión entre los términos “normal”, “natural” y “deseado”, tres palabras con significados bastante diferentes. Según parece, R* debería representar no solamente la tasa de interés promedio a largo plazo; también es la tasa de interés que veríamos en un mundo gobernado solamente por los fundamentos, así como la tasa de interés que entrega los mejores resultados de política.
Esta confusión es una característica omnipresente y esencial de las discusiones sobre la tasa natural. Al igual que el deslizamiento controlado entre los dos discos del embrague en un automóvil, permite que sistemas que se mueven de maneras diferentes se articulen sin que ninguno de los lados se fracture por el estrés. La ambigüedad entre estos significados distintos es en sí misma normal, natural y deseada.
El Banco Central Europeo —BCE— da tal vez una declaración más clara: “En su nivel más básico, la tasa de interés es el ‘precio del tiempo’: la remuneración por aplazar el gasto en el futuro”. R* corresponde a esto; es una tasa de interés determinada por factores puramente no monetarios, que debería estar libre de las fluctuaciones en el sistema financiero. Desafortunadamente, la tasa de interés actual sí puede apartarse de esto. En ese caso, la tasa natural, dice el BCE, “aunque no sea observable . . . proporciona una útil referencia para la política monetaria”. La idea de una referencia no observable destila perfectamente la contradicción incorporada en la idea de R*.
Como descripción de lo que es la tasa de interés, un modelo de fondos prestables es, sencillamente, un error. No obstante, cuando se convierte en un modelo de la tasa natural, no está ni siquiera equivocado, sino que incluso carece de cualquier tipo de contenido. No hay forma de conectar ninguno de los términos del modelo con algún hecho observable en el mundo.
Vuélvase a la formulación de Friedman y verás el problema: no tenemos un modelo que incorpore todas las “características estructurales reales” de la economía. Para una economía cuyas estructuras evolucionan en el tiempo histórico, ni siquiera tiene sentido imaginar la cosa.
En la práctica, la tasa natural a corto plazo se define como la que resulta con una inflación como objetivo; dicho en otras palabras, es la tasa de interés que prefiere el banco central. La tasa natural a largo plazo se define usualmente como la tasa de interés real en la que “todos los mercados están en equilibrio y, por lo tanto, no hay presión para que se redistribuyan recursos ni para que las tasas de crecimiento de ninguna variable cambien”. En este estado estacionario hipotético, la tasa de interés depende solamente de las mismas características estructurales que, se supone, determinan el crecimiento a largo plazo: la tasa de progreso técnico, el crecimiento de la población y la disposición de los hogares a posponer el consumo.
Sin embargo, no hay forma de pasar del corto al largo plazo. El mundo real nunca está en una situación en la que todos los mercados estén en equilibrio. Sí, a veces podemos identificar tendencias a largo plazo, pero no hay razón para pensar que las únicas variables que importan para esas tendencias son las que hemos elegido en un tipo particular de modelos. Todas esas “características estructurales reales” continúan existiendo a largo plazo.
Lo máximo que podemos decir es esto: mientras haya una relación razonablemente consistente entre la tasa de interés de política establecida por el banco central y la inflación, o cualquiera que sea su objetivo, entonces habrá algún nivel de la tasa de política que te lleve a ese objetivo. Sin embargo, no hay forma de identificar eso con la “tasa de interés” de un modelo teórico. El nivel actual de gasto agregado en la economía depende de todo tipo de factores contingentes e institucionales: de los sentimientos, de las decisiones tomadas en el pasado, y de toda la gama de políticas gubernamentales. Si preguntas qué tasa de interés de política es más probable que mueva la inflación hacia el 2 por ciento, todos esos factores importan tanto como los supuestos fundamentos.
Lo mejor que puedes hacer es fijar la tasa de política según cualquier regla general que prefieras para después del hecho aclarar que debe haber algún modelo en el que esa sería la elección óptima.
Conclusiones
¿Qué implicaciones tiene esto? Primero, con respecto a la política monetaria, reconozcamos el hecho de que implica decisiones políticas tomadas para lograr una variedad de objetivos sociales a menudo en conflicto. Segundo, reconocer que el interés es el precio de la liquidez, establecido en los mercados financieros, y es importante para la manera en la que pensamos sobre la deuda soberana. La tercera gran conclusión, tal vez la más importante, es que el dinero nunca es neutral.
Hay una historia ampliamente difundida sobre las crisis fiscales que dice algo así. El balance fiscal de un gobierno (superávit o déficit) a lo largo del tiempo determina su relación deuda-PIB. Si un país tiene una deuda alta en relación con el PIB, eso es el resultado de gastar en exceso en relación con los ingresos fiscales. La relación deuda-PIB determina la confianza del mercado: los inversores privados no quieren comprar la deuda de un país que ya ha emitido demasiado. El estado de confianza del mercado luego determina la tasa de interés que enfrenta el gobierno, o si puede pedir prestado en absoluto; y hay una línea clara donde la deuda alta y las tasas de interés altas hacen que la deuda sea insostenible. La austeridad es el requisito inevitable una vez se cruza esa línea. Finalmente, cuando la austeridad restaura la sostenibilidad de la deuda, eso contribuirá al crecimiento económico.
Si aceptas los principios, las conclusiones se siguen lógicamente. Aún mejor, ofrecen un espectáculo satisfactorio al enfrentar la arrogancia del sector público con su némesis. No obstante, cuando miramos la deuda como un fenómeno monetario, vemos que su dinámica no se desarrolla por caminos tan claramente trazados.
En primer lugar, desde una perspectiva histórica, las diferencias en el crecimiento, la inflación y las tasas de interés son al menos tan importantes como la posición fiscal para determinar la evolución del índice de deuda a lo largo del tiempo. Cuando la deuda ya es alta, un crecimiento moderadamente más lento o tasas de interés más altas pueden aumentar fácilmente el índice de deuda más rápido de lo que incluso grandes superávits fiscales pueden reducirla, como han descubierto muchos países sometidos a la austeridad. Por el contrario, un rápido crecimiento económico y tasas de interés bajas pueden llevar a reducciones muy significativas en índice de deuda sin que el gobierno llegue a generar superávits, como ocurrió en los Estados Unidos y el Reino Unido después de la Segunda Guerra Mundial. Más recientemente, a mediados de la década de 1990, Irlanda redujo su relación deuda-PIB en veinte puntos en solo cinco años, mientras continuaba teniendo déficits sustanciales, gracias a un crecimiento muy rápido durante el período del “tigre celta”.
En el segundo paso, la demanda del mercado por deuda gubernamental claramente no es una evaluación “objetiva” de la situación fiscal, sino que refleja condiciones de liquidez más amplias y las expectativas convencionales auto-confirmadas de los mercados especulativos. La afirmación de que las tasas de interés reflejan la solidez —o la falta de la misma— de los presupuestos públicos se enfrenta a un problema evidente: los mercados financieros que un día rechazan los bonos de un país generalmente los estaban comprando con entusiasmo el día anterior. Los mismos mercados que en 2010 hicieron que las tasas de interés de los bonos españoles, portugueses y griegos se dispararan eran los que adquirían su deuda pública y privada a precios de ganga a mediados de la década de 2000. Son esos mismos mercados los que hoy volvieron a comprar la deuda de esos países a niveles históricamente bajos, incluso cuando sus índices de deuda, en muchos casos, se mantuvieron muy altos.
Personas como Alberto Alesina insisten en que las tasas de interés posteriores a la crisis reflejaban una evaluación objetiva del estado de las finanzas públicas, y en que las tasas bajas previas a la crisis fueron el resultado de una burbuja especulativa. Sin embargo, no se puede tener ambas cosas a la vez.
Esto no quiere decir que los mercados financieros nunca representen una limitación para los presupuestos gubernamentales. Para la mayor parte del mundo, que no disfruta del respaldo del Sistema de la Reserva General o del BCE, ciertamente lo son. Sin embargo, nunca deberíamos imaginar que las condiciones financieras son un reflejo objetivo de la situación fiscal de un país o del equilibrio entre ahorro e inversión.
Si la tasa de interés es un precio, lo que refleja no es “ahorro” o la disposición a esperar. No es “remuneración por diferir el gasto”, como sostiene el BCE. Más bien, es la capacidad de hacer y aceptar promesas; y donde esta capacidad realmente importa es cuando las finanzas se utilizan no solamente para reorganizar reclamaciones sobre activos y recursos existentes, sino para organizar la creación de nuevos. Las ventajas técnicas de medios de producción de larga duración y organizaciones especializadas sólo pueden realizarse si las personas están en condiciones de asumir compromisos a largo plazo; y en un mundo donde la producción se organiza principalmente a través de pagos monetarios, eso a su vez depende del grado de liquidez.
En cualquier momento dado, existen innumerables formas de reorganizar una parte de los recursos de la sociedad para generar mayores ingresos, y con suerte, valores de uso. Podrías abrir un restaurante, o construir una casa, o conseguir un título académico, o escribir un programa informático, o montar una obra de teatro. Los recursos físicos para estas actividades no son escasos; el valor presente de los ingresos que pueden generar excede sus costos a cualquier tasa de descuento razonable. Lo que es escaso es la confianza. Al comenzar un proyecto, tú debes ejercer una reclamación sobre los recursos de la sociedad ahora; la sociedad debe aceptar tu promesa de beneficios futuros. La jerarquía del dinero permite a los participantes en varios proyectos colectivos sustituir la confianza en un tercero por la confianza entre sí; sin embargo, la confianza sigue siendo el recurso escaso.
Dentro de la economía, algunas actividades dependen más de la confianza o están más limitadas por la liquidez que otras:
- La liquidez es más problemática cuando hay una mayor separación entre desembolsos y recompensas, y cuando las recompensas son más inciertas.
- La liquidez es más problemática cuando la magnitud del desembolso requerido es mayor.
- La liquidez y la confianza son más importantes cuando las decisiones son irreversibles.
- La confianza es más importante cuando se está haciendo algo nuevo.
- La confianza es más escasa cuando hablamos de coordinación entre personas sin relación previa
Estos son los problemas que el dinero y el crédito ayudan a resolver. El dinero abundante no solamente lleva a las personas a pagar más por los mismos bienes; también desplaza su gasto hacia cosas que requieren mayores pagos iniciales, compromisos a largo plazo y mayores riesgos. En entornos donde existen relaciones continuas, el dinero es menos importante como mecanismo de coordinación. Los mercados son sobre todo para transacciones distanciadas entre extraños.
La versión de la historia de Minsky enfatiza que debemos pensar en el dinero en términos de dos precios: producción actual y activos de larga duración. Los activos de larga duración deben ser financiados: adquirir uno generalmente requiere comprometerse a una serie de pagos futuros. En ese sentido, su precio es sensible a la disponibilidad de dinero. Un aumento en la oferta monetaria —contrario a Hume y a Meyer— no eleva todos los precios de manera uniforme, sino que eleva desproporcionadamente el precio de los activos de larga duración, fomentando su producción. Son los activos de larga duración los que forman la base de la producción industrial moderna.
El valor relativo de los bienes de capital, y la elección entre técnicas de producción más o menos intensivas en capital, depende de la tasa de interés. Los bienes de capital, y las corporaciones y otras entidades de larga duración que los utilizan, son ilíquidos por naturaleza. La disposición de los propietarios de riqueza a comprometer su fortuna de esta manera depende, por lo tanto, de la disponibilidad de liquidez. No podemos analizar las condiciones de producción en términos no monetarios primero y luego agregar el dinero y el interés a la historia. Las condiciones de producción mismas dependen fundamentalmente de la red de pagos monetarios y compromisos que las estructuran, y de cuán flexible sea esa red.
Tomarse en serio el dinero requiere que reconceptualicemos la economía real.
La idea de que la tasa de interés es el precio del ahorro asume, como mencioné antes, que la producción ya existe para ser consumida o ahorrada. De manera similar, la idea del interés como un precio intertemporal —el precio del tiempo, según el BCE— implica que la producción futura ya está determinada, al menos probabilísticamente. No podemos intercambiar consumo actual por consumo futuro a menos que el consumo futuro ya exista para nosotros.
Wicksell, quien hizo tanto como cualquier otro para crear el marco de la tasa natural que utilizan los bancos centrales hoy, capturó este aspecto perfectamente cuando comparó el crecimiento económico con barriles de vino que envejecen en la bodega. El vino ya está ahí. El problema es solo decidir cuándo abrir los barriles: te gustaría tener algo de vino ahora, pero sabes que mejorará si esperas.
En contextos de discusión de políticas, esto corresponde a la idea de un nivel de producción potencial (o pleno empleo) que está dado desde el lado de la oferta. La capacidad productiva de la economía ya está ahí; lo máximo que pueden hacer el dinero o la demanda es gestionar el gasto agregado para que la producción se mantenga cerca de esa capacidad.
Esta es la perspectiva desde la que gente como Lawrence Meyer o Paul Krugman, por ejemplo, dicen que la política monetaria solo puede afectar los precios a largo plazo; suponen que la producción potencial ya está dada.
Sin embargo, una de las grandes lecciones que hemos aprendido de los últimos quince años de inestabilidad macroeconómica es que el potencial productivo de la economía es mucho más inestable y mucho menos seguro de lo que los economistas solían pensar. Hemos visto que la fuerza laboral crece y se reduce en respuesta a las condiciones del mercado laboral. Hemos visto que la inversión y el crecimiento de la productividad son muy sensibles a la demanda. Si la falta de gasto hace que la producción quede por debajo del potencial hoy, el potencial será menor mañana; si la economía se sobrecalienta durante un tiempo, el potencial productivo aumentará.
Podemos ver lo mismo a nivel de industrias individuales. Uno de los desarrollos más sorprendentes y alentadores de los últimos años ha sido la rápida caída de los costos de generación de energía renovable. Está claro que esta caída en los costos es tanto el resultado como la causa del rápido crecimiento del gasto en estas tecnologías. Eso, a su vez, se debe en gran parte a políticas exitosas para dirigir el crédito hacia esas áreas. Una perspectiva que ve el dinero como algo secundario en relación con la “economía real” de la producción habría descartado esa posibilidad.
Tomarse en serio el dinero y verlo como su propio dominio autónomo significa reconocer que la realidad social y material no es como el dinero. No podemos pensar en ella en términos de un conjunto de objetos existentes que deben ser asignados entre usos o a lo largo del tiempo. La producción no es una cantidad de capital y una cantidad de trabajo combinados en una función de producción. Es actividad humana organizada, coordinada de diversas maneras, orientada a la transformación abierta de un mundo cuyos resultados no son predecibles de antemano.
En un sentido negativo, esto significa que deberíamos ser escépticos acerca de cualquier concepto económico descrito como “natural” o “real”. Estos conceptos suelen ser un intento de introducir subrepticiamente una visión de una economía no monetaria fundamentalmente diferente de la nuestra, o de disfrazar una afirmación normativa como una positiva, o ambas.
Por ejemplo, deberíamos ser cautelosos con las tasas de interés “reales”. Este término es omnipresente, pero sugiere implícitamente que la transacción subyacente es un intercambio de bienes hoy por bienes mañana, que simplemente toma forma monetaria. Sin embargo, en realidad es un intercambio de pagarés: un conjunto de pagos monetarios por otro. No hay razón para que el precio relativo del dinero frente a las mercancías intervenga en él. De hecho, si miramos históricamente, antes de la era de los bancos centrales con objetivo de inflación, no existía una relación particular entre la inflación y las tasas de interés.
También deberíamos ser escépticos con la idea del PIB real o el nivel de precios. Ese es otro gran tema de mi libro, pero está más allá del alcance de este texto.
En el lado positivo, creo que esta perspectiva es una preparación esencial para explorar cuándo y en qué contextos las finanzas son importantes para la producción. Obviamente, en la realidad, la mayor parte de la producción se coordina de manera no mercantil, tanto dentro de las empresas —que son economías planificadas internamente— como a través de diversas formas de planificación a nivel de toda la economía. Sin embargo, también hay casos en los que la distribución de reclamaciones monetarias a través del sistema financiero es muy importante. Comprender qué actividades específicas están restringidas por el crédito y en qué circunstancias me parece un área de investigación importante, especialmente en el contexto del cambio climático.
Me permitiré mencionar una dirección más a la que creo que apunta esta perspectiva.
Como sugerí, la idea de la tasa de interés como el precio del tiempo, y la visión más amplia de intercambio real de la cual forma parte, trata los flujos y agregados monetarios como representaciones de una supuesta economía real no monetaria subyacente. Las personas que adoptan esta visión tienden a no preocuparse demasiado por cómo se construyen exactamente los valores monetarios. ¿Qué tasa, de entre el conjunto complejo de tasas de interés, es “la” tasa de interés? ¿Cuál de las diversas tasas de inflación posibles, y durante qué período hemos de restar para obtener la tasa de interés “real”? ¿Qué pagos se incluyen exactamente en el PIB y qué hacemos si eso cambia, o si es diferente en diferentes países?
Si pensamos en los valores monetarios como meros sustitutos de algún “valor real” subyacente, las respuestas a estas preguntas no importan realmente. Por otro lado, si crees que los valores monetarios son lo que realmente es “real”, si no crees que son representaciones de alguna cantidad material subyacente, entonces debes preocuparte mucho por la manera en que se calculan. Si la tasa de interés realmente significa los pagos de un contrato de préstamo, y no algún tipo de tasa de cambio hipotética entre el pasado y el futuro, entonces debes ser claro sobre qué contrato de préstamo tienes en mente.
De la misma manera, la mayoría de los economistas tratan los objetos de investigación como las relaciones causales subyacentes en la economía, esas “características estructurales fundamentales” que se supone son estables en el tiempo. Recuerda que la tasa de interés natural se define explícitamente con respecto a un equilibrio a largo plazo en el que todas las variables macroeconómicas son constantes o crecen a una tasa constante. Si así es como das razón de lo que estás haciendo, entonces los desarrollos históricos específicos son interesantes, a lo sumo, como estudios de caso o como motivaciones para el trabajo real, que consiste en modelos formales atemporales.
Por otro lado, si nos tomamos el dinero en serio, no necesitamos postular este tipo de estructura profunda subyacente. Si no pensamos en el interés en términos de una compensación entre el presente y el futuro, entonces no necesitamos pensar en los ingresos y la producción futuros como algo que ya está determinado de alguna manera. Asimismo, si el dinero importa para la actividad de producción, tanto como financiamiento para la inversión como demanda, entonces no hay razón para pensar que la evolución real de la economía pueda entenderse en términos de una tendencia a largo plazo determinada por los fundamentos.
El único objeto de investigación sensato en este caso son los eventos particulares que han ocurrido o que podrían ocurrir. Aproximarnos a nuestro tema de esta manera significa trabajar en términos de las variables que realmente observamos y medimos. Si estudiamos el PIB, es el PIB tal como lo definen y miden los contadores nacionales, no la “producción” en abstracto. Estas variables son generalmente monetarias.
Esto significa enfocarse en explicaciones para desarrollos históricos específicos, en lugar de modelar el comportamiento de “la economía” en abstracto. Significa dar mayor importancia al trabajo descriptivo sobre los tipos de preguntas causales que los economistas suelen hacer; ello implica ampliar nuestro conjunto de herramientas empíricas más allá de la econometría.
Estas sugerencias metodológicas pueden parecer alejadas de los relatos alternativos sobre la tasa de interés. Sin embargo, a medida que Arjun y yo hemos trabajado en este libro, nos hemos convencido de que las dos están estrechamente relacionadas. Tomarnos en serio el dinero y rechazar las ideas convencionales sobre la economía real tiene implicaciones de gran alcance para la forma en que hacemos economía.
Reconocer que el dinero es su propio dominio nos permite ver la actividad productiva como un proceso histórico abierto y no como un problema estático de asignación. Al concentrarnos en el dinero, podremos obtener una visión más clara del mundo no monetario y, con suerte, estar en una mejor posición para cambiarlo.
Traducido del ingles al español por Eduardo Gutiérrez Gonzalez
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